De manera paralela a las modificaciones que ocurrían en el campo y la naturaleza, en los últimos sesenta años, las personas experimentaron cambios acelerados en la forma de vivir. Las máquinas modernas automatizaron aún más las tareas agrícolas y la necesidad de emplear mano de obra en el campo disminuyó enormemente, por lo que muchos salieron a buscar nuevas oportunidades laborales. Un flujo constante de personas abandonó las tranquilas y apacibles zonas rurales para adentrarse en el vibrante mundo de las ciudades. Los altos edificios, las calles bulliciosas y las luces brillantes parecían ofrecer un horizonte de posibilidades y un estilo de vida más moderno. Pero en la ciudad, el trabajo era muy diferente. Las personas comenzaron a pasar muchas horas paradas frente a máquinas haciendo tareas sencillas o sentadas delante de los escritorios, limitando su movimiento y actividad física. Los comercios y servicios de entrega a domicilio ofrecían una amplia disponibilidad de productos cerca del hogar, así que las largas caminatas ya no eran necesarias. Las personas comenzaron entonces a tener más dinero en el bolsillo, pero menos tiempo libre. La vida pausada y el contacto con la naturaleza fueron reemplazados por un entorno urbano frenético, lleno de apuro y estrés. Poco a poco la comida casera, preparada con ingredientes frescos y naturales, fue desplazada por opciones rápidas en los abundantes puestos de comida, y los flamantes supermercados ofrecían alimentos deliciosos y listos para comer dentro de paquetes muy convenientes y vistosos. Mientras en algunos rincones del mundo el flagelo del hambre iba desapareciendo, en otros horizontes se gestaba un fenómeno de proporciones opuestas. El ritmo acelerado de la vida en la ciudad, combinado con un cambio profundo en la manera de comer y moverse, se tradujo en una acumulación progresiva de grasa en los cuerpos, dando comienzo a una tendencia global que nunca se detuvo y que hoy representa el problema de salud pública más importante.
Este es un fenómeno reciente en la historia humana. No existe en las tribus cazadoras-recolectoras, y en los últimos 12.000 años estuvo limitado a algunos individuos de los estratos sociales privilegiados que vivían en la abundancia y la opulencia. Pero en la década de los 80 esto cambió, y cada vez más personas empezaron a tener exceso de grasa corporal. Entre 1975 y 2016, la proporción de adultos con obesidad en el mundo se triplicó, y alcanzó cifras tan elevadas como el 29% en Argentina, 37% en Estados Unidos, 23% en Francia, 31% en Egipto, y 32% en Nueva Zelanda. Más preocupante aún es la creciente prevalencia de obesidad infantil y adolescente en todo el mundo. Pero si bien el exceso de grasa representa un problema para la salud individual y colectiva, eso no quiere decir que la grasa por sí misma sea mala e indeseable. De hecho, la mayor parte de la grasa en nuestros cuerpos no sólo es inofensiva, sino saludable. En los adultos humanos sanos (incluidos los cazadores-recolectores), la grasa representa aproximadamente el 10-25% del peso corporal en el sexo masculino y el 15-30% en el sexo femenino. Esto nos convierte en el primate más gordo. En comparación, los chimpancés y los bonobos tienen sólo un 6% de grasa corporal cuando son adultos, un valor más bajo que el de los observados en atletas olímpicos. La mayor parte de la grasa corporal (alrededor del 90%) se almacena en las miles de células que se encuentran distribuidas debajo de la piel de muchas zonas, como los glúteos, senos, mejillas y muslos. El porcentaje restante se almacena en células de grasa que están dentro del abdomen y de los órganos, incluidos el corazón, el hígado y los músculos. La primera se llama grasa subcutánea y la segunda se llama grasa visceral, y ambas cumplen muchísimas funciones en el cuerpo, como la aislación térmica, la síntesis de hormonas y la protección de los órganos. Pero, como mencioné en el primer capítulo, su función más importante desde una perspectiva evolutiva es el almacenamiento de energía.
El problema con la acumulación de grasa comienza cuando el tejido adiposo sobrepasa el 31% del peso corporal de las personas de sexo femenino y más del 21% del peso de las personas de sexo masculino. Las células del tejido graso tienen la capacidad de inflarse como globos para acumular grasa y desinflarse cuando tienen que liberarla. Pero si crecen demasiado, se dañan y liberan ciertas señales químicas que atraen a las células del sistema inmunitario. Este fenómeno se llama inflamación y representa una respuesta natural del cuerpo cuando hay una lesión o una infección, como el moretón después de un golpe o la fiebre por una gripe. Sin embargo, la inflamación del tejido adiposo es diferente, porque el sistema inmune, en lugar de repararlo, lo daña aún más, y genera un círculo vicioso en el que las células grasas lesionadas atraen más células inmunitarias, lo cual empeora la situación. La acumulación excesiva de grasa y el mal funcionamiento del tejido adiposo puede tener consecuencias para la salud, como aumentar el riesgo de tener el azúcar en la sangre elevado, de que se tape una arteria del corazón o del cerebro, de que fallen los riñones, y de que se altere el funcionamiento del hígado. Curiosamente, el sistema inmune también se ve afectado, motivo por el cual las personas con obesidad tuvieron más riesgo de contraer una forma grave de COVID-19 durante la pandemia y de que las vacunas generaran un menor efecto protector. Si bien todas las células de grasa que están hinchadas son perjudiciales, las más dañinas son las que forman parte de la grasa visceral, debido a que son metabólicamente más activas y están conectadas directamente con el torrente sanguíneo. Esto es importante porque incluso algunas personas con apariencia delgada pueden tener grandes depósitos de grasa visceral y presentar los mismos problemas de salud que una persona con obesidad. De hecho, se estima que al menos dos tercios de la población mundial podría tener exceso de grasa.
Durante mucho tiempo se acusó de glotonas, flojas y faltas de voluntad a las personas con obesidad, pero hoy sabemos que la tendencia a acumular grasa y la predilección por la comodidad y el confort son desajustes evolutivos entre nuestra biología y el entorno en el que vivimos. A medida que las máquinas se adueñaban de tareas agotadoras en el campo y las fábricas, los humanos se liberaron de muchos trabajos forzosos. De la misma manera, también se redujo el esfuerzo para trasladarse y para realizar las tareas del hogar. Antes, el desplazamiento requería de largas caminatas o de la ayuda de los animales, pero hoy podemos recorrer ciudades enteras sentados en el interior de un auto o un colectivo. Hace medio siglo, para la mayoría de las personas el simple acto de lavar la ropa implicaba horas de intenso esfuerzo, pero ahora una máquina se encarga de ese trabajo. Diseñamos muebles donde estamos sentados gran parte del tiempo y sólo tenemos que realizar unos cuantos pasos al día para obtener nuestra comida. El aire acondicionado y la calefacción redujeron la cantidad de energía que gastan nuestros cuerpos para mantener estable su temperatura. Con nuestra biología perezosa a cuestas, diseñamos innumerables dispositivos que redujeron la cantidad de energía que gastamos para existir.
Pero, sorprendentemente, este profundo cambio en la forma de vivir no parece haber contribuido significativamente en la epidemia de obesidad. A pesar de que la actividad física se redujo considerablemente durante la primera mitad del siglo XX, el cuerpo de las personas, en lugar de engordar, prácticamente no cambió. Contrario a la creencia popular, los humanos quemamos aproximadamente la misma cantidad de calorías independientemente de cuánta actividad física hagamos. En un estudio revelador realizado por el equipo del antropólogo Herman Pontzer, en donde analizaron el gasto energético de casi 300 personas cazadoras-recolectoras y urbanas sedentarias, no encontraron diferencias en la cantidad de calorías gastadas a pesar de que los cazadores-recolectores se involucran en tareas extenuantes varias horas al día. Aún no se sabe cómo ni por qué ocurre esto, pero es probable que el organismo desvíe parte del presupuesto energético para realizar actividad física si hace falta, y que en ausencia de ella la energía sea destinada a otros procesos. Si bien el ejercicio regular y una vida activa son fundamentales para tener una buena salud por muchos otros motivos, es improbable que la inactividad física durante el siglo XX sea una causa central del surgimiento de la epidemia de obesidad. En los últimos años se realizaron incontables investigaciones para comprender el fenómeno de acumulación excesiva de grasa en los cuerpos, y se encontró que esta puede ser gatillada por muchísimos factores, como una infección con ciertos microorganismos, una reacción adversa medicamentosa, alteración del sueño y el descanso, exposición a sustancias químicas que rompen el funcionamiento normal del sistema hormonal, aumento del estrés e incluso por predisposición genética. A pesar de esta complejidad, la razón que explica la epidemia de obesidad es, sin lugar a dudas, que comemos más y consumimos alimentos muy diferentes de aquellos a los que nuestros organismos están adaptados.
Hasta las últimas décadas del siglo XIX, los primeros países que atravesaron la Revolución Industrial se enfrentaron al desafío de reducir la pobreza, la desnutrición y las infecciones para aumentar la productividad laboral y subirse al tren del desarrollo económico. Fue a principios del siglo XX cuando se realizaron varias investigaciones con el objetivo de mejorar la nutrición de las personas. En aquel momento no se sabía lo que sabemos hoy sobre nutrición humana, y el foco estaba puesto principalmente en aumentar la cantidad de calorías en la dieta. Ante la omnipresencia de las hambrunas, la forma más sencilla y barata de hacerlo fue mediante el agregado de azúcar y grasa a la alimentación habitual. Cuando se puso a prueba la idea, se observó que el crecimiento y el desarrollo de los niños pobres mejoraba, por lo que la suplementación energética se convirtió rápidamente en una estrategia clave para abordar la desnutrición y promover una mayor productividad industrial. Uno de los personajes que trabajó para mejorar la salud y la nutrición de la clase trabajadora como medio para impulsar la productividad económica fue el médico escocés John Boyd-Orr (premio Nobel de la Paz de 1949), quien se convirtió en el director fundador de la FAO en 1945. Boyd-Orr quería erradicar el hambre en el mundo, promover la alimentación equilibrada y estimular la agricultura sostenible, por lo que la FAO reflejó su visión desde el comienzo. Pero ante el estado de desnutrición prevalente en la época, la organización trabajó arduamente para aumentar la disponibilidad de alimentos que sirvieran como fuentes de calorías baratas. Es probable que este sea el motivo por el cual las innovaciones técnicas y tecnológicas no hayan llegado por igual a todos los cultivos. Las frutas, verduras, frutos secos, legumbres y muchísimos otros cultivos tradicionales de importancia local —como la quinoa, la lúcuma, la okra y el tarwi— no se incluyeron en la ola de la Revolución Verde. En su lugar, casi todo el crecimiento en la productividad de la agricultura provino de las mismas especies vegetales que se domesticaron durante la Revolución Agrícola, como el maíz, arroz, trigo, soja, girasol, palma, caña de azúcar, cebada, centeno, avena, papas y mandioca.La elección de estos cultivos se basó en diversas razones. La primera es que todos ellos pueden ser transformados en otros productos con gran contenido calórico y a un bajo costo mediante procesos industriales. El trigo se muele para hacer harina, el maíz se tritura para obtener sémola o polenta, el arroz se descascarilla y puede durar mucho tiempo, y el girasol se prensa para extraer el aceite. La segunda es que son relativamente fáciles de almacenar y transportar, lo que los hace adecuados para enviarlos en barcos a diferentes partes del mundo. La tercera es que algunos de ellos también se pueden convertir en otros productos, como alcohol al ser fermentados, o en carne, huevos y leche al dárselos a los animales. Todo esto contribuyó a que los cereales refinados, el azúcar, los aceites y los productos animales comenzaran a aparecer con más frecuencia en los platos de las personas, lo que aumentó la ingesta de calorías en todo el mundo. Entre 1960 y 2020, la disponibilidad diaria de calorías aumentó en un 31% (de 2200 a 2900 kcal/día), empujada principalmente por un incremento en la disponibilidad de grasas (de 61 a 87 gramos por día). Mientras que el tejido adiposo se acumulaba en los cuerpos, el número de personas con infartos en el corazón se disparó. Al observar esta tendencia, el médico Ancel Keys propuso que la ingesta de grasas saturadas, como las que se encuentran en los productos animales como la carne y la leche, debía ser la causa de los problemas de salud de la población. Después de investigar a unas 13.000 personas, de 7 países distintos y durante unos diez años, Keys encontró que aquellas poblaciones que consumían más de este tipo de grasas, a diferencia de otras que consumían grasas poliinsaturadas (como la de los aceites), tenían mayor prevalencia de infartos. Con estos resultados, en 1980 la Asociación Estadounidense del Corazón lanzó su famosa recomendación de reemplazar las grasas saturadas por las poliinsaturadas, tirando la alfombra para que ingresara al mercado la margarina como reemplazo de la manteca. Pero este producto, elaborado a partir de aceites vegetales, resultó ser mucho peor que las grasas saturadas, debido a que el proceso industrial mediante el cual se fabrica (la hidrogenación) induce la formación de las grasas trans. Incluso algunos gramos por día implican un considerable aumento de riesgo de infarto de corazón, accidente cerebrovascular, diabetes tipo 2 y cáncer. Actualmente, la margarina se está retirando del mercado en varios países del mundo.