Parte 2

Parte 2

14min

Imagen de portada

A las nueve en punto la estática gris del televisor desaparece y empieza la cadena nacional. Una mujer está sentada sobre un sillón amarillo de dos cuerpos, ubicado estratégicamente en el medio del estudio televisivo. Lleva puesto un conjunto color crema con el escudo del Centro de Bienestar y el pelo rojo brillante atado en una trenza, que le cae sobre el hombro. Es exactamente tan joven como debe ser: no tanto como para parecer inexperta, lo suficiente como para despertar simpatía. Tiene los dientes muy blancos y muy parejos, y cada vez que el periodista sentado a su lado le hace una pregunta incisiva, sonríe con toda la cara, que se abre como una puerta antes de contestar. “¿Es segura la intervención?”, “Sí, segura”. “¿Los resultados son instantáneos?”, “Sí, instantáneos”.  

Cuando termina la ronda de preguntas, la mujer empieza con su presentación. La pantalla colgada de una de las paredes del estudio se ilumina y, en el centro, aparece la imagen 3D de un cerebro humano a escala desproporcionada. Mientras explica todo el proceso de la intervención, la mujer va señalando, una por una, las distintas zonas del cerebro que afectaría la operación.

—Piénselo como dos islas sin ningún puente, sin ninguna posibilidad de conexión entre sí —dice al final—. Nosotros estamos afuera y tenemos acceso a los dos lugares, pero nunca al mismo tiempo. Podemos pensar en el nombre de la persona, pero nada más. Podemos acordarnos de algo, pero no de alguien. 

Después de la presentación, pasan un montaje con distintos videos en donde se muestran a algunas personas que ya se sometieron a la intervención, los primeros voluntarios. Como la mujer, todos tienen los dientes muy blancos y muy parejos, y los muestran mientras aparecen frente a la cámara. La cortina musical del clip es un instrumental de piano como el que se escucharía en el ascensor de una película norteamericana. Tiene el tempo de una respiración tranquila —pretende relajar a los espectadores—, y Verónica, que se había ido inclinando progresivamente sobre la pantalla de la televisión —los ojos muy abiertos, los labios muy cerrados— se acuerda, de repente, de esa necesidad básica de aire: respira. 

Acto seguido, la imagen da un salto temporal para mostrar un momento previo a la intervención, una entrevista hecha en lo que parece ser el living de una casa. Un hombre, de unos treinta años, narra la muerte de su hermana mientras el entrevistador, fuera de cámara, le hace una cantidad innecesaria de preguntas morbosas. El espacio está pobremente iluminado y convierte la cara del hombre en algo opaco y casi sombrío. Responde como puede. Su discurso verborrágico tiene la particularidad de abrirse paso a la fuerza entre un llanto entrecortado, y entonces algunas palabras faltan, se parten al medio o se pierden, pero él nunca para ni retoma sus ausencias. En este sentido, la manera de hablar del hombre le recuerda a Verónica al cauce de un río tropical durante la temporada de lluvias: crece, se desborda, choca contra las puntas afiladas de las piedras, pero nunca se detiene. Su naturaleza es avanzar.

Verónica mira toda la escena horrorizada, pero no se decide a apagar el televisor porque nunca fue hermana y ese dolor, aunque la golpea, le resulta en última instancia ajeno. La cámara vuelve a hacer un corte. Pasaron dos semanas y el hombre responde, nuevamente, algunas de las mismas preguntas después del procedimiento. La música instrumental comienza a disminuir de forma progresiva y lo único que se escucha es su voz, clara, en la reverberación del ambiente. Es la primera vez que Verónica escucha a alguien intervenido y se da cuenta, incluso mientras está pasando, que la escena representa un punto de quiebre, cierta explosión de la que ya no va a poder volver atrás. Los momentos así son escasos en la vida, Verónica también sabe esto y pone toda su atención en lo que el hombre dice, en cómo lo dice y en lo que hacen sus manos mientras lo que dice es dicho de esa nueva manera, la suya. 

De la verborragia inicial ya no queda nada, el río es ahora una superficie de agua tranquila, un dique controlado por fuerzas externas. Alguien ha cerrado las compuertas: el cauce natural de la corriente se encuentra interrumpido, el hombre tropieza dentro de su mente. Dice “hermana”, dice “era enero”, pero no dice nada. Se sorprende, quiere llevar las palabras al mar, llenarlas de sentido, pero no puede, las compuertas siguen cerradas. Es por eso, piensa Verónica. Las palabras necesitan del cauce, el lenguaje es movimiento.

El hombre clava la mirada a lo lejos por encima de la cámara —tal vez en su entrevistador, tal vez en alguna mancha de humedad que quiebra el empapelado de la pared del estudio—. Se concentra mientras aprieta las manos a los costados y trata de seguir con su relato, la sorpresa inicial reemplazada primero por una resignación dolorosa, después por un alivio pasivo: “creo…”, dice, “creo que fue…”, dice, “terrible, sí, creo…”.

Cuando el video termina, la audiencia del programa aplaude y la mujer se levanta del sillón de dos cuerpos. Sonríe y, esta vez, su sonrisa no es el preámbulo a ninguna respuesta, sino el acto final. Mientras el periodista también se levanta y le da la mano en una despedida, la mujer mira a la cámara y continúa mostrando la simetría escalofriante de sus dientes. En la penumbra de su departamento, con los bordes del cuerpo apenas iluminados de forma intermitente por los estallidos de luz del televisor, Verónica también sonríe, en un acto reflejo. Su incisivo lateral izquierdo sobresale un poco y se inclina hacia adentro. La punta está rota desde aquella vez que se resbaló en la calle: desmayada sobre la vereda, había soñado con algo líquido, una especie de insecto que se escurría adentro de su cuerpo.  Cuando se despertó, tenía la boca llena de sangre.

Poco después del funeral de Julia, Verónica insistió en una mudanza inmediata. Por ese entonces, recorría las habitaciones de la casa como un zombi, con paso apagado y los ojos vidriosos, casi maniáticos, escrutando los rincones. A veces, le parecía que si era capaz de abrir una puerta lo suficientemente rápido iba a encontrarla del otro lado, esperándola. 

—No puedo quedarme más acá —le dijo un día a Pedro y, una semana después, embalaron todo y abandonaron el barrio. De los tres, Marina fue la única que se puso contenta. La casa nueva tenía una pileta en la terraza y ella siempre había querido una. "Para jugar a las sirenas", dijo, y después insistió en comprar un disfraz que se pudiera meter en el agua. 

El lugar era un PH antiguo, de techos altos y tres habitaciones con ventanales que daban a un patio rectangular, tapizado hasta arriba de todo con enredaderas: a la mañana temprano, el sol rebotaba entre las hojas y el aire se llenaba de tonalidades verdes. Lo habían conseguido, por un golpe de suerte, a través de un compañero de trabajo de Pedro que se mudaba a un lugar más chico. Apenas se los ofreció, les habló de las flores blancas. “Unas flores magníficas”, dijo, y nocturnas, que se abrían a la madrugada sobre las enredaderas del patio y desaparecían como por arte de magia un par de horas más tarde. A Verónica, la idea de convivir con algo que aparecía y desaparecía le daba escalofríos, pero no dijo nada.

El PH no tenía un solo detalle en común con su casa de antes, pero ni siquiera ahí pudo deshacerse de aquella sensación inicial que la había llevado a mudarse. Le parecía que Julia estaba en todas partes y cada vez le resultaba más difícil distinguir qué, de todo eso que la rodeaba, era cierto y qué no. Se contaba historias y se olvidaba cómo darles un final.  

Marina, silenciosa, empezó a mirarla desde lejos, asustada porque cada vez con más frecuencia la confundía con su hermana. La llamaba por su nombre y la vestía con su ropa, que nunca había podido tirar. Cruzaba los pasillos en puntas de pie tratando de atraer la menor atención posible y, cada vez que Verónica se le acercaba, hundía el pecho y juntaba los brazos como tratando de ocupar menos espacio, como si ocupar menos espacio pudiera volverla más invisible.

Pedro no sabía qué hacer, pero le parecía que el tiempo iba a ir aclarando las confusiones en las que Verónica se perdía. “Estrés postraumático”, decía, sin entender muy bien qué significaba ni cuáles eran sus efectos. Mientras tanto, trataba de no dejarla a solas con Marina, de actuar como un intermediario entre las dos, pero ese control mínimo era un placebo insuficiente, destinado al fracaso. Ella, por otro lado, empezó a replegarse sobre sí misma, igual que un animal de invierno que ingresa a las profundidades de una montaña para conciliar el sueño. La inundaba la sensación de que nada de lo que pudiese hacer en adelante con su vida iba a tener sentido. Pero no, el sentido no tenía nada que ver, la cuestión era otra. Las acciones, hacer cosas porque sí —salir a caminar, comer helado, construir barquitos de papel con las servilletas de los restaurantes— ya no le despertaba ningún deseo: se había quedado sin la maquinaria del movimiento. Todo adentro suyo era quietud y le parecía que esa sensación era total, que el estado de bienestar efervescente que se había pasado persiguiendo durante toda la vida era algo que, en adelante, solamente iba a existir afuera, lejos suyo y entre otra gente.  

Un día, se despertó temprano y supo que ya no podía seguir esperando. Las paredes del cuarto estaban llenas con esa luz blanca, casi transparente, que solamente existe entre las seis y las seis y media de la mañana durante el verano. A su lado, Pedro todavía dormía, y lo miró de costado. El aire seco que salía de su boca hacía el ruido de un fantasma y el pelo, oscuro, se desparramaba entre la almohada y el borde del colchón. Pensó en las primeras veces que lo había visto dormir, cuando apenas eran unos adolescentes escapándose de la mirada adulta, encontrándose en la oscuridad de habitaciones prestadas. Se acordó de cómo había deseado, entonces, poder estirar de alguna manera las horas, quedarse ahí por más tiempo. Pero acordarse de haber deseado no es desear. 

Se levantó y, haciendo el menor ruido posible, salió de la casa.

Algunos días después de la entrevista televisiva en la Cadena Nacional, Verónica sale de su departamento y camina hasta el Centro de Bienestar más cercano. La vereda está oscura de nuevo y solamente uno de los postes de luz, el de la esquina entre Godoy y avenida Sucre, parpadea alumbrando un par de baldosas sueltas y la punta verde de un tacho de basura. La noche siempre le despertó un miedo primitivo y heredado. En su mente, adopta la forma de un chico de cinco o seis años: eternamente descalzo, corre de la luz del baño a la de su habitación, perseguido por esa oscuridad que transforma los pasillos de la casa en un monstruo sin nombre.

Ahora, mientras Verónica cruza la avenida lenta y tambaleante, además del monstruo nocturno la acecha una sensación punzante. Algo parecido a una pregunta que no desemboca en ningún lugar, porque todas las respuestas se rompieron: el mar, como cualquier origen, es otra leyenda más. El para qué se necesitan avenidas, por ejemplo, o para qué semáforos, aunque la mayoría ya no funcione. De todo, los edificios son de lo que menos entiende. Esa arquitectura diseñada en función de albergar gente, tanta como sea posible, y ahora que ya no queda casi nadie para qué. ¿Cómo se le dice a la poca gente que queda que su mundo, ese mundo en el que crecieron y supieron ser más o menos felices, ya no sirve para nada? No que no lo sepan —cualquiera lo sabe—, pero decirlo, decir “este mundo no sirve”, decir “este mundo para qué”, es otra cosa.

Verónica solamente tiene que recorrer cinco cuadras más para llegar al Centro de Bienestar, pero las calles parecen estirarse como si estuvieran hechas de un material elástico. O por ahí no son las calles, piensa, sino su lentitud lo que las estira. Hubo un tiempo en el que caminar no la agotaba tan fácilmente, ni se sentía siempre tan liviana o a punto de caerse al piso. Hubo un tiempo, está segura, pero su cuerpo no tiene tanta memoria y ahora le cuesta acordarse de cómo era, convencerse de que fue cierto. Se siente, le parece, como si hubiese tomado prestado el cuerpo de un nene al que el mundo le queda grande porque no fue hecho a su medida. Tiene que balancear conscientemente los brazos, coordinar las piernas, encontrar ese punto de equilibrio justo en el que todo empieza a funcionar como una unidad.

Verónica llega al Centro de Bienestar. El lugar ya está cerrado y las luces apagadas, así que saca el celular y prende la linterna para poder ver a través del vidrio de la puerta. El vacío, la falta de gente, también vuelve a la ciudad silenciosa. Aunque no, no existe el espacio silente, piensa, son otros ruidos los que lo llenan. El de su estómago, por ejemplo. Del otro lado del vidrio, sobre una de las paredes, colgaron un afiche en donde se publicita la intervención. El hombre que había hablado sobre su hermana no aparece en ningún lado, pero sí está una de las mujeres: con los mismos dientes blancos y parejos que narró la muerte de su madre, sonríe ahora —estática— desde el afiche. A su izquierda, en un cartel aparte con los colores del gobierno, se lee: “Próximamente nueva Intervención Neurolingüística. Consulte en su Centro de Bienestar”. 

Verónica da un paso adelante y estira una mano hasta apoyarla sobre el vidrio de la puerta. La superficie, fresca, le devuelve un escalofrío que le recorre todo el brazo, pero no retrocede. En cambio, acerca el cuerpo un poco más y vuelve a clavar la mirada en la imagen de la mujer. Se concentra principalmente en los ojos, alargados y azules: busca los signos de la alegría recuperada, piensa en cómo será su vida ahora bajo los efectos de la intervención. 

La ubica, rápidamente, en una casa con jardín, tomando café (1,45 T) a la sombra de un roble grueso y arrugado. Le inventa un noviazgo esporádico, una familia numerosa, un trabajo tranquilo —tal vez en un vivero— y, antes de darse cuenta de lo que está haciendo, se permite el mismo juego para ella. Se ubica en un futuro hipotético después de la intervención, le abre la puerta a una fantasía personal: se imagina un mundo en el que Julia ya no le duele. Durante unos instantes, Verónica se abandona de lleno a ese pequeño desmayo hacia la felicidad. Sueña con la posibilidad de eliminar a su hija de forma permanente, de borrarla de todos los lugares que compartieron y en los que la vio crecer. 

De un momento a otro, un montaje de imágenes se le forma en la cabeza. Marina a los diez años —su voz infantil clara, el pelo largo peinado en dos trenzas asimétricas— haciendo la vertical contra la pared de su cuarto. Marina a los dieciséis —los ojos inmensos y el pelo suelto— yendo a la plaza con sus amigas. Marina a los veinticinco —la piel pálida, un poco azul— entendiendo que hay cosas que, una vez que se rompen, no se pueden arreglar. Marina a los cincuenta y ocho —el cuerpo afilado y los movimientos lentos— visitándola una vez por semana, preguntándole cómo era su vida cuando ella era joven. La visión dura apenas unos segundos, pero Verónica tiene la sensación de que eso —desaparecer tan drásticamente del mundo para aparecer en otro lugar— es el principio de la locura, otra vez. Como cuando Julia se murió y el mundo dejó de tener bordes precisos. Pedro repetía las palabras “estrés postraumático”, pero ella no entendía qué quería decirle, exactamente.

Ahora, vuelve a enfocar la mirada en la mujer del afiche y despega la mano de la puerta: sus bordes, borrosos, aparecen marcados sobre el vidrio oscuro.