El consumo de sustancias psicoactivas es uno de los comportamientos más extraños que podemos observar en el reino animal. Algunas de estas causan un daño enorme a las personas y la sociedad (como el alcohol) o constituyen factores de riesgo importantes para el desarrollo de enfermedades crónicas evitables (como las diversas sustancias presentes en el tabaco), mientras que otras parecen ser menos dañinas y ampliamente disfrutadas (como la cafeína). Pero, antes de meternos con la posible explicación a este fenómeno, primero entendamos exactamente de qué hablamos cuando hablamos de adicciones.
Si bien existen adicciones al juego, al sexo y hasta a las compras, este capítulo se va a centrar en la adicción a sustancias psicoactivas. Esta condición puede ser identificada fácilmente por algunos comportamientos específicos que ocupan gran parte del día del individuo que la padece: búsqueda de la sustancia adictiva, ingesta, disminución del tiempo destinado a actividades que antes eran importantes en pos de la relación con la sustancia (consumida hasta cuando su efecto placentero ha disminuido), aun luego de repetidos y frustrados intentos por dejarla. Muchas veces, esta incapacidad para detener el consumo de la sustancia está relacionada con que, al cortarse bruscamente su consumo, aparecen un conjunto de síntomas y signos desagradables entre los cuales se encuentra un deseo imperioso e irrefrenable de volver a consumir, así como también depresión. Las personas que transitan una adicción pueden inclusive consumir la sustancia en situaciones que implican peligro para ellas mismas o para otros (por ejemplo, un conductor de colectivos que consume estimulantes antes de salir a trabajar).
Desde una perspectiva científica y biomédica, la adicción no se explica por falta de fuerza de voluntad, falta de fe o por problemas morales, como podemos llegar a escuchar cotidianamente. Se trata de una enfermedad denominada “Trastorno por Dependencia a Sustancias”, que se caracteriza por el consumo compulsivo de psicotrópicos (American Psychiatric Association, 2013). Este patrón de conducta puede estar asociado a la aparición de síntomas que indican el desarrollo de tolerancia y abstinencia.
Decimos que existe tolerancia cuando la droga produce efectos cada vez menos intensos. Este fenómeno es extremadamente relevante, ya que suele devenir en el aumento de la frecuencia o del tamaño de las dosis. Esto resulta peligroso para la salud del individuo porque debe consumir una cantidad mayor de la droga para alcanzar los efectos deseados. En cambio, la “abstinencia” es la manifestación física y psicológica que aparece cuando se corta de manera brusca el consumo de la sustancia. Generalmente, estas manifestaciones suelen ser opuestas a los efectos de la droga. Por ejemplo, si una persona tomaba benzodiazepinas, que se utilizan como sedante y para inducir el sueño (como el clonazepam), es probable que durante la abstinencia no pueda dormir y experimente mucha ansiedad. A veces, la abstinencia llega a ser tan dura para quien la sufre que puede poner en peligro su vida. Sin embargo, la presencia de tolerancia y abstinencia no es necesaria para diagnosticar un Trastorno por Dependencia a Sustancias. Incluso, en el consumo de algunas drogas que pueden generar potentes adicciones (como la feniciclidina o “polvo de ángel”) no se manifiestan estos cuadros. Más allá de eso, en general el haber experimentado síndrome de abstinencia se asocia a patologías más severas y a una mayor probabilidad de recaída.
Es necesario aclarar que sólo una parte (a veces una muy pequeña) de las personas que consumen alguna sustancia psicoactiva desarrollan una adicción. Se trata de un fenómeno complejo y existen distintos factores que aumentan o disminuyen la probabilidad de que una persona tenga un consumo problemático de sustancias. Estos factores funcionarían como frenos y aceleradores en una autopista que atraviesa la abstinencia, el consumo regular en contextos sociales, el consumo problemático y finalmente la adicción. Con “autopista” no hago referencia a que el consumo es un camino que una vez iniciado lleva indefectiblemente a la adicción, ya que las personas pueden avanzar, retroceder o estancarse en cualquiera de estos estadios.
En lo que respecta a factores genéticos, existen algunos determinantes que pueden incrementar la probabilidad de dependencia (en algunos casos hasta el 50%). Por ejemplo, cuando el alcohol ingresa al cuerpo sufre un proceso químico en el que se genera un desecho muy tóxico (acetaldehído) que inmediatamente es neutralizado; pero cuando no se dispone de la maquinaria para Los factores contextuales son tan importantes que se vuelven grandes determinantes para inducir o acelerar el desarrollo de un consumo problemático. Algunos de los más importantes son:
• Escasa contención familiar y social
• Estrés
• Depresión, ansiedad o sensación de soledad
• Disponibilidad de sustancias psicoactivas
• Experiencias traumáticas
• Exposición a una cultura que fomenta el consumo de sustancias
cumplir esa función (como es usual en algunas poblaciones asiáticas), el acetaldehído se acumula y esto provoca mareos y dolores de cabeza y de panza. Es obvio que estas personas interpretan que tomar alcohol no está bueno, reduciendo así su probabilidad de volverse adictos. Sin embargo, en general la genética no es tan determinante como en este caso y la predisposición a la dependencia queda sujeta a muchos otros factores, como el entorno, la exposición a situaciones estresantes y/o el inicio temprano en el consumo de drogas (Pautassi y otros, 2010).
Se han hecho muchos estudios sobre la influencia de la edad en el inicio del consumo de sustancias y hay consenso en que, usualmente, aquellos que comienzan más temprano son los que tienen mayores probabilidades de desarrollar un problema de consumo, incluso cuando se descarta la posibilidad de que haya un trastorno psiquiátrico latente, como un trastorno por hiperactividad y déficit de atención. Si bien la evidencia más fuerte que tenemos acerca de cuáles son las sustancias que ejercen una mayor acción en este sentido se enfoca en el alcohol y el tabaco, el mismo fenómeno puede ocurrir con otros psicoactivos, como la marihuana y los medicamentos para controlar el dolor o la ansiedad (Chen y otros, 2009).
Aun así, hay un factor muy importante que no se nos debe escapar: la adicción es una enfermedad que no se desarrolla de un día para el otro y todos los eventos que ocurren alrededor del consumo de la sustancia influyen en el proceso. Cuando las personas que fueron dependientes de una sustancia son expuestas a estímulos que en el pasado estuvieron asociados a la droga (personas, jeringas, una botella o simplemente la imagen misma de una dosis de la sustancia), se disparan un montón de reacciones fisiológicas de alta intensidad similares a las que induce la droga misma, algo que no ocurre en personas sin antecedentes de problemas con sustancias. Por ejemplo, en un estudio, los investigadores les pidieron a consumidores dependientes de marihuana (en promedio, unos cinco cigarrillos diarios) que manipularan objetos sin relevancia por un lado (como lápices o gomas de borrar) y objetos asociados al consumo de marihuana por el otro (una pipa o papeles para armar cigarrillos). Los participantes reportaron que tener en las manos la pipa o los papeles (usualmente llamados “sedas”) les incrementaba el apetito (uno de los efectos de la marihuana), los ponía excesivamente ansiosos y les generaba el deseo de consumir la sustancia, algo que no ocurría cuando manipulaban los otros objetos (Lundahl y Greenwald, 2015). Los últimos dos síntomas, que eran vividos como algo displacentero por los participantes, desaparecían inmediatamente si estos recibían una administración oral de la sustancia psicoactiva de la marihuana (THC). Este breve y sencillo experimento nos muestra que el consumo prolongado de una droga va generando hábitos que,
incluso sin que la persona se dé cuenta, favorecen la repetición o el incremento de conductas relacionadas al consumo de drogas. Es decir, el mismo consumo crea condiciones de riesgo para la adicción, haciendo que objetos del ambiente que eran inocuos se conviertan en potentes disparadores de la búsqueda y consumo de sustancias.
A este último factor lo llamamos “aprendizaje” y su nombre se debe al experimento que realizó el ruso Iván Petróvich Pávlov hace más de cien años, quien observó que los perros de su laboratorio producían saliva si se les enseñaba que después de hacer sonar una campana se los alimentaba. Al igual que las pipas o el papel para armar cigarrillos, inicialmente la campana era un estímulo neutro, que luego de relacionarse con una recompensa (comida, en el caso de los perros, o marihuana en el de las personas) pasaba a convertirse en un estímulo condicionado.
Las primeras teorías que intentaron explicar el consumo problemático de drogas fueron desarrolladas a mediados del siglo XX, utilizando como modelo los opiáceos (morfina y heroína) por su gran capacidad de inducir placer y bienestar, así como por su potencial adictivo. Estas teorías se centraban en el desarrollo de la necesidad de continuar utilizando la sustancia para experimentar placer así como para evitar, eventualmente, los síntomas desagradables del síndrome de abstinencia. Es decir que, bajo esta perspectiva, intentaban explicar que el mero consumo repetitivo de sustancias sería suficiente para desencadenar la adicción, sin tener en cuenta los motivos por los cuales una persona comenzaba a consumir la droga (contexto personal y social frágil, presión social, inicio temprano).
Con las neurociencias en pañales y estudiando sólo el comportamiento, la idea de que las adicciones eran generadas por la dependencia del organismo al consumo prolongado de una sustancia recibió el apoyo de la llamada “Teoría de los Procesos Oponentes”, que dice que todas las emociones, tanto placenteras como displacenteras, generan automáticamente procesos neuronales que intentan contrarrestar el proceso afectivo inicial. De esta manera, los científicos pudieron explicar muchas situaciones en las que se observaban emociones opuestas, como por ejemplo, por qué la gente que salta en paracaídas está aterrada antes de saltar pero eufórica después de hacerlo. Sin embargo, el modelo tuvo más éxito y popularidad aplicado a los efectos a corto y largo plazo de las drogas de uso problemático (Koob y otros, 1997). En el caso de los efectos a corto plazo ocurre lo siguiente: la administración inicial de una droga ejerce un efecto placentero de gran magnitud mientras permanece en la sangre (proceso “a”), que es reemplazado por un conjunto de sensaciones displacenteras de menor magnitud (proceso “b”). Pero según esta teoría, la situación cambiaría dramáticamente con la exposición a largo plazo, ya que se invierte la intensidad con la que se viven las dos fases, siendo de mayor magnitud las sensaciones displacenteras del proceso “b”.
Pese a su éxito inicial, a fines de los ‘90 la “teoría de la dependencia” parecía tener muchos agujeros y resultó evidente la limitación que presentaba estudiar la adicción con los modelos opiáceos, ya que con el avance en el conocimiento de drogas alternativas a estos, resultó claro que los síndromes de abstinencia generados por las sustancias son muy diferentes entre sí. La aplicación de esta teoría al tratamiento de las adicciones consistía sólo en el manejo del síndrome de abstinencia y la desintoxicación posterior, dando como resultado ningún cambio en la tasa de recaída (que continuaba siendo muy alta, incluso en personas que habían pasado mucho tiempo sin exponerse a las drogas). Fue en esa época en la que los investigadores le prestaron atención a la relación entre la recaída y la re-exposición a situaciones en las cuales previamente se había consumido la droga.
Estos problemas impulsaron el desarrollo de concepciones alternativas, entre las que se destaca aquella que considera que las drogas generan adicción porque producen efectos placenteros (o recompensantes) que aumentan la probabilidad de que el sujeto repita el consumo en un futuro (Pautassi y otros, 2015). En ese sentido, las drogas serían consideradas reforzantes de la conducta. Existen dos tipos de eventos reforzantes: el positivo, que puede ser representado cuando, por ejemplo, un niño ordena su habitación, pues eso desemboca en el permiso de sus padres para jugar con los videojuegos; y el negativo, que puede ser el hábito de tomar aspirina para eliminar el dolor de cabeza. Es decir, el evento reforzante positivo genera una sensación de placer mientras el evento reforzante negativo no, pero sí quita una sensación negativa, como el dolor, o directamente impide que esta sensación negativa se presente.
En este sentido, la euforia y la elevación del ánimo generadas por muchas sustancias podrían ser consideradas reforzantes positivos que incrementan la tasa de autoadministración (Pautassi y otros, 2009).
Por otra parte, el consumo de la droga durante la abstinencia hace desa-
parecer las sensaciones displacenteras y, por mecanismos de reforzamiento negativos, resulta también en un incremento de las conductas de autoadministración.
Este cambio de concepción con respecto a los mecanismos por los cuales una droga genera adicción causó un gran interés en la comunidad científica por saber qué pasa antes de que el consumo se vuelva problemático (el inicio y la escalada en la ingesta). Bajo esta idea, la adicción es considerada el producto final de un consumo crónico, que poco puede decirnos de por qué un sujeto inicia dicho consumo y lo continúa.
Como contaron Diego Gurvich y Ezequiel Arrieta en el primer capítulo, en las plantas y los hongos parecen haber sido seleccionadas algunas estrategias químicas para defenderse de los herbívoros, por lo que resulta muy antiintuitivo el proceso por el cual los animales evolucionaron hacia un sistema nervioso que genera placer al consumir las sustancias tóxicas producidas por plantas y hongos. Algunos científicos se refieren a este fenómeno como la “paradoja de la recompensa de las drogas” (Sullivan y otros, 2008). Como mencionamos antes, los comportamientos beneficiosos para el éxito reproductivo de un animal son recompensados y/o reforzados con emociones positivas (como por ejemplo, sensaciones de placer, tranquilidad o saciedad), mientras que los comportamientos con consecuencias negativas para el éxito de la especie son desanimados con emociones negativas (como miedo o dolor). Las sustancias adictivas actuarían “engañando” el sistema de recompensa natural mediante la creación de señales en el cerebro que indican falsamente la llegada de un gran beneficio (refuerzo positivo) y mediante el bloqueo de sensaciones dolorosas o displacenteras, actuando así también por refuerzo negativo. Un ejemplo claro de esto es la nicotina: apareció antes que los humanos, es tóxica para los herbívoros que se alimentan de tabaco, su producción se incrementa cuando la planta es predada y no tiene ninguna función como dispersora de semillas. Así y todo, es una de las sustancias psicoactivas más consumidas en la actualidad y con mayor potencial adictivo.
Para explorar el terreno de las drogas en el cerebro, vamos a tener que empaparnos un poco de neurofisiología.
Dentro del cerebro hay tres partes que son fundamentales en el desarrollo de las adicciones y que juntas constituyen el “sistema de recompensa”:> el núcleo accumbens, el área tegmental ventral y la corteza prefrontal. Como explicó Pedro Bekinschtein, en estas áreas hay varios tipos de neuronas que se diferencian según el neurotransmisor que utilizan. Así, tenemos neuronas que usan dopamina (dopaminérgicas), endorfina (opiodérgicas), glutamato (glutaminérgicas) y dinorfina (dinorfinérgicas).
Cuando hacemos una actividad que nos gusta mucho (reforzante positivo), como comer algo con mucho azúcar, jugar a la PlayStation o tener sexo (preferentemente no todo al mismo tiempo, por una cuestión operativa), se “prenden” las neuronas de la primera estación de este circuito (el área tegmental ventral), liberando dopamina en el núcleo accumbens. La activación de las neuronas de la segunda estación del circuito hace que se libere dopamina otra vez (por eso son “dopaminérgicas”), generando un fuerte recuerdo asociado a todas las cosas que estaban presentes en ese momento, con la finalidad de favorecer el aprendizaje de que la actividad que generó placer es potencialmente importante. En la adquisición de este aprendizaje por reforzamiento positivo, la amígdala (la del cerebro, no la de la garganta) juega un rol muy importante en la valoración emocional de los estímulos y las situaciones, al marcar a fuego cuando una situación es aversiva.
El sistema de recompensa (y de control de la recompensa) resultó ser tan útil y tan importante para la supervivencia de los animales que lo encontramos en muchísimas especies. Claro que existen diferencias en la forma en que este esquema de respuesta a un estímulo se constituye fisiológicamente, pero el plan de organización general es más o menos similar, inclusive en gusanos y abejas. Este hecho nos indica que el sistema de recompensa fue “adoptado” varias veces, en diferentes organismos y en diferentes momentos temporales –lo que se conoce como “evolución convergente”–, como un rasgo común y positivo a lo largo de la evolución de la vida en la Tierra.
Las sustancias adictivas actúan sobre los mismos sistemas de recompensa ancestrales del cerebro que fueron seleccionados probablemente porque favorecen la supervivencia de la especie. Si bien actúan de maneras diferentes, el resultado final es bastante similar. Es decir, cuando alguien consume cocaína, por ejemplo, las neuronas del área tegmental ventral se activan y se libera mucha dopamina en el núcleo accumbens, pero también hace que la dopamina liberada no se degrade como lo hace normalmente, generando una sobreabundancia de este neurotransmisor que explica los efectos de la droga y su potencial adictivo (Volkow y otros, 2012).
Más allá de las similitudes en el mecanismo de acción con las cosas que nos gustan, el efecto de las drogas y los reforzantes naturales poseen varias diferencias. Una de ellas es el incremento de las concentraciones de dopamina en el espacio sináptico y la prolongación de su efecto cuando actúa la droga. Esto tiene gran importancia y es la causa de que los estímulos del ambiente (personas, lugares, objetos) se vuelvan más relevantes y, a medida que la situación se repite, estos estímulos adquieran por sí solos la capacidad para disparar conductas de búsqueda de sustancias. Son profundamente recordados y añorados por la acción de la dopamina, digamos.
Otro fenómeno importante es que, a diferencia de los reforzantes naturales, que pierden capacidad de liberar dopamina con la rutina, en muchas ocasiones las drogas mantienen y en algunos casos hasta aumentan su capacidad para inducir liberación de dopamina con la exposición repetida en las fases iniciales del consumo (Park y otros, 2013). Esto se llama “sensibilización” y, en modelos animales de ratas, se ha observado que puede presentarse hasta un año después de la última administración de la droga, lo que sugiere que posiblemente existan cambios persistentes en el cerebro del consumidor problemático. Otra característica que es exclusiva de las drogas es que su uso crónico altera el cerebro, particularmente si el consumo repetido se inicia antes de los 20 años, por motivos que nos va a comentar Juan Carlos Godoy en el próximo capítulo.
La ciencia nos permitió avanzar considerablemente en la comprensión de las adicciones, pasando de ser un tema ligado a personas con problemas morales, a entender que son fenómenos complejos en los que se involucran factores biológicos, psicológicos y sociales. Es importante hacer hincapié en la enorme relevancia que tiene esto porque, a la hora de formular políticas públicas, la diferencia entre realmente comprender la complejidad de la problemática y defender prejuicios es muy grande. Por ejemplo, un Estado que no se preocupa por el inicio temprano del consumo de sustancias en adolescentes está dejando sin control un factor clave para el desarrollo de las adicciones. Además, si bien no hemos hablado de tratamientos, cada uno de los hallazgos sobre el origen y evolución de las adicciones constituye la puerta a un posible tratamiento exitoso que puede ir desde la posibilidad de evitar recaídas al extinguir el poder estimulante asociado al consumo de drogas, hasta (mirando al futuro) lograr inmunidad a su efecto a través de la manipulación genética.
Existen todavía más aristas, algunas que por motivos de espacio o competencia no hemos abordado, pero que son preguntas extremadamente relevantes. Por ejemplo, la económica: ¿cuál es la relación acceso-consumo? Es decir, ¿tienen efecto el precio del alcohol, la cantidad de locales de venta, la edad mínima para poder comprar y otros factores sobre el consumo y sus consecuencias sociales?
En las adicciones, como en tantos problemas a los que se enfrenta la humanidad, no existen soluciones mágicas, pero sí existe el esfuerzo colectivo que seguramente nos llevará a encontrar soluciones.
American Psychiatric Association (APA) (2013). Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders. Washington DC: APA.
Chen, C. Y. y otros (2009). “Early-onset Drug Use and Risk for Drug Dependence Problems”. Addict Behav, 34(3): 319-322.
Koob, G. F. y otros (1997). “Opponent Process Model and Psychostimulant Addiction”. Pharmacol Biochem Be, 57(3): 513-521.
Lundahl, L. H. y Greenwald, M. K. (2015). “Effect of Oral THC Pretreatment on Marijuana Cue- induced Responses in Cannabis Dependent Volunteers”. Drug Alcohol Depend, 149: 187-193.
Park, K. y otros (2013). “Chronic Cocaine Dampens Dopamine Signaling during Cocaine Intoxication and Unbalances D1 over D2 Receptor Signaling”. J Neurosci, 33(40): 15827-15836.
Pautassi, R. y otros (2009). “Assessing Appetitive, Aversive, and Negative Ethanol-mediated Reinforcement through an Immature Rat Model”. Neurosci Biobehav Rev, 33(6): 953-974.
Pautassi, R. y otros (2010). “Genetic and Environmental Influences on Ethanol Consumption: Perspectives from Preclinical Research”. Alcohol Clin Exp Res, 34(6): 976-987.
Pautassi, R. y otros (2015). “Operant Self-administration of Ethanol in Infant Rats”. Physiol Behav, 148: 87-99.
Sullivan, R. J. y otros (2008). “Revealing the Paradox of Drug Reward in Human Evolution”. Proc Biol Sci, 275(1640): 1231-1241.
Volkow, N. D. y otros (2012). “Addiction Circuitry in the Human Brain”. Annu Rev Pharmacol Toxicol, 52: 321-336.