Capítulo 3.1

Capitalismo 3.0

25min

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El capitalismo 3.0

En 1968 Philip Dick publicó ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, una novela sobre androides que se rebelan, inspirada en el test de Turing para distinguir una “inteligencia artificial” de una mente humana. La historia transcurre en una Tierra posnuclear, árida y vacía pero aún envuelta en la Guerra Fría. Rick Deckard es un empleado del Departamento de Policía de San Francisco encargado de cazar androides fugitivos. Su vida es un modelo de existencia capitalista 2.0, muy parecida a la que había llevado el propio Dick antes de escribir la novela: un trabajo alienante, una familia aburrida y aspiraciones consumistas insatisfechas. Deckard termina su trabajo y vuelve a casa.

 En 1982 se estrenó Blade Runner, adaptación cinematográfica de la novela de Dick. La polvorienta y despoblada San Francisco fue reemplazada por una Los Ángeles lluviosa, atiborrada de inmigrantes, mugre y carteles luminosos, apenas controlable por un gobierno reducido al mínimo ante las corporaciones. La URSS no existe, Deckard pasó a ser un freelancer sin familia y las identidades se volvieron híbridas e inciertas: el androide asesino adquiere humanidad, el cazador de androides se descubre no humano. Pero uno muere en silencio y el otro se escapa con su chica hacia ningún lado. No hay proyecto colectivo. Sólo queda cuidarse a uno mismo. 

Las diferencias entre la novela y la película ilustran los cambios que habían atravesado el capitalismo y su humanidad durante esos catorce años. Transformaciones tan evidentes que el propio Dick, con toda la paranoia de sus últimos años, estuvo de acuerdo con la adaptación. Pero no pudo verla: sus consumos farmoquímicos y crisis personales le pasaron factura y murió de un infarto tres meses antes del estreno. Blade Runner tuvo poca taquilla. Pertenecía más al futuro que al presente. O, como dijo alguien, abolió el futuro para mostrarlo como un presente continuo. El arte de la película, a cargo de Syd Mead, inspiró el ciberpunk. Cuando se reestrenó en 1991 fue un éxito.

También el capitalismo 2.1 murió lentamente desde 1968 para alumbrar una nueva versión en 1982, perfeccionada en 1991.

1968: el mundo ingobernable

El 31 de enero de 1968 el Vietcong aprovechó la celebración del Tet (el Año Nuevo lunar pero también una fecha patria) para lanzar un ataque sorpresa sobre las principales ciudades de Vietnam del Sur. La ofensiva le costó casi 60.000 bajas —contra las menos de 8000 que causó entre las tropas survietnamitas y estadounidenses—, pero demostró que el Frente Nacional de Liberación de Vietnam estaba dispuesto a abandonar la guerrilla rural para pasar al ataque. Y que Estados Unidos debería gastar muchos más recursos para participar en una guerra en la que esperaba dar un golpe definitivo sobre el Vietcong y luego retirarse del campo de batalla dignamente. El gobierno estadounidense ansiaba usar los 200.000 millones de dólares que estaba costando la guerra para construir por fin su propio welfare state. Hasta el conservador Richard Nixon podía decir: “Ahora todos somos keynesianos”. 

Para el resto del mundo el problema era que Estados Unidos debía sostener el patrón dólar y estaba quemando su dinero en una guerra imposible de ganar. Los países europeos empezaron a desconfiar del dólar y a reemplazarlo por oro en sus reservas. La cotización oficial del oro en Londres tambaleó, Estados Unidos envió metálico de sus reservas para mantenerla a USD 35 por onza hasta que pidió cesar las operaciones por dos semanas. En ese lapso el precio del oro se disparó y los europeos abrieron su propio mercado aurífero en Zurich, con cotización libre. Los especuladores aprovecharon la diferencia entre los precios oficial y libre mientras las reservas estadounidenses se desangraban. En 1971 Estados Unidos declaró la inconvertibilidad de su moneda, con lo que desligaba de la responsabilidad de cubrir con oro cada dólar que anduviera por el mundo. En 1973 abandonó el cambio fijo y las monedas del mundo comenzaron a flotar libremente en el mercado de divisas. Fue el fin del patrón dólar. 

La periferia del capitalismo 2.0 tenía guardada otra sorpresa. En octubre de 1973 Egipto y Siria atacaron a Israel con ayuda soviética, aprovechando la celebración de Yom Kippur (el Día de la Expiación, fecha festiva israelí). Estados Unidos envió ayuda a Israel. En represalia, los miembros árabes de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), dirigidos por el rey saudí —tan amigo de Estados Unidos como enemigo de Israel—, decidieron aumentar el precio del petróleo en una escalada que terminó en 1974 con tarifas cuatro veces más altas. Eso agravó la presión inflacionaria que el mundo sufría desde la crisis del dólar y amplió las oportunidades de especulación: las superganancias petroleras aumentaron la circulación global de dinero e inflaron los mercados financieros.

Las crisis del petróleo
Precio internacional del barril de petróleo crudo en el período 1945-2015.

La “crisis del petróleo” es señalada como el fin de los treinta años de crecimiento sostenido y bienestar social de la posguerra. Sin embargo, la escasez se superó, los beneficios petroleros permitieron financiar nuevas exploraciones en Canadá, el golfo de México y el Mar del Norte, y aún así los “treinta años gloriosos” no volvieron. Es más fácil endilgarles las penurias del mundo a unos codiciosos jeques con turbantes que identificar las fuerzas impersonales que transformaron el capitalismo global. El sistema monetario internacional venía crujiendo desde 1968; un geólogo contratado por Shell en 1956 había previsto que Estados Unidos alcanzaría el pico de sus reservas petroleras en 1971; y en 1972 un grupo de científicos del MIT proyectó que la tasa de crecimiento de la producción, el consumo y la población agotaría los recursos disponibles en menos de un siglo. A eso le siguió el “informe Charney” de 1979, la primera evaluación exhaustiva sobre el cambio climático mundial debido a las emisiones humanas de dióxido de carbono (aunque Exxon ya contaba con informes fidedignos al respecto desde 1977). La esperanza de que la energía atómica reemplazara al fósil fue herida de muerte en los accidentes nucleares de Three Miles Island (1979) y Chernobyl (1986). Italia y Austria se negaron a construir nuevas plantas nucleares; Alemania y Suecia se comprometieron a cerrar las viejas y volver al carbón. Los costos de la construcción y mantenimiento de las plantas crecieron aceleradamente, en parte, por las debilidades intrínsecas de la tecnología disponible; en parte, por las crecientes medidas de seguridad que establecieron las autoridades como respuesta a las protestas y temores sociales.

El capitalismo 2.1 estaba tirando humo por los cuatro costados y el hardware ambiental era sólo uno de ellos. Ya vimos que el capitalismo de posguerra se ordenó sobre tres grandes bases o capas de software:

  • Una hegemonía estadounidense para regular la circulación de capital y disciplinar a la periferia ([lmicharacter content="H"]).
  • Una transnacionalización del capital a partir de la expansión global de las empresas ([lmicharacter content="M"]).
  • Un acuerdo entre los Estados, el capital y el trabajo para garantizar la producción y consumo masivos ([lmicharacter content="I"]).

A partir de 1968-1974 cada uno de los vértices de ese orden se volvió ingobernable por la propia dinámica del capitalismo 2.1. Al decir de Giovanni Arrighi, se produjo una ingobernabilidad de la periferia, del trabajo y del capital. Veámoslos en ese orden.

Ingobernabilidad de la periferia

“La teoría de Mao Zedong llama a establecer bases revolucionarias rurales y a rodear las ciudades —dijo en 1965 Lin Biao, uno de los organizadores del Ejército de Liberación Popular chino—. A nivel mundial, Norteamérica y Europa pueden ser consideradas ‘las ciudades del mundo’, y Asia, África y América Latina, sus ‘zonas rurales’. De modo que la revolución mundial es también, en cierto sentido, el asedio rural de las ciudades”. China fue el verdadero subversivo global de la posguerra: denunció la convivencia entre la URSS y Estados Unidos, y apoyó a movimientos antimperialistas armados en todo el Tercer Mundo. La supremacía militar estadounidense no fue enfrentada por un poder imperial competitivo, sino por fuerzas locales periféricas que desafiaban la lógica militar convencional mediante la guerra de guerrillas. El resultado no fue una nueva hegemonía, sino un vacío de poder global. Ese desgobierno habilitó el recurso a las armas para dirimir cualquier conflicto dentro de la periferia, como las guerras tribales africanas o el crisol de guerras levantinas: Israel vs. los nacionalismos árabes vs. el panislamismo sunnita vs. Irán. El desgobierno de la periferia incluso llevó a que dictadores protegidos por Estados Unidos, como Saddam Hussein, Manuel Noriega o Leopoldo Galtieri, terminaran enfrentando a la potencia global por cuestiones de poder local. 

La ingobernabilidad de la periferia podría explicarse como la reacción de estos territorios a un orden global que los explotaba o los marginaba. Pero los territorios que mejor se insertaron al capitalismo 2.1 fueron igualmente perniciosos para la hegemonía estadounidense. Para los años 60 Japón y Alemania occidental habían desarrollado una industria civil más competitiva e innovadora que la estadounidense, especialmente en rubros como el electrónico o el automotriz (sus modelos económicos consumían menos combustible que los de Estados Unidos, y ganaron mercados durante la crisis del petróleo). Por su lado, los enclaves industriales asiáticos acapararon los mercados de bienes baratos. 

Así, los años 70 encontraron a Estados Unidos lidiando con la periferia en dos frentes: mientras redoblaba el gasto militar para detener las insurrecciones tercermundistas, perdía mercados globales, incluso su mercado interno, con la industria europea y asiática. Si reorientaba la inversión a la industria civil, menguaba su poder militar; si mantenía el gasto en defensa, perdía competitividad comercial. La salida fue desentenderse de sus responsabilidades hegemónicas y usar su poder imperial para defender su mercado nacional, como lo hizo con la inconvertibilidad del dólar o más tarde, al limitar las exportaciones de petróleo para mantener bajos los precios internos, agravando así la escasez global de combustible. Hasta la vista, baby, que el mundo se regule solo. 

Pero el mundo no se regula solo.

Ingobernabilidad del trabajo

El “bienestarismo” del capitalismo 2.1 era un conjunto de políticas orientadas a pacificar las relaciones de trabajo bajo el fordismo y redistribuir el ingreso para mantener un nivel de consumo. Se sostenían de un pacto entre el Estado, las grandes empresas y los sindicatos. Fue una política exitosa que terminó alterando lo que se proponía gobernar. Dentro del mercado de trabajo, el pleno empleo relajó la disciplina fordista y dio lugar a formas de resistencia cotidianas como el ausentismo, los paros sorpresa o una menor intensidad laboral. La “lucha de clases” se sostiene de un pivote elemental: a ningún ser humano le gusta trabajar para otro durante demasiado tiempo. Además, la homogenización y masificación laboral fomentaron la solidaridad en el lugar de trabajo: en plantas grandes de alta mecanización, como las automotrices, los operarios formaron comités por fuera de la representación sindical, reclamaron participación en las decisiones de producción y llegaron a tomar las fábricas. 

Por fuera del mercado laboral, sectores marginales como los subocupados, los inmigrantes, las minorías étnicas y sexuales y los universitarios sin salida laboral se vieron empoderados por el incremento del nivel de vida y la erosión de los valores tradicionales, la llamada “contracultura de los años 60”. Y ya no se resignaron a la marginalidad: pedían participar del ingreso nacional. El reflejo condicionado de los gobiernos democráticos fue extender nuevos beneficios a esos grupos y financiarlos con impuestos o emisión. Fue una paritaria invisible y constante que aumentó la conflictividad social, el déficit y la inflación, y disminuyó la productividad y las ganancias capitalistas. Y así se fue deslegitimando el rol del Estado de Bienestar como garante de paz entre el trabajo y el capital. Hasta que este último rompió el acuerdo.

Ingobernabilidad del capital

Conflictos, inflación, presión fiscal, baja productividad y caída de las ganancias. A mediados de los años 70 una fábrica del Primer Mundo parecía el último lugar en donde poner plata. Pero la propia crisis ofrecía dos salidas. Por un lado, la redes transnacionales tejidas desde la posguerra permitieron instalar una parte creciente de la producción en zonas periféricas con menores costos o regulaciones. Así, Toyota abrió una planta en Bernardo do Campo y Ford, otra en General Pacheco. Esta emigración del capital más adelante se llamaría offshoring. Por otro lado, el flujo de capital líquido que circulaba desde 1971 había incubado un mercado financiero global cada vez más grande, rendidor y dinámico. En 1972 se puso en marcha el International Monetary Market de Chicago, que negociaba bonos del tesoro a diez años. Nacían los “mercados de futuros”, una vieja práctica informal ahora convertida en instrumento financiero legal. 

El offshoring y la financiarización le permitieron al capital transnacional liberarse de las regulaciones de posguerra hasta convertirse él mismo en el regulador global del flujo tecnofinanciero y distribuir el crédito, la producción y el consumo por el mundo. Se lo llama “mercado” pero, si bien mantiene o replica algunas instancias mercantiles, los mecanismos antimercado del capital 2.0 siguen intactos: concentración, internalización, homogenización. Durante los años 70, el capital se dio el lujo de violar varias “leyes del mercado”: no aumentó la demanda de trabajo aun con salarios decrecientes por la inflación, ni bajó los precios aun con demanda decreciente por la recesión. Esa conducta atípica se llamó “estanflación”, estancamiento con inflación, algo impensable para los economistas del capitalismo 1.0, pero totalmente posible en un capitalismo que absorbió todo mercado y rebasó toda regulación externa a sí mismo. Por otro lado, ya vimos que con la transnacionalización, las industrias electrónica y automotriz operaban en mercados oligopólicos y competían no tanto por ofrecer el precio más bajo, como el bien más innovador y diferenciado. 

“Ahora todos somos keynesianos”, había dicho Nixon al principio de la crisis. Era la versión abreviada de una frase de Milton Friedman, el más popular adversario del keynesianismo, que en 1966 escribió: “En un sentido, ahora todos somos keynesianos; en otro, ya nadie lo es”. En efecto, el sistema de Bretton Woods no desapareció: sus instituciones se mantuvieron, incluso crecieron en funciones; el patrón oro no retornó, el dólar siguió siendo la divisa más importante; los Estados conservaron sus instrumentos de política económica; y Estados Unidos siguió siendo una potencia sin rival. Pero todo eso se reconfiguró alrededor de un capital transnacional incubado por el capitalismo 2.1 y emancipado por su crisis.

1982: el capitalismo 3.0

En 1982 Margaret Thatcher podía respirar aliviada: la victoria británica en la Guerra de las Malvinas había aumentado su popularidad luego de tres años de ajustes drásticos y protestas no atendidas. Al año siguiente logró ser reelecta. Y ya no estaba sola: Helmuth Kohl en Alemania y, sobre todo, Ronald Reagan en Estados Unidos aplicaron políticas parecidas, por no hablar de las reformas que Deng Xiaoping venía haciendo en China. Incluso gobiernos de centroizquierda como François Mitterrand en Francia, Felipe González en España o Roger Douglas en Nueva Zelanda abandonaron el keynesianismo y aplicaron medidas más o menos similares, con las diferencias del caso (cruel y sobreactuado en los países anglosajones, negociado y gradualista en Europa occidental). Las medidas se pueden sintetizar en cuatro:

  • Desempleo para reducir los salarios y disciplinar el trabajo.
  • Reducción del gasto público para estabilizar la moneda.
  • Privatización de empresas y servicios públicos.
  • Desregulación y reducción de impuestos para incentivar la inversión.

Esa fue la nueva gobernabilidad del capitalismo 3.0. Por disruptiva que parezca respecto a la política económica 2.1, no buscaba transformar al capitalismo, sino gestionar su crisis y adaptarse a las transformaciones ya en curso del capital. Fue alinear a las políticas ([lmicharacter content="I"]) con las nuevas formas de negocios ([lmicharacter content="M"]). El instrumental antimercado heredado del keynesianismo se mantuvo, el Estado no redujo sus funciones, sólo las reorientó. La distribución del ingreso ahora iba hacia arriba: buscaba estimular la inversión mediante impuestos regresivos o desregulaciones que descargaban los costos sobre el resto de la sociedad. Si el capitalismo 2.1 apuntaba a insuflar la demanda masiva, el capitalismo 3.0 operaba por el lado de la oferta, creando incentivos para que el flujo de capital liberado aterrizara por un rato en algún hardware local abierto y flexible. En 1986 el distrito financiero de Londres levantó sus restricciones y se transformó en un enclave financiero global.

Medidas con la vara del capitalismo 2.1, estas políticas no parecían exitosas: controlaron la inflación a costa de desempleo, se desindustrializaron y no recuperaron las tasas de crecimiento anteriores. Pero sus metas eran otras. A corto plazo, disciplinar a la sociedad enfriando el salario y el gasto público. A largo plazo, se buscaba moldear un nuevo tipo de ser humano, distinto del trabajador y consumidor homogéneo y masificado del capitalismo 2.0, que sólo funcionaba en ecosistemas cerrados y disciplinarios como el colegio, el ejército, la fábrica y, eventualmente, la cárcel. Había que pasar del Deckard del 68 al del 82. Para entender esa meta hay que retroceder hasta los orígenes del “neoliberalismo” en plena crisis del 30.

Neoliberalismo

En 1938, entre guerras, intervencionismo estatal, comunismos y fascismos, un puñado de intelectuales y dirigentes liberales se reunió en el Coloquio Lippmann de París. Buscaban pensar un liberalismo de batalla en medio de ese entorno hostil. El filósofo Alexander Rüstow propuso llamarlo “neoliberalismo”. A la conferencia asistieron, entre otros, Ludwig von Mises, Friedrich Hayek y el epónimo Walter Lippmann, un periodista y funcionario estadounidense cuyo prestigio congregó a los demás. Lippmann consideraba que la humanidad evoluciona más lentamente que el parque tecnológico y los flujos de información que la rodean, y propuso solucionarlo mediante un ecosistema de instituciones que la readaptara al nuevo entorno capitalista. Ese proyecto era pensable porque el capitalismo 2.0 estaba homogeneizando y absorbiendo la vida humana al punto de mercantilizar instancias antes impensables, por ejemplo, la imaginación y las aspiraciones mediante la publicidad. Lippmann entendía perfectamente que esa mercantilización era posible por artificios antimercado como la ley y el Estado, incluso proponía preservar del mercado a la educación y los recursos naturales para mejorar el funcionamiento del capitalismo. El neoliberalismo no nació como una escuela de pensamiento económico, sino como un proyecto político: buscaba actuar desde la capa de instituciones [[lmicharacter content="I"]] para gobernar las capas de tecnologías y mercados [[lmicharacter content="M"]-[lmicharacter content="T"]].

Si para el liberalismo clásico el mercado era una institución natural que brotaba espontáneamente de la conducta humana, para el neoliberalismo el mercado es un artificio que debe imponerse a fuerza de leyes y reformas hasta moldear la conducta humana. Al Coloquio Lippmann le siguieron varios think tanks de posguerra que fueron influyendo a las élites y reuniendo a una fauna diversa (los austríacos y su sistema de precios como única fuente de certeza, la Escuela de Chicago y su “capital humano”, Peter Drucker y su “economía del conocimiento”). A nivel político, fue un software coherente en sus fines pero precario, casi experimental en sus medios: los gobiernos de los años 80 aplicaron políticas eclécticas, obrando por ensayo y error, y apuntalándolas con fuerzas antimercado como el militarismo o el conservadurismo cultural. Su saldo fue esencialmente destructivo: desinstalar las principales instituciones de la sociedad fordista, desregular mercados, achicar el Estado, quebrar sindicatos. Esa intemperie iba pariendo a un nuevo ser humano, atomizado, flexible, mercantilizado hasta el tuétano, responsable pero no inscripto en ningún lugar fijo del proceso productivo ni de las identidades masivas.

Posfordismo

El consumo masivo que había incubado el capitalismo 2.0 se fragmentó y volatilizó con la recesión y la desigualdad de ingresos. Los ciclos de negocios se hicieron más cortos y los consumidores, menos previsibles. El diseño tomó prioridad sobre la producción, y la personalización, sobre la escala. Henry Ford decía que “Usted puede elegir el color de su Ford T siempre y cuando sea negro”. Esa prepotencia de la oferta masiva no iba más: había que ofrecer distintos diseños a distintos tipos de consumidores. Muchas empresas se adaptaron pasando de la línea de producción unidimensional del fordismo (producir un bien en series largas) a minilíneas multidimensionales (producir varios tipos de bienes en series cortas), redistribuyendo el trabajo en grupos con ritmos y tareas flexibles. Una de las pioneras fue la planta de Volvo de Kalmar, Suecia, construida en 1974 alrededor de una cadena de montaje fragmentada. Pero Volvo intentaba reducir el ausentismo en un rígido sistema nacional de salarios y el experimento no anduvo. Japón estaba mejor preparado para el nuevo contexto. Al final de la guerra, el imperio japonés no estaba en condiciones de instalar el capitalismo 2.1 sin más: sus recursos y mercados estaban destruidos, y su cultura empresarial era más paternalista que liberal. Así que reemplazó al bienestarismo estatal por un sistema de adscripción corporativa: el trabajador entraba a la firma a los 16 años, ascendía y se jubilaba allí, mediante un sistema de capitalización individual. En 1947 Taiichi Ohno, jefe de máquinas de Toyota, reorganizó a los pocos operarios calificados que tenía en islotes con tareas flexibles que trabajaran con los insumos y tiempos justos: “Dejá que el flujo administre el proceso —decía—, no que los administradores controlen el flujo”. Con la crisis del fordismo, el “toyotismo” pasó de ser una estrategia de supervivencia local a un modelo global (mal) imitado en Occidente: flexibilización laboral sin empleo de por vida. En todos los casos se trataba de innovaciones organizacionales para mantener la masividad de la oferta pero con capacidad para diferenciar los bienes en relación a pautas técnicas y culturales diversas.

De manera paralela pero convergente a ese nuevo software empresarial, entre 1968 y 1974 se produjeron una serie de innovaciones tecnológicas cruciales dentro y fuera del mercado. Por fuera del mercado surgió internet. La Segunda Guerra Mundial había demostrado la importancia estratégica de las computadoras. Eran aparatos como la Elliott 152 o la ENIAC, que podían pesar una tonelada y sólo estaban disponibles para uso militar o laboratorios universitarios. Pero era necesario que intercambiaran información. En 1958 el gobierno estadounidense creó la Advanced Research Projects Agency (ARPA), parte del complejo militar industrial, lo más parecido a la planificación que tuvo el capitalismo 2.0 en Estados Unidos. En el marco de ARPA, en 1969 Lawrence Roberts y Leonard Kleinrock lograron comunicar dos computadoras mediante una línea telefónica y un módem. La red se llamó ARPANET y para 1973 ya conectaba treinta instituciones distintas. Al año siguiente Bob Kahn y Vint Cerf crearon el protocolo TCP/IP para estandarizar el lenguaje de la red. Con el crecimiento, aparecieron innovaciones que facilitaron la comunicación, como el email o el Domain Name System (DNS). Para 1987 ya había 30.000 usuarios de internet —como se la llamó desde 1981— pero todavía no tenía escala para hacer negocios. 

Con un pie adentro y otro afuera del mercado, en 1973 Stanley Cohen, Paul Berg y Herbert Boyer transfirieron el gen de una rana a una célula bacteriana, la Escherichia Coli. El mutante logró sobrevivir. Fue la génesis de los OGM: organismos genéticamente modificados. El siguiente salto relevante en la historia de los OGM fue un ratón; y en 1982, la insulina. La larga historia de la biotecnología, que había permitido a los hombres contar con bacterias, microbios y gusanos para producir pan, queso y vino, ahora entraba a la era informática. La “naturaleza” se redujo a biología; y la biología, a datos. Desde ese momento, la “vida” compartiría las vicisitudes de todos los datos: decodificación, publicación (o no), acumulación, edición. Y comercialización. El hardware se iba haciendo software. 

Ya plenamente dentro del mercado, surgieron la robótica y la microelectrónica. En 1969 General Motors presentó el Modicon, el primer controlador lógico programable que dio pie a la automatización de la producción industrial. Y en 1971 Intel lanzó el primer microprocesador. Tenía 4 bits. El modelo del año siguiente tenía 8. El de 1978 tenía 16. Comenzaba la exponencialidad que se conocería como “ley de Moore”. Un microprocesador de 8 bits fue la base de la Altair 8800 de 1974, la primera computadora personal de venta masiva, cuyo software daría inicio a Microsoft. Con todo, el campeón electrónico siguió siendo Japón. Dos ejemplos musicales. Uno: el sintetizador Yamaha DX7, barato, digital y polifónico, determinó el sonido de la música popular de los 80, desde Depeche Mode hasta Los Ángeles Azules. Otro: el compact disc. Entre 1979 y 1980 la japonesa Sony y la holandesa Philips se sentaron a negociar el largo industrial estándar del disco compacto de audio y los japoneses impusieron una extensión de 74 minutos. El director de Sony, Akio Morita, adujo que esa era la duración de la versión canónica de la 9ª sinfonía de Beethoven dirigida por Wilhelm Furtwängler en 1951, que ocupaba tres caras de un longplay de vinilo. A Morita lo asesoraba su amigo, el director de orquesta Herbert von Karajan. La realidad es que Philips contaba con una fábrica capaz de producir discos de 11,5 cm y Sony le quitó esa ventaja comparativa al imponer un disco de 12 cm. En abril de 1981 Morita y Karajan presentaron el nuevo formato con un registro de la Sinfonía alpina, de Richard Strauss. Duraba 51 minutos. Morita reía.

Industria 3.0

El cuadrilátero que se definió entre la microelectrónica, la robotización, la informática y las telecomunicaciones constituyó un ecosistema coherente, transversal y capaz de acumular habilidades. Era la industria 3.0. Una respuesta a las transformaciones y necesidades abiertas por la crisis del capitalismo 2.1. Recordémoslas: segmentación de los mercados, crisis energética, indisciplina laboral y offshoring. En primer lugar, las máquinas CNC (de Control Numérico Computarizado) permitían ajustar la producción a series cortas de bienes diferenciados. En segundo lugar, requería menos materias primas o insumos más baratos: un circuito integrado es básicamente arena con muchísimo valor agregado, la microelectrónica consumía menos energía fósil que la mecánica, una fibra óptica de 1 cm de diámetro tiene más prestaciones y menos costos de producción y mantenimiento que un cable coaxil de 50 cm de diámetro. Entre las fuentes de energía que se ahorraban estaba el trabajo. La microelectrónica permitió el desarrollo de sistemas para automatizar la producción (Computer-Aided Manufacturing, o CAM), las ventas (Business Systems Integration) y el diseño (Computer-Aided Design, o CAD). La importancia que perdían los insumos y el trabajo la ganaban la ciencia y la tecnología, ahora subordinadas y subsumidas por el capital.

Conviene recordar que estas innovaciones se concentraban en sectores de punta y convivían con sistemas fordistas y prefordistas. Y no reemplazaban trabajadores, sino tareas: afectaron más al trabajo administrativo y manual calificado que al trabajo profesional y el manual no calificado. El efecto fue una segmentación entre trabajadores reducidos a un nuevo taylorismo por la simplificación de sus tareas, trabajadores recalificados por las nuevas tecnologías, y trabajadores de logística y mantenimiento muchas veces subcontratados. Esta heterogénea escala salarial quebró la solidaridad en el lugar de trabajo. La mano de obra excedente se acomodó en el sector servicios, generalmente flexibilizada, o se estancó en el desempleo estructural. Los desocupados dejaron de funcionar como reserva de trabajo para constituir una masa marginal sin lugar en el proceso productivo. El capitalismo 3.0 podía funcionar con un puñado de empleados bien pagados en las grandes firmas y una masa de subempleados en la calle que no competían por esos empleos. 

La industria 3.0 también coadyuvó al offshoring permitiendo una mayor descentralización del proceso productivo sin necesidad de transferir conocimientos ni decisiones a la periferia. La casa matriz de una textil podía programar sus sistemas CAD o CAM y enviarlos vía satélite a una factoría semiautomatizada en Asia o América Latina. Esas terminales periféricas también funcionaban de búfer para cualquier ajuste antes de afectar a los empleados de la casa matriz. Por su parte, la periferia que quisiera integrarse a una cadena de valor debería importar tecnología del centro. Pero las economías periféricas tenían un margen de acción y el uso que hicieron de él marcó la diferencia. Por un lado, México no lo aprovechó: con su enclave de maquiladoras (ensambladoras extranjeras libres de impuestos) ya integrado a la economía nacional, ingresó a la producción de hardware por decisión de las casas matrices estadounidenses. Por otro lado, países como Taiwán o Corea del Sur subsidiaron líneas específicas de manufacturas exportables para estimular la productividad e innovación. O China, que en plenas reformas de apertura, seleccionaba y regulaba estratégicamente el ingreso de capitales extranjeros. Otra ventaja de las economías asiáticas era que, al no haber tenido bienestarismo ni fordismo de ningún tipo, contaban con menos obstáculos para instalar el capitalismo 3.0. Pasaron directamente del taylorismo al posfordismo, casi fueron su laboratorio. Para el resto de la periferia, desde Nigeria a Paraguay, la llegada del neoliberalismo fue más traumática: luego de aprovechar el flujo financiero de los 70, debieron refinanciar sus deudas en los 80 y acudieron al FMI, que impuso sus célebres planes de ajuste estructural.

Si hubo un lugar en el mundo que no pudo instalar el nuevo software, ese fue la URSS. El bloque socialista nació y creció enfrente del capitalismo 2.1 y pudo competir con él empleando sus propias herramientas: escala, planificación, masificación, homogenización. La URSS nunca estuvo fuera de los circuitos globales: Stalin contrató técnicos de General Motors para construir la fábrica de automóviles Molotov y en 1974 Coca-Cola instaló una planta en Novorossiysk. El modelo de planificación centralizada logró el desarrollo de los países más atrasados del bloque, como Yugoslavia y Rumania, pero el conjunto de los países socialistas creció menos que el de los países capitalistas. Y la crisis de la industria 2.0 la afectó: entre 1970 y 1975 la tasa de crecimiento soviético fue del 3 %; entre 1975 y 1980, del 1,9 %. El estancamiento comunista se maquilló con petróleo. La crisis de la OPEP encontró a la URSS con 50 nuevos pozos petroleros, lista para primarizar sus exportaciones. La Rusia de Brezhnev terminaba ocupando el mismo lugar en el mundo que la de Nicolás II: exportadora de materias primas e importadora de tecnología. La intoxicación petrolera fue la excusa para aplazar toda reforma económica, incluso revertir las reformas de los años 60. El capitalismo pudo adaptarse a la crisis de la industria 2.0 mediante desregulación, desempleo y transnacionalización; el socialismo, no. Ni siquiera la vieja planificación 2.1 funcionaba bien, si tenemos en cuenta que el proyecto de “internet soviética”, el OGAS, fue boicoteado por facciones de la burocracia.

Pero la dependencia de la URSS le impedía darle la espalda al nuevo mundo por mucho tiempo. Cuando el precio del petróleo cayó, las ineficiencias de la economía soviética se habían acumulado y agravado. El intento reformista de Gorbachov llegó demasiado tarde. Y no operaba sobre un socialismo abstracto, sino sobre un hardware periférico y dependiente de un mundo que estaba cambiando radicalmente. La URSS cargaba demasiada historia, demasiadas expectativas, un sistema demasiado aclimatado en otro mundo como para adaptarse dulcemente. Paradójicamente, China, con una economía muchísimo menos desarrollada y arrasada por veinticinco años de experimentos maoístas, estaba mejor preparada para resetearse: su socialismo nunca había sido planificado, el caos y la destrucción habían hecho de cada chino un emprendedor de la supervivencia; y del Partido Comunista, una élite pragmática y adaptativa. Desde 1978 decidió liberar esas fuerzas gradualmente a los flujos del mercado.

Referencias

Arrighi, G. (1987). Una crisis de hegemonía. En: AA.VV. Dinámica de la crisis global. México: Siglo XXI.  

Astarita, R. (1991). La crisis de la Unión Soviética. Realidad económica (102), 41-61.

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