Quienes afirman que producir alimentos es una tarea sencilla probablemente nunca lo intentaron. No importa si es en el balcón del departamento en el octavo piso o en el patio de un chalecito, los desafíos son más o menos los mismos: a veces las semillas no brotan, no todas las semillas que brotan continúan su crecimiento porque olvidamos regarlas y no todos los tomates zafan de que los bichos se los coman antes que nosotros.
Si bien comer una ensalada hecha con verduras cosechadas en casa es un privilegio que algunos nos podemos dar (y que, en muchos casos, vemos como un acto político), en un pasado no muy lejano labrar la tierra representaba el trabajo de la mayor parte de la población. Mientras el Rey y su séquito perseguían zorros en el bosque, el campesinado se dedicaba a cuidar de Sol a Sol los cultivos y animales de su parcela de tierra, en una rutina agotadora, arando el suelo para sacar las piedras, quitando los yuyos que competían por los nutrientes o arreando el ganado hacia lugares con más pasto.
Eran tiempos difíciles. Si no tocaba la suerte de vivir en un lugar con estabilidad climática y política, o dirigentes generosos, una variación en las lluvias de ese año podía significar un fracaso de la cosecha y una reducción en las reservas de alimentos (imagen que aún se puede observar en muchos países). Y si encima la mala suerte hacía que en la siguiente temporada apareciera una plaga de langostas, ahí la hambruna era cantada. Esta fue la realidad de muchísimas comunidades alrededor del mundo durante prolongados períodos de tiempo. De hecho, las hambrunas masivas fueron protagonistas de grandes migraciones en la historia. Una de las más conocidas ocurrió en Irlanda entre 1845 y 1849, cuando un hongo azotó los cultivos de papa y generó destrozos en la cosecha, dejando a millones sin alimentos, de los cuales un millón murió en el plazo de cinco años. Fue esta hambruna la que forzó a una parte importante de la población irlandesa a migrar hacia Estados Unidos, marcando para siempre la cultura de ambos países.
Durante la primera mitad del siglo XX, la explosión poblacional, las sucesivas guerras, las primeras crisis financieras y los fenómenos climáticos aún causaban grandes hambrunas. Fue así que en México, en los años ‘40, un agrónomo estadounidense llamado Norman Borlaug se vio desolado ante la pobreza de los campesinos mexicanos y la hambruna causada por una plaga de hongos a los cultivos de trigo y maíz, ambos importantes para las comunidades locales. Al observar esa situación, Norman puso manos a la obra y con mucha ciencia y maña desarrolló —en tan solo 3 años— una variedad de trigo resistente al hongo, logrando así duplicar la producción del cultivo y llevando a México a convertirse en un país exportador de granos por primera vez en su historia. Norman compartió sus conocimientos con varios otros países que andaban con el mismo quilombo (como Pakistán y la India), y así se ganó el apodo de ‘el padre de la Revolución Verde’. Por su contribución, recibió el Premio Nobel de la Paz en 1970.
Así, con el objetivo de reducir las hambrunas masivas a escala global, los científicos concentraron sus esfuerzos en mejorar un montón el rendimiento de unos pocos cultivos (como el maíz, el trigo, el arroz y la papa) para proveer alimentos de manera eficiente a la creciente población. Pero este camino tuvo su lado oscuro: depender de tan poquitos cultivos nos dejó muy vulnerables al ataque de plagas, como hierbas, insectos y hongos. A pesar de que los pesticidas y otras técnicas para el control de las plagas tienen muchísimos años de antigüedad, los viejos métodos no resultaban muy efectivos en el nuevo contexto de la agricultura, y la elevada toxicidad de algunos compuestos utilizados tradicionalmente (como la aplicación de nicotina, cobre, mercurio, arsénico y hasta plomo) empujó a los investigadores a desarrollar nuevos compuestos plaguicidas. Así, se hizo cada vez más claro que la única manera de mantener sin plagas a un campo enorme cultivado con una sola especie (como el maíz), era mediante la aplicación de pesticidas sintéticos.
El gran DDT
Mientras trabajaba en la empresa Geigy en 1939, el químico suizo Paul Hermann Müller descubrió que el compuesto dicloro-difenil-tricloroetano (más conocido como DDT), el cual tenía una inigualable capacidad de matar insectos. Fue así que se lo comenzó a utilizar como insecticida para controlar la malaria, la fiebre amarilla, la fiebre tifoidea y muchas otras infecciones causadas por insectos vectores como el mosquito (una motivación importante para el desarrollo del pesticida fue que durante los conflictos bélicos se morían más soldados yanquis por picadura de mosquitos que por la guerra en sí misma). Los efectos espectaculares que tuvo el DDT en la reducción de esas enfermedades en las poblaciones afectadas hicieron que Paul recibiera el Premio Nobel de Medicina en 1948. Y a pesar de ciertas preocupaciones por parte de algunos científicos, la nueva maravilla de la industria química moderna tuvo el visto bueno para ser comercializada libremente y ser utilizada en la agricultura y en las casas para el cuidado del jardín.
Pero la inquietud de aquellos científicos resultó estar bien fundada, ya que el uso masivo de un insecticida que mataba a todos los bichos podía generar un desequilibrio en los ecosistemas circundantes a las granjas, no sólo por matar a insectos que son beneficiosos para las actividades agrícolas (como los polinizadores), sino también por matar peces, aves y otras formas de vida que se alimentan de los insectos envenenados con DDT (por ejemplo, los huevos de las aves se hicieron más frágiles y se rompían cuando los empollaban).
Fue cuestión de tiempo para que surgiera una nueva generación de mosquitos resistentes al DDT y, con ellos, reaparecieron enfermedades supuestamente erradicadas. Además, tal como se había predicho, la aplicación masiva de DDT en las zonas rurales causó una disminución en la población de pajaritos, se contaminó el agua y se demostraron los efectos negativos a largo plazo sobre la salud humana debido a su amplio repertorio de efectos (carcinogenicidad, neurotoxicidad, disruptor endocrino y toxicidad hepática). A partir de la publicación de un libro escrito por la bióloga Rachel Carson en 1962 (‘La primavera silenciosa’, titulado así en referencia a que no se escuchaba más el canto de los pajaritos), donde denunciaba el desastre ecológico que estaba causando la generosa utilización del DDT, las consecuencias asociadas al uso de plaguicidas se convirtió en un tema de debate público. Al igual que el origen de la resistencia al pesticida, fue cuestión de tiempo para que el reclamo social resonara en la Casa Blanca y se tomaran medidas al respecto. Finalmente, el DDT se prohibió en los Estados Unidos en 1972.
Yerba mala
Pero como mencionamos anteriormente, los insectos y los hongos no son los únicos problemáticos. Quienes tienen la suerte de disfrutar de una huerta o de hacer jardinería en casa habrán notado que si hay muchos yuyos alrededor de las rosas o la lechuga, las plantitas pierden vitalidad. Esto se debe a que en la tierra hay una competencia feroz por los nutrientes, la luz y el agua entre las plantas, y generalmente las plantas que nos interesan tienen menos capacidades de pelear por lo que necesitan que los yuyos silvestres muy bien adaptados a las condiciones locales. Es por esto que las hierbas indeseadas en el jardín, en la huerta o en el campo reciben el nombre demonizante de malezas.
Las técnicas manuales de control de malezas son las más antiguas y prevalentes, como dar vuelta la tierra utilizando un arado o sacar los yuyos con la mano. Pero, aunque no parezca, el control químico tampoco es un fenómeno reciente y tenemos registros de su utilización en la Antigua Grecia hace 1200 años: la aplicación de sal y aceites al suelo fueron los primeros métodos utilizados. Pero el problema de estos era que dejaban inutilizable la tierra y perjudicaban el crecimiento del cultivo de interés tanto como el de la maleza en cuestión. Con el paso del tiempo se avanzó hacia técnicas más selectivas, como la aplicación de sulfatos y nitratos de cobre y plata. Y otra vez nos encontramos con un ‘pero’: había que usar una banda de estas sustancias para que la cosa marchase más o menos bien. Entre hambrunas y plagas, la agricultura se mantuvo más o menos igual hasta mediados del siglo XX, momento en que comenzó la era de los herbicidas sintéticos durante la Segunda Guerra Mundial, y en el plazo de unos 20 años se sintetizaron unos 100 compuestos matayuyos, incluyendo el ampliamente utilizado 2,4-D (que sigue en uso). A diferencia de los sulfatos y nitratos que se aplicaban en una cantidad de 2200 kilogramos por hectárea, los nuevos herbicidas requerían de solo unas decenas de kilos de ingrediente activo para la misma superficie. Pero, como no podía ser de otra manera, con el correr de los años muchos de estos herbicidas fueron prohibidos por ser inseguros desde el punto de vista tanto sanitario como ambiental.
Fue entonces cuando, en el corazón de la compañía Monsanto (en Estados Unidos), el científico John Franz redescubrió un potente herbicida que se patentó bajo la marca comercial Roundup® (ya había sido descubierto en los ‘50 por el investigador Henri Martin, pero como el compuesto no tenía ninguna aplicación farmacéutica de interés, lo dejaron pasar). Y ahora sí, estamos hablando del Glifosato.
A diferencia de otros herbicidas de amplio espectro y con una acción rápida por contacto (como el paraquat), el glifosato tiene la propiedad de ser absorbido a través de las hojas y los tallos de la planta y ser distribuido por todos los tejidos, donde inhibe la acción de una enzima específica de una ruta metabólica encargada de fabricar ciertos aminoácidos esenciales para el crecimiento y vida de esa planta, destruyendo su capacidad de regeneración y dejándola bien, bien muerta. Por este motivo, el glifosato se utilizó para matar las malezas antes de poner las semillas en la tierra y así despejar el camino para los cultivos de todo tipo. Así, el éxito rotundo del glifosato se tradujo en menores dolores de cabeza para los productores, mayor disponibilidad de alimentos y claras ganancias para Monsanto, por lo cual Franz se llenó de un montón de premios y distinciones.
R con R, Roundup Ready
Por supuesto, de inmediato resultó muy tentadora la idea de usar Glifosato para matar las malezas que crecían rápidamente en medio de los cultivos. Pero, debido a su elevada toxicidad para todas las plantas, una dosis pequeñísima no sólo elimina las malezas, sino que también daña los cultivos de interés. Por lo que se hizo necesario desarrollar algunas técnicas para intentar matar las malezas sin tocar los cultivos.
Durante la dorada década de los ‘90, momento en que aplicábamos la biotecnología para producir tabaco transgénico que se bancara las plagas, a alguien se le ocurrió la fantástica idea de desarrollar cultivos tolerantes al glifosato. Eso permitiría aplicar el glifosato en cualquier momento del crecimiento de las plantas y así olvidarse para siempre de las malezas. La estrella de estos cultivos fue sin lugar a dudas la soja RR (por Roundup Ready), desarrollada en colaboración entre Monsanto y Nidera con el fin de proveer proteínas de alta calidad a la pujante industria ganadera mundial que abastecía de carne a una población cada vez más demandante. También se sumó a esta ola exitosa el maíz (utilizado ampliamente para alimentar animales y para producir el jarabe de maíz alto en fructosa, rey de la industria de los alimentos ultraprocesados, también conocido como JMAF en las etiquetas de los alimentos), el algodón (para hacer un montón de ropa), la alfalfa (también para los animales) y la caña de azúcar (como otro ingrediente de la industria alimentaria y en algunos países también como biocombustible).
Así, en lugar de contratar a un experto para controlar las malezas mediante la utilización de múltiples y peligrosos herbicidas, la incorporación de los cultivos transgénicos tolerantes al glifosato hizo que, de repente, renegar con yuyos indeseados fuese cosa del pasado al simplificar todo el asunto a un solo producto. Pero la cosa se puso más interesante cuando al glifosato y a los transgénicos se les sumó una nueva tecnología que conformaría la Santísima Trinidad Agrícola de los productores de países como Estados Unidos, Argentina, Brasil y Canadá: la siembra directa en barbecho químico. Esto quiere decir que, en lugar de pasar el tractor con el arado y los discos varias veces por el campo para eliminar las malezas y dejar lista la tierra para sembrar las semillas (lo que se conocer como ‘barbecho mecánico’), se optó por dejar los residuos de la cosecha en el campo y aplicar herbicidas para matar las malezas un tiempo antes de realizar la siembra con máquinas que inyectan las semillas directamente en el suelo.
En el año 1985, el 80% de los herbicidas aplicados eran clasificados por la Organización Mundial de la Salud como ‘extremadamente tóxicos’ o ‘tóxicos’ (criterio establecido de acuerdo a la dosis letal media en animales de laboratorio, visualizados con una etiqueta roja y amarilla respectivamente). Pero 20 años después, la relación se invirtió y el 80% de los productos utilizados pasaron a ser ‘moderadamente peligrosos’ (de etiqueta azul) o de ‘poca peligrosidad’ (de etiqueta verde, grupo al que pertenece el glifosato). Así, debido a la utilización de la soja RR, el glifosato y la siembra directa con barbecho químico, se redujo la utilización de herbicidas tóxicos y de combustibles en el campo. Muchos se animaron a decir que la era dorada del control de los yuyos estaba asegurada con este paquete simple, económico, rentable, sustentable e increíblemente efectivo.
Pero la utilización del glifosato no se vio limitada a los cultivos transgénicos tolerantes al herbicida, sino que se extendió a todos los cultivos comerciales a gran escala como el trigo, la cebada cervecera, el girasol y el sorgo (aunque con otras técnicas de aplicación), tanto en Argentina como en el mundo. Así, con un volumen anual de producción de 720 mil toneladas, el glifosato se convirtió en el herbicida más utilizado de todo el mundo (actualmente, representa el 72% de todos los pesticidas aplicados a nivel mundial) y es considerado por muchas personas como ‘el herbicida ideal’, y como uno de esos descubrimientos increíbles que pasan una vez cada 100 años (como la penicilina).
Entonces, si el glifosato está tan bueno para matar las plagas a un bajo costo ambiental y sanitario, y encima aumenta el rendimiento y rentabilidad de los cultivos, ¿por qué tanto bardo con el herbicida en cuestión? ¿Hay algo que se nos pasó? ¿Realmente es tan inocuo como reportan las empresas que lo venden? ¿Cómo se hicieron los estudios? ¿Las investigaciones están libres de intereses?
La verdad de la milanesa de soja
La patente del Roundup Ready® expiró en el año 2000 y desde entonces su participación en el mercado internacional de los herbicidas fue disminuyendo a medida que otras empresas fabricaban sus propios plaguicidas basados en el glifosato, por lo que Monsanto −que en 2016 fue comprada por la farmacéutica Bayer− se fue convirtiendo poco a poco en una compañía de desarrollo biotecnológico de punta. Aún así, en Argentina continúa abasteciendo de glifosato al mercado local junto con Atanor y una enorme lista de empresas chinas, por lo cual incluso hoy su nombre no deja de estar atado a la polémica.
Probablemente, desde que se comenzó a comercializar, el glifosato tuvo sus detractores. Pero fue recién durante los últimos 10 años donde surgió una masa creciente de personas preocupadas por los efectos (potenciales o reales) supuestamente causados por la aplicación masiva del glifosato, tanto sobre el ambiente como sobre la Salud Pública. Movilizados por múltiples denuncias a Monsanto, particularmente denuncias por casos de cáncer debido a la exposición al glifosato, los movimientos sociales y políticos aseguran que nos encontramos viviendo en un experimento a gran escala. ¿Lo estamos?
Por un lado, es razonable suponer que es imposible que Monsanto haya podido realizar un estudio previo adecuado que evaluase el impacto ambiental y sanitario asociado a la aplicación de glifosato en millones de hectáreas y en tanta cantidad. Además, los estudios de toxicidad se realizan en laboratorios utilizando modelos animales y en condiciones completamente diferentes de las naturales, lo cual no significa que no sirvan, pero este hecho tiene implicancias para su alcance. Por otro lado, no son pocos los profesionales de la salud que denuncian un incremento en la incidencia de cáncer y malformaciones al nacer en las poblaciones de las zonas rurales, al mismo tiempo que algunas recientes investigaciones sugieren algunos mecanismos por los cuales esto podría ocurrir.
Sin embargo, en el sitio web oficial de Monsanto todo parece indicar que el glifosato es el bueno de la película y que todo es un malentendido o un típico caso de fake news, ya que “más de 40 años de uso seguro y más de 800 estudios demuestran la seguridad e inocuidad del herbicida”. Según el fabricante, el herbicida fue diseñado para inhibir una enzima que se encuentra en las plantas y no en los animales (así que zafamos), por lo que su riesgo para la salud humana es realmente bajo. Luego, argumentan que los exhaustivos estudios toxicológicos en animales demostraron que el glifosato no causa cáncer, ni defectos de nacimiento, ni daños en el ADN y que no tiene efectos sobre los sistemas nervioso e inmunológico, y que tampoco produce trastornos endocrinos o problemas reproductivos. Finalmente, cierran el testimonio asegurando que todos los organismos reguladores de los países, como la SENASA en Argentina o la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos, garantizan que los productos que se aprueban tienen una toxicidad aceptable, y que el glifosato fue clasificado en múltiples oportunidades como ‘prácticamente no tóxico’ o ‘de baja toxicidad’.
Entonces, ¿quién tiene la razón?
Para nivelar el debate y que todas las partes se puedan entender, es necesario comprender tres puntos importantísimos. El primero es que el glifosato no puede penetrar a través de las gruesas cutículas de las malezas por sí mismo, por lo que las preparaciones listas para aplicar están compuestas por otras sustancias que le facilitan el ingreso al glifosato al interior de la planta (como surfactantes y coadyuvantes, los cuales pueden tener una toxicidad más alta que el glifosato en sí mismo). Cabe aclarar que las pruebas de toxicidad del glifosato se realizan sólo con el principio activo y no con las formulaciones completas. El segundo es que generalmente el glifosato nunca es administrado a los cultivos de manera aislada, sino que se lo aplica en conjunto con otros herbicidas debido al desarrollo de resistencia por parte de malezas previamente sensibles (sí, otra vez). Además, en el cóctel se agregan insecticidas de conocida toxicidad para los animales. Para darse una idea, en Argentina se utilizan mezclas que a nivel nacional incluyen 34 productos herbicidas y 14 insecticidas en los cultivos que ocupan el 95% de la superficie agrícola del país (soja, maíz, trigo, sorgo, girasol y cebada). Algunos de estos pesticidas están prohibidos, como el endosulfán, pero siempre hay un mercado negro amigo al alcance. Y el tercer punto, aunque no menos importante, es que el glifosato, al ser degradado por los microorganismos del suelo, da lugar a su principal subproducto, el ácido aminometilfosfónico (AMPA), que también es sospechoso en todo este lío porque parece mostrar efectos negativos en los organismos. Así, tenemos un escenario complejo de uso a gran escala de preparados de glifosato (con sus coadyuvantes, surfactantes y compuestos secundarios como el AMPA) en conjunto con otros herbicidas e insecticidas, con efectos difíciles de predecir y que probablemente no sean simplemente la suma de los efectos individuales.
Ante todo este enredo, en el año 2009, el Poder Ejecutivo le pidió al CONICET que hiciera una evaluación exhaustiva de la evidencia científica respecto a los impactos ambientales y sanitarios del glifosato con la intención de aclarar un poco el panorama. Así quedó establecido un grupo interdisciplinario de científicos bajo el nombre de Comisión Nacional de Investigación sobre Agroquímicos, que publicó un informe largo y completo en donde concluyeron que “[…] bajo condiciones de uso responsable (entendiendo por ello la aplicación de dosis recomendadas y de acuerdo con buenas prácticas agrícolas) el glifosato y sus formulados implicarían un bajo riesgo para la salud humana o el ambiente”. Además, aclaraban que no habían encontrado ninguna relación sólida entre la exposición al glifosato y la incidencia de cáncer ni de otras enfermedades, salvo efectos irritativos en la piel de los trabajadores expuestos al producto, reconociendo que “[…] es difícil establecer una relación causa-efecto, debido a interacciones con agentes ambientales (generalmente mezclas de sustancias) y factores genéticos”. Este informe suele ser utilizado como fuente para hablar sobre el glifosato y sus conclusiones tienden a cerrar el debate. Sin embargo, desde entonces pasó mucha agua bajo el puente y los años continuaron arrojando luz entre la maleza.
Cancha embarrada
Como todo tema controversial importante, las conclusiones que exponen algunas de las partes involucradas no están motorizadas sólo por los hechos, sino también por intereses económicos e ideológicos, y sería muy inocente de nuestra parte creer que esta es la excepción. Varios de los estudios científicos publicados respecto de la toxicidad del glifosato fueron escritos por personas que representan los intereses de las compañías que venden el glifosato con el fin de facilitar el proceso de aprobación por parte de las agencias regulatorias. En estos estudios, los autores concluyen una y otra vez que el glifosato es seguro en niveles por debajo de los permitidos. Esto lo sabemos muy bien, no sólo por la declaración de conflictos de interés en los trabajos publicados, sino también por la liberación reciente de documentos que demostraban que Monsanto les pagó a científicos para escribir artículos que hablaran a favor de la seguridad del herbicida. Por el contrario, los estudios publicados por científicos independientes cuentan otra historia, incluso cuando es utilizado por debajo de los niveles permitidos, dando lugar a uno de los debates más calientes de la historia moderna. Cabe aclarar que cuando decimos toxicidad, nos referimos tanto a las poblaciones humanas fumigadas, como a los consumidores de los productos fumigados, y a los ecosistemas fumigados.
Tal como decía nuestro querido Carl Sagan, afirmaciones extraordinarias requieren de evidencias extraordinarias, y sobran evidencias para demostrar que las afirmaciones realizadas por los productores del glifosato respecto a su seguridad son, como mínimo, flojas de papeles. Pero hay que ser justos, en todo este lío una cosa es clara: la toxicidad aguda del glifosato (administrado individualmente sin los coadyuvantes) para el ser humano es baja y según este criterio está correcto clasificarlo como un plaguicida de baja peligrosidad, ya que se requieren de dosis de exposición muy altas para generar daños inmediatos o casi inmediatos. Esto coincide con, por ejemplo, la aparición observada de ciertas enfermedades dermatológicas y respiratorias después de las fumigaciones aéreas con el herbicida para eliminar las plantaciones de coca en Colombia, probablemente producto de la irritación causada por el preparado de glifosato y/o sus coadyuvantes. Pero la información respecto a la exposición a largo plazo a dosis bajas (o muy bajas), los daños al ADN y su potencial carcinógeno, la capacidad de causar alteraciones en el desarrollo embrionario, su neurotoxicidad y sus efectos negativos en la reproducción, es menos concluyente y bastante más espinosa.
Separar la paja del trigo siempre es un lío, pero en este caso podríamos comenzar haciendo una pregunta que es central en el debate: ¿el glifosato es específico a las células vegetales y no tiene ninguna capacidad de dañar a las células animales? Si el glifosato realmente afectase exclusivamente a las plantas mediante la intervención de una vía metabólica muy específica (la vía del ácido shikímico), entonces no deberíamos observar ninguna alteración en aquellos organismos que no son el blanco, pero la realidad es bastante diferente y contradice todo lo que lo que reportan sus fabricantes respecto a su seguridad.
Recientemente tuvo lugar una disputa enorme a raíz de un artículo publicado en el 2015 por la Agencia Internacional de Investigación del Cáncer (que depende de la Organización Mundial de la Salud), en donde se clasificó al glifosato como ‘probablemente cancerígeno para humanos’. El organismo dictaminó que, si bien la evidencia sobre la relación entre glifosato y cáncer en la vida real era algo limitada, los estudios experimentales demostraron que el glifosato puro y sus formulaciones pueden generar daño al ADN y causar cáncer, particularmente un tipo de cáncer que afecta al sistema inmunológico llamado Linfoma no-Hodgkin. Por supuesto, el gigante Monsanto se armó de coraje y respondió al comunicado de la agencia en cuestión, aludiendo que ya se había demostrado que el glifosato era seguro y que no había más nada que hablar. Lo cierto es que los estudios desarrollados por científicos independientes sobre los daños causados al ADN y su capacidad de causar cáncer siguen apareciendo por todos lados, y la evidencia del lobby pagado por Monsanto también, incluso a organismos que supuestamente deberían regular seriamente las sustancias a las que estamos expuestos, como la Agencia de Protección Ambiental de los Estados Unidos (que tuvo sesgos a la hora de elegir la evidencia a analizar).
Uno por uno
Pero esto no queda acá, ya que es posible rastrear artículos científicos que desmontan cada una de las afirmaciones sobre la seguridad del glifosato. Por ejemplo, se publicaron varios estudios que demostraron que las abejas alimentadas con una solución azucarada con glifosato sufren daños en el sistema nervioso central, los cuales se manifiestan a través del deterioro en su capacidad de aprender, memoria, orientación y capacidad de trasladar comida a la colonia, así como de alterar la composición de la flora intestinal, fundamental para el mantenimiento de la salud de las abejas. En mosquitos también se observaron alteraciones en sus capacidades de aprendizaje. Por suerte a nadie le importa que los mosquitos no se acuerden como picar por las noches, pero la exposición al glifosato parece brindarles resistencia a insecticidas, lo cual tiene implicancias epidemiológicas complicadas.
Algunas voces críticas dijeron que algunos estudios habrían sido mal diseñados y que no serían válidos porque la exposición de los animales al glifosato en el laboratorio era mayor que la que se encuentra normalmente en el ambiente. Si bien esta afirmación pudo ser parcialmente cierta para algunos de los trabajos, el hecho de que exista la evidencia de daño en animales es suficiente prueba para contradecir que los “más de 40 años de uso seguro y más de 800 estudios demuestran la seguridad e inocuidad del herbicida” porque, de entrada, el glifosato debería ser inocuo para los animales. Sin embargo, también tenemos evidencia reciente de que la ingesta crónica de glifosato a muy bajas dosis (lo que podría considerarse ‘condiciones reales’) tiene la capacidad de generar alteraciones en la estructura de los riñones y el hígado, incluso se pueden observar efectos en los hijos y los hijos de los hijos (efectos transgeneracionales a través de cambios epigenéticos). Otros también se quejan de que, a diferencia de estos modelos, nadie ingiere glifosato por vía oral, por lo que muchos se sorprenderán al saber que consumimos glifosato a través de los alimentos dada su persistencia y de que se ha detectado en muestras de sangre y orina (incluso en animales de compañía), aunque resulta difícil establecer la cantidad exacta debido a la variabilidad en los hábitos alimenticios.
Además, a diferencia de lo que se reporta, la vía del ácido shikímico también se encuentra en algunos hongos y bacterias, algunos de ellos miembros de la flamante comunidad que reside en las tripas de todos nosotros, la cual parece jugar un rol más importante del que pensábamos en el mantenimiento de nuestra salud (incluso la salud mental) y que se podría ver afectada por la exposición al glifosato que ingresa al tubo digestivo a través de la ingesta de alimentos. Esta nueva propuesta es novedosa y requiere de más estudio, pero ya es sabido que la alteración de la microflora intestinal (la disbiosis) está relacionada con múltiples enfermedades.
Ahora bien, abriendo el plano, si el glifosato es capaz de matar plantas y algunos hongos y bacterias, y además tiene efectos negativos sobre los animales, ¿cuál es el impacto total que tiene el glifosato sobre el ambiente?
Inicialmente se pensaba que el glifosato, al ser un pesticida biodegradable, no causaría impactos ambientales significativos, pero (¡otra vez!) los científicos independientes observaron ciertos hechos que los hicieron dudar de las afirmaciones de los fabricantes. Porque a pesar de que éstos decían que el tiempo de permanencia del glifosato en el suelo no era mayor a los 7 días y que era imposible que alcance las napas, los estudios demostraron que ese tiempo puede extenderse hasta un año y que, además, es factible que llegue a los cursos de agua a través del viento y las napas freáticas, particularmente si los suelos donde se aplica son ricos en óxidos de hierro y aluminio (es más, sabemos que en el Acuífero Guaraní hay glifosato). Básicamente, los potenciales problemas ambientales que puede causar el glifosato son varios, pero todos se resumen a lo mismo: la alteración de las redes tróficas (las relaciones entre los organismos, o quién se come a quién) y de los ecosistemas en su totalidad.
A diferencia de lo que estamos acostumbrados a ver y pensar en nuestro urbano cotidiano, en la naturaleza la diversidad es la norma y cada especie tiene un papel en el gran show de la evolución definido por millones de años de selección natural. Al matar las plantas y otros organismos como las algas, el glifosato destruye la fuente de alimento de muchos animales; al reducir las poblaciones de ciertos hongos y bacterias, el glifosato genera un desequilibrio en las poblaciones de descomponedores de la materia orgánica del suelo; y al causar alteraciones reproductivas, genéticas y comportamentales en los animales, el glifosato definitivamente se puede considerar como un actor importante en la desestabilización de cualquier ecosistema natural que se analice.
Pero eso no es todo, ya que al tener fósforo en su estructura química el glifosato puede sobrecargar los cuerpos de agua con ese nutriente, causando un deterioro general del ecosistema acuático. Si bien es normal que en el agua haya ciertas concentraciones de fósforo, la agricultura y la ganadería realizan aportes extra del nutriente a través de los fertilizantes fosforado y el estiércol de los animales. En este contexto, se ha comprobado que el glifosato es un factor más que acelera enormemente un proceso conocido como eutrofización. La lógica radica en que el exceso de nutrientes en el agua gatilla un aumento de la población de algas que aprovechan los nutrientes como el fósforo, pero cuando este crecimiento se torna muy grande (debido al exceso de nutrientes) el oxígeno disminuye muchísimo, causando la muerte de casi toda la vida acuática. Dadas estas condiciones también pueden proliferar las cianobacterias (por ejemplo, Microcystis aeruginosa), quienes son capaces de producir sustancias tóxicas no sólo para los animales sino también para el ser humano, alterando la calidad del agua.
¿Hacia dónde vamos?
A pesar de que el glifosato continúe siendo utilizado de manera masiva por los productores agrícolas, la era dorada de este herbicida está llegando a su fin y será cuestión de tiempo para que se regule o prohíba su uso de la misma manera que ocurrió con otros pesticidas en el pasado. Pero abandonar ‘uno de los mejores inventos del último siglo’ podría tener sus consecuencias al dejar a cientos de millones de hectáreas de cultivos desprotegidas ante las voraces malezas, por lo que una posibilidad que se baraja es reemplazar la molécula de glifosato por otra. Si ese es el camino que vamos a elegir (o que van a elegir por nosotros), debemos ser conscientes de que implica solamente cambiar de agente tóxico, ya que nadie nos asegura que el próximo pesticida será la posta, por lo que es imperativo que se realicen todas las pruebas necesarias para confirmar su inocuidad sobre el ambiente y la salud antes de que se apruebe su comercialización.
Existe otra alternativa que implica un camino más interesante y enriquecedor, aunque más difícil y desafiante. Aprendimos muchísimo sobre el funcionamiento de los ecosistemas y podemos aplicar los mismos principios ecológicos que gobiernan el equilibrio de la naturaleza para controlar las plagas en los campos, y de esa manera reducir un montón (y hasta eliminar) el uso de pesticidas. A algunas personas les parece descabellado intentar producir comida a gran escala mediante agroecología, pero antes de coincidir con esa afirmación no debemos olvidar la locura sin control en la que nos encontramos ahora. Además, la ciencia agroecológica está sistematizando y compilando prácticas muy efectivas que vienen siendo utilizadas alrededor del mundo desde hace muchísimos años, al mismo tiempo que demuestra que es posible producir suficiente cantidad de comida de buena calidad para todos. Estas prácticas, como la agroecología o la agricultura biológica, permiten la preservación y desarrollo de variedades locales, a la vez que impulsan el desarrollo de las economías regionales. Aún así, también existen otras alternativas que, a pesar de estar alineadas al modelo productivo prevalente, buscan mejorar las prácticas agrícola (incluyendo la aplicación de pesticidas).
Pero si nos animamos a continuar en ese tren de pensamiento, también podemos tomar la decisión de reflexionar sobre el sistema de producción de alimentos que hemos construido desde la Revolución Verde. La agricultura industrial dominante de Sudamérica, basada en cultivos transgénicos tolerantes al glifosato, está orientada a abastecer una industria alimentaria que nos enferma mientras destruye la naturaleza de la cual dependemos, destinando cientos de millones de hectáreas para producir maíz y soja, cuyo único propósito es engordar animales que consumimos en exceso (acá y en otras partes del mundo) y a generar los insumos necesarios para la fabricación de un sinfín de alimentos ultra-procesados (como el jarabe de maíz alto en fructosa o la lecitina de soja). Nos encontramos sumergidos en un sistema alimentario que, en lugar de ofrecernos alimentos saludables y amigables con el ambiente, nos seduce con alimentos insalubres que sabe que nuestros cerebros no pueden resistir (ricos en azúcar, grasa y sal), motorizando una epidemia de obesidad y diabetes que pone en jaque los sistemas de salud de todo los países del mundo, al mismo tiempo que socava los recursos naturales que sostienen la misma producción de alimentos. En ese sentido, con un cambio en la alimentación (aumentando la diversidad de alimentos y disminuyendo la cantidad de productos de origen animal) y una reducción de la pérdida de los alimentos a través de la cadena productiva, la agroecología a gran escala podría convertirse en un método confiable para satisfacer la enorme demanda actual de alimentos.
Un martillo puede ser usado tanto para poner un clavo en la pared y colgar un lindo cuadro, para construir maquinaria productiva o bien para darle en la cabeza a alguien, pero en definitiva está diseñado para golpear y es el humano que lo blande el que decide qué o quién será golpeado con eso. De la misma manera, el glifosato es una tecnología sin moral. El impacto ambiental y sanitario derivado de su utilización (y de su no utilización) depende únicamente de nosotros
La manera turbia con la que se manejó Monsanto respecto a la seguridad del herbicida y la emergente evidencia publicada por científicos independientes que contradice las afirmaciones del fabricante, parecen indicar que la regulación o prohibición del glifosato parezca la medida más racional y prudente. Por supuesto, existen miles de productores que se acostumbraron al dúo dinámico transgénicos-glifosato y abandonar el herbicida implicaría probablemente volver a utilizar antiguas mezclas de pesticidas más tóxicos, por lo que tenemos que ser precavidos con los pasos que demos en el futuro. Por lo pronto, debemos sacar la basura de debajo de la alfombra e informarnos sobre los daños potenciales que puede producir el glifosato, tanto los consumidores como los productores, como parte obligatoria de un debate mucho más grande que implica reconstruir un sistema agroalimentario. Tal vez sea tiempo de una nueva revolución.