Capítulo 4.1

Capitalismo 4.0

70min

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Capitalismo 4.0

En las vísperas del siglo XXI comenzó a circular una alerta: los sistemas informáticos no estaban preparados para el cambio de fecha. Muchos microprocesadores empleaban sólo dos dígitos para consignar el año, de manera que luego del 31 de diciembre de 1999 pasarían al 1° de enero de 1900. El efecto multiplicador del error en sistemas operativos y bases de datos podía ser enorme: cajeros automáticos, cuentas bancarias, sistemas de comunicación, redes eléctricas, torres de control aeronáutico y centrales nucleares. Se lo llamó “efecto Y2K” (year 2000). Los gobiernos y las empresas invirtieron alrededor de 300.000 millones de dólares en prevenirlo. Y aún así, primaba la incertidumbre. El gobierno chino obligó a todos los responsables de empresas aeronáuticas a poner su pellejo en juego y tomarse un vuelo en Año Nuevo.

El 1° de enero de 2000 dejaron de funcionar las máquinas de boletos de ómnibus de dos distritos australianos, al igual que 150 tragamonedas de Delaware. Una biblioteca de Pensilvania computó una demora de 100 años en la devolución de un libro y cobró la multa correspondiente. Hubo algunas tarjetas de crédito rechazadas en el Reino Unido, una falsa alarma en la planta nuclear de Onagawa y Telecom Italia envió sus facturas con fecha de enero de 1900. Y nada más. Pero los grandes cambios funcionan en varios tiempos. De alguna manera, de varias maneras, ese año empezó el presente. 

“Lo que percibimos como presente es la franja vívida de memoria teñida de anticipación —escribió Alfred N. Whitehead—. El pasado y el futuro se encuentran y mezclan en un presente mal definido”. Whitehead fue un prestigioso matemático que, luego de la muerte de su hijo en la Primera Guerra Mundial, dedicó la última mitad de su vida a construir un sistema filosófico que explicara la realidad como un proceso continuo, sin costuras. En ese proceso el “presente” es apenas una frontera precaria, una línea deshilachada entre el envión del pasado y la inercia al futuro, un alto en el camino para ver lo andado y pensar en lo que nos queda, mientras el cuerpo nos empuja para adelante. 

Este libro no es inmune al fantasma de Whitehead. Si bien está construido sobre una periodización tajante entre versiones del capitalismo, en el pasaje entre una y otra las divisiones se disuelven, las continuidades y capas de tiempos estiran los pasados hasta anudarlos con portentos del futuro. Mi historia del presente empieza casi arbitrariamente en la crisis discreta del año 2000 y desde allí fluye por las distintas capas, precipitándose hacia el futuro. Pero antes repasemos el proceso que nos trajo hasta aquí.

“¿Cuáles serían los axiomas de una sociología cósmica?”, le pregunta el sociólogo Luo Ji a la astrofísica Ye Wenjie en El bosque oscuro, la segunda parte de la trilogía de los tres cuerpos de Liu Cixin. “El primero —responde Ye— es que la necesidad primordial de toda civilización es su supervivencia. El segundo, que aunque las civilizaciones crecen y se expanden, la cantidad total de materia del universo siempre es la misma”. Toda organización es un circuito de individuos, objetos, energía e información. Las organizaciones humanas corren detrás de un defecto de origen: hasta ahora han consumido más energía de la que puede regenerar su entorno. Para el siglo XVII, Europa había resuelto ese déficit de dos maneras que no tendrían vuelta atrás: transicionó hacia la energía fósil y dispuso sistemáticamente de los recursos no europeos. De a poco se fue configurando un sistema mundial que conectaba y explotaba diversos ecosistemas en una red centrada en Europa y controlada por monopolios antimercado que fueron acumulando el capital privado. Nacía el capitalismo 1.0. La “Revolución Industrial” sólo incorporó máquinas de vapor y trabajo asalariado en el centro del circuito. Y la hegemonía británica, pasadas las revoluciones y guerras de 1780-1820, ordenó este software casi casual con el librecambio entre naciones. 

En 1873 el librecambio saturó al mercado de oferta y el sistema colapsó. El software se renovó con procesos antimercado: concentración del capital e internalización de los procesos. Así el capitalismo 2.0 pudo volver a crecer sistematizando la innovación, masificando la demanda y el trabajo, y ampliando el régimen energético con petróleo y electricidad. El mundo se hizo más homogéneo y más disputado. Luego del ciclo destructivo de 1914-1945, la hegemonía estadounidense perfeccionó ese software con instituciones internacionales, empresas transnacionales y sistemas nacionales de bienestar y planificación. 

Desde 1968 la hegemonía estadounidense empezó a crujir. La energía se encareció, las economías se estancaron y el capital transnacional deslocalizó su producción y volcó sus beneficios al sistema financiero global. Parte de ese capital se invirtió en tecnologías informáticas que permitieron segmentar la oferta y desplazar mano de obra. Los gobiernos acompañaron estos cambios con políticas de ajuste fiscal y desregulación. Este capitalismo 3.0 a partir de los años 90 se ordenó sobre los mercados financieros del mundo y los organismos internacionales, y el flujo financiero se concentró en las nuevas tecnologías digitales y los “mercados emergentes”. 

Todo empezó a cambiar con el nuevo siglo.

Efecto Y2K

En marzo de 2000 el índice bursátil NASDAQ 100 alcanzó su máximo histórico: 5132 puntos. La National Association of Securities Dealers Automated Quotation había sido creada en 1971, en plena crisis del capitalismo 2.1. A diferencia de la Bolsa de Valores de Nueva York, con sede en Wall Street, la NASDAQ era un mercado de valores virtual, más rápido y con menos requisitos de entrada. Por eso fue el preferido por las empresas vinculadas a las nuevas tecnologías del capitalismo 3.0. En la medida en que la web era percibida como espacio comercial, proliferaron emprendimientos digitales con el dominio .com (commerce), con modelos de negocios casi calcados tratando de captar capitales de riesgo —incluso si para eso había que ocultar o alterar información, como hizo Yahoo— bajo la premisa de “primero crecer, después ganar”: conseguir visibilidad, financiamiento y cotizar alto, las ganancias vendrán solas. 

El 13 de marzo de 2000 la burbuja puntocom se pinchó y casi 5000 empresas digitales desaparecieron por quiebra o fusión. El 23 de diciembre de 2001 Argentina declaró el default de su deuda soberana y cerró un ciclo de crisis de mercados emergentes que había empezado en 1994. Entre la caída de las puntocom y el default argentino pasaron otras cosas: China logró ser aceptada en la Organización Mundial de Comercio como “economía de mercado”, Estados Unidos sufrió una serie de atentados terroristas en su territorio y se embarcó en una complicada guerra en Medio Oriente, y el climatógrafo Paul Crutzen, en el fragor de una discusión con geólogos, recuperó la palabra “Antropoceno”. Los cinco eventos pueden explicarse por el proceso previo, al tiempo que gran parte de lo que vino después se conecta con esos cinco eventos: la web 2.0, la crisis de 2008, la Primavera Árabe, el Estado Islámico, el aumento de precios de las materias primas, las disputas chino-estadounidenses, los populismos de izquierda y de derecha, la aceleración de la inteligencia artificial, la pandemia, la crisis climática y este libro. Definitivamente, con el siglo XXI empezó algo nuevo.

¿Lo nuevo sería un capitalismo 4.0 o uno 3.2? ¿Una nueva versión del capitalismo o el perfeccionamiento de la versión anterior? Es difícil decirlo cuando aún estamos en medio del proceso. “El búho de Minerva despliega sus alas al atardecer”, dice Hegel: el saber llega siempre al final del día. Mientras tanto, todo está tan cerca que no lo vemos, miles de árboles coyunturales nos tapan el bosque de la estructura. Mi hipótesis en este capítulo será que la superación de este proceso requerirá una nueva versión de capitalismo, algunos de cuyos rasgos ya estamos viendo. Vivimos un presente que se precipita hacia el futuro. Para simplificarlo, voy a concentrarme en dos vectores: la disrupción digital y la irrupción planetaria. En definitiva, vuelvo sobre el software y el hardware que organizaron todo este libro. Sólo que el software se va haciendo hardware y el hardware se va haciendo software.

La disrupción digital

La crisis de las puntocom, como suele pasar, concentró el capital. Las empresas que sobrevivieron pudieron adquirir a precio vil a las que cayeron, sus desarrollos e infraestructuras. Google, eBay y Amazon, entre otras, alcanzaron una posición dominante en el mercado y su escala les permitió internalizar procesos e innovaciones sin tener que preocuparse por la competencia. Una vez más, un proceso de mercado consolidó a fuerzas antimercado. Esas fuerzas antimercado incluyeron al propio Estado norteamericano, que reclutó a varias empresas digitales para el complejo securitario que desplegó luego de los atentados de septiembre de 2001. El caso oficial más conocido es Palantir, fundada en 2003 por Peter Thiel para proveer de software y análisis de datos a los servicios de inteligencia. Años después se filtró que la National Security Agency tuvo acceso a datos de los usuarios de Google, Apple, Facebook, Dropbox, Microsoft, AOL y Yahoo para el proyecto secreto de vigilancia PRISM.

La crisis también abarató la conectividad: con las quiebras, muchos usuarios corporativos de la red se dieron de baja pero la inversión en infraestructura se mantuvo, de manera que había un exceso de capacidad. Por su lado, el gobierno estadounidense mantuvo su política de incentivo de la inversión mediante crédito barato e impuestos bajos, y el exceso de liquidez sostuvo la oferta de fondos de riesgo esperando al próximo emprendedor digital con una disruptiva idea de negocios que necesitara financiamiento. La web estaba lista para ser rearmada.

La web 2.0: plataformas y startups

En 1988, Donald Norman popularizó el concepto de “Diseño centrado en el usuario” (DCU), una metodología —que algunos elevan hasta “filosofía”— de diseño surgida en la Universidad de California en San Diego durante los años 80. El DCU apunta a optimizar los productos centrando cada paso de su diseño en las necesidades del usuario final, el análisis de datos y la iteración o mejora continua a partir de la retroalimentación con los usuarios. El DCU fue el campo sobre el que se desarrollaron disciplinas como la gestión de productos o la UX (experiencia del usuario). En 1993 Apple incorporó la UX como un cargo interno y contrató al propio Norman. 03Le agradezco esta información a Juan Manuel Garrido.

El DCU abrió una línea de trabajo que buscaba facilitar la navegación online, armonizar las interfaces y retener al usuario de una internet cada vez más masiva. Luego de la crisis de las puntocom, estos desarrollos de DCU fueron la base para construir lo que más tarde se llamó “web 2.0”, una red basada en la interacción, las redes sociales, las aplicaciones diseñadas para el uso individual, y la posterior recolección y organización algorítmica de los datos de ese usuario.

En términos tecnológicos, se trata de un sistema con tres patas. Primero, la propia web, que amplió la cantidad de usuarios, la información disponible, la conectividad y los dispositivos físicos a través de la “internet de las cosas”, es decir, la conexión de cualquier objeto físico a la red para recibir y enviar información digitalizada. Luego, las plataformas, infraestructuras digitales intermediarias sobre las cuales diversos usuarios interactúan y de las cuales es posible extraer datos. Finalmente, los algoritmos, instrucciones o secuencias de pasos que permiten automatizar respuestas o soluciones y clasificar enormes padrones de datos para identificar patrones, y aprender nuevas respuestas y soluciones. De esa manera es posible integrar personas y objetos a la web mediante su interacción en plataformas y minar los datos de esa interacción mediante algoritmos. El proyecto de territorializar internet ya existía: si la web 1.0 trazó calles y señales para que naveguemos cómodos por ella, las plataformas de la web 2.0 levantaron torres y countries que usan datos públicos para afinar algoritmos privados.

En términos de modelos de negocios, se desarrollaron plataformas publicitarias, como Facebook o Google; intermediarias, como Uber o Airbnb; de servicios, como Netflix; de infraestructura, como Oracle o Amazon Web Service, que rentan su nubes a otras empresas digitales; e industriales, como las desarrolladas por Siemens y General Electric para conectar el proceso manufacturero a internet, también llamadas industria 4.0. En todos los casos, se trata de extraer datos de la actividad de sus usuarios; en muchos casos, también se trata de bajar costos minimizando activos y salteando intermediaciones. Últimamente, además, se impone la vieja y sana costumbre de cobrar por las cosas, ofreciendo como premium lo que antes era “gratis”, como el espacio de almacenamiento de Google.

Muchas de estas plataformas son diseñadas y gestionadas por grandes corporaciones de tecnologías digitales, las llamadas big techs. Pero el agente dinamizador del capitalismo 4.0, el que capta toda su líbido y narrativa, es la startup, la empresa incipiente formada por emprendedores jóvenes alrededor de un plan o “misión”: ofrecer un producto o servicio novedoso, capaz de crear su propio mercado y monopolizarlo por un tiempo. El ecosistema que las hace posibles fue cocinándose durante el capitalismo 3.1 y coaguló en el 4.0: mucha liquidez y tecnologías digitales “disruptivas” que permiten prescindir de activos, reducir costos y saltear intermediaciones. En ese ecosistema las startups aspiran a fondearse con capitales de riesgo o algún “inversor ángel” que ponga plata de su bolsillo, antes de salir al mercado bursátil con una oferta inicial (IPO, por sus siglas en inglés). Aquellas que logran valorarse en más de 1000 millones de dólares antes de la IPO, o en menos de diez años, como SpaceX o Mercado Libre, son llamadas “unicornios”, un animal tan raro y hermoso como mítico. Otras startups más realistas apuntan a ser “gacelas”: sostener un crecimiento del 20 % durante cuatro años, gracias a un nicho de mercado sobre el cual iterar su ciclo de negocios.

Las startups movilizan emocionalmente al capitalismo 4.0 recuperando dos pasiones del capitalismo 1.0: la aspiración ancestral de poseer un negocio propio y la figura romántica del “emprendedor”, el empresario audaz e innovador que funciona por fuera de las estructuras y prejuicios de su época. Schumpeter había advertido que las corporaciones y regulaciones del capitalismo 2.1 irían domando y ahogando a los emprendedores como Edison o Daimler. El capitalismo 4.0 los trajo de vuelta y consolidó un modelo basado en la innovación radical, el crecimiento acelerado y la audacia para reconocer oportunidades del mercado. 

Pero la startup es un ideal que representa sólo la punta de la pirámide empresarial. En el resto de la pirámide, la mayor parte de las empresas incipientes realmente existentes está integrada por emprendimientos de familiares o amigos que arrancan con una capitalización baja, de 5000 dólares o menos, y crecen lentamente. Por otro lado, buena parte de las innovaciones se producen en organizaciones grandes y burocráticas (corporaciones privadas o agencias de investigación públicas), justamente gracias a la escala y las normas con las que trabajan. Finalmente, si bien el emprendedorismo se vincula comúnmente con espacios de alta capitalización en la frontera tecnológica, con Silicon Valley a la cabeza, los estímulos para emprender pueden venir de otro lado. De lo contrario no se explica que el porcentaje de actividad empresarial incipiente sea más alto en Ecuador (32 %) y Burkina Faso (34 %) que en Estados Unidos (13 %). Más adelante veremos qué estímulos son esos.

La depresión post 2008

La nueva economía no tuvo ni diez años de paz. En 2008 se produjo una nueva crisis, esta vez mucho más grande. La detonaron una serie de créditos hipotecarios otorgados a estadounidenses que estaban muy por debajo de la calificación para obtenerlos. Pero pronto escaló a fraudes bancarios, quiebras millonarias y prácticas financieras turbias. En el fondo era la política de sobreliquidez del capitalismo 3.0 que estaba muriendo. Desde principios de siglo los individuos estadounidenses y los Estados europeos habían vivido de crédito barato. Así habían podido sostener la demanda masiva pese a la regresiva redistribución del ingreso que favorecía a los más ricos. Cuando ese keynesianismo de deuda se hizo insostenible, los gobiernos corrieron a salvar a los bancos inyectando más y más dinero a costa de ajustar más y más los servicios públicos y el “gasto social”.

Pasado el crack financiero, la economía mundial entró en una meseta. Ni las tasas de interés bajas, ni la emisión, ni el déficit, ni la reducción de impuestos lograban reactivar el crecimiento. La inversión y el empleo se mantuvieron bajos hasta 2016. Luego, la recuperación fue parcial y localizada. Vista a largo plazo, la crisis de 2008 catalizó problemas y contradicciones que el capitalismo 3.0 venía acumulando desde 1980: la tasa de crecimiento anual promedio de todos los países fue de 0,7 %, dos puntos menos que durante los veinte años anteriores. 

Las fuerzas que estancaban el crecimiento económico eran profundas. Las tecnologías y modelos de negocios que maduraron en la transición entre el capitalismo 3.1 y el 4.0 son regresivas y recesivas. Son regresivas porque la digitalidad abarata el capital, destruye empleo calificado y empodera a los gerentes, cuyas decisiones pesan más, al punto de poder fijar sus propios salarios. La empresa 4.0 puede contratar personal menos calificado y reforzar el control sobre ellos, estableciendo así una especie de taylorismo digital. Una cantidad creciente de trabajadores autónomos quedan fuera del sistema salarial. La participación de los salarios en el PBI se redujo entre 40 % y 50 % incluso en países de crecimiento acelerado como China o India. 

A nivel global, la digitalidad favorece el repliegue de las cadenas de valor hacia los países desarrollados, también llamado reshoring o nearshoring. Entre 2011 y 2014 el comercio de bienes intermedios cayó a la mitad. ¿Qué sentido tiene buscar un obrero que trabaje más y más barato al otro lado del mundo si un robot puede hacerlo mejor y más barato aquí, en la casa matriz? El mundo se achica y desglobaliza, la periferia no queda afuera pero, al igual que a los trabajadores, le corresponden funciones menos calificadas y peor pagadas, como el ensamblaje de piezas.

Otro rasgo regresivo del capitalismo 4.0 es la concentración del capital. Luego de la breve fase de desconcentración económica que caracterizó al joven capitalismo 3.0 de los años 70, la cantidad de firmas en el mercado y la Bolsa se redujo y aumentó el tamaño de las empresas, que ensancharon su margen de ganancias un 39 %. La riqueza volvió a concentrarse y las propias startups lo sufren. Estados Unidos alcanzó su pico de empresas en 1996, año en que hubo 700 salidas a la Bolsa (IPO). Desde entonces, la cantidad de empresas cayó un 46 % y el promedio de IPO fue de 100 por año. Las IPO de empresas tecnológicas fueron de 1 por cada 50.000. Sólo el 1 % de los intentos de startups recibieron dinero de inversores ángeles. El porcentaje de emprendimientos financiados con capitales de riesgo es aun más bajo. 

Esta concentración es en parte resultado de las operaciones antimercado de las corporaciones, que buscan controlar derechos de propiedad intelectual, fuentes de datos, infraestructura, etc. Pero las propias características de los bienes digitales permiten la constitución de “monopolios tecnológicos naturales”, un oxímoron que se explica por tres factores. En primer lugar, las empresas digitales, al igual que un ferrocarril, requieren de escala y efecto de red que, una vez consolidados, favorecen la concentración, sino el monopolio. En segundo lugar, los datos se valorizan por volumen, de manera que su extracción y procesamiento también tienden a la concentración. En tercer lugar, los bienes digitales son ridículamente baratos —desde mediados del siglo XX el precio de las operaciones informáticas se dividió por 100.000 millones—; quienes operen con ellos tienen una ventaja comparativa respecto a quienes operen con bienes tangibles, ya sea que compitan (Walmart vs. Amazon) o que integren la misma cadena de valor (Apple tercerizando la fabricación de todo su hardware).

Además de regresivo, el capitalismo 4.0 es recesivo. En un fenómeno casi sin precedentes, los aumentos de productividad por innovaciones digitales no se correlacionan estadísticamente con el crecimiento macroeconómico. Para Cédric Durand esto se explica por las tendencias antimercado: “los servicios suministrados por Google, las redes sociales y buena cantidad de aplicaciones no son mercantilizados sino de manera residual a través de la publicidad. Los ingresos de estas son tomados muy en cuenta en cuanto consumo intermediario de los anunciantes, pero no hay una imputación directa de los servicios que se dan a los consumidores”. Sin embargo, a esta altura del libro no podemos afirmar que las fuerzas antimercado no hagan crecer a la economía. Todo lo contrario. El problema está en otra parte y el debate sigue abierto. Para keynesianos de saco y corbata, como Ha-Joon Chang o Larry Summers, exsecretario del Tesoro estadounidense, el problema es que la disrupción digital desinfla la demanda, la inversión y el crecimiento, más aún en un contexto de distribución regresiva del ingreso. Detrás de cada intermediación salteada por una startup que no invierte en capital ni contrata trabajadores, hay una empresa 2.0 que quebró. Detrás de cada playlist de YT Music o Tidal hay distribuidoras y disquerías que cierran. Para libertarios de jeans y remera negra, como Elon Musk o el citado Thiel, el problema es que después de la crisis de las puntocom cundió la desconfianza hacia los proyectos audaces y la mayor parte de los empresarios se acomodaron en modelos de negocios conservadores. La disrupción nunca fue más allá de las TIC, cuando hay todo un mundo de oportunidades para la innovación tecnológica y las inversiones temerarias, empezando por la genética y la carrera espacial.

El problema quizás sea el agotamiento de un modelo de negocios que el capitalismo 4.0 heredó de la versión anterior. Conectadas a la sonda de la sobreliquidez, las big techs apostaron al crecimiento antes que a la ganancia, y a nombres divertidos como “google” o “yahoo”, pero ya cruzaron el umbral de la inocencia económica: conflictos laborales y legales, cruces turbios con el Estado e impacto directo en la sociedad y la política. Mark Zuckerberg dando explicaciones en el Senado estadounidense estaba más cerca de David Rockefeller de lo que quería creer. Las plataformas industriales agravan la sobreproducción y absorben una parte de los ya flacos beneficios fabriles. El modelo de crecimiento basado en ofrecer servicios “gratis” gracias al costo marginal cero de los bienes digitales, la publicidad y los subsidios cruzados ya no rinde. Se va imponiendo el modelo Amazon de infraestructura física propia, servicios por suscripción y salarios bajos. Vuelve el hardware. Pero si todas las corporaciones confluyen hacia el mismo modelo de negocios, la competencia será más dura; los costos, más rígidos; y los conflictos, más territoriales y rasposos. 

¿Así será el capitalismo 4.0? ¿Un mundo recesivo y regresivo? ¿Hay que habituarse a un capitalismo depresivo, viviendo con la fe de encontrar placeres desconocidos? Ni el pesimismo de Malthus ni el optimismo de Ricardo tienen sentido hasta no ver funcionar a pleno la máquina de vapor de nuestra época. En la edición 2012 del ImageNet Large Scale Visual Recognition Challenge, el mayor certamen de software de reconocimiento visual, el informático Geoffrey Hinton, junto a dos de sus alumnos, presentó un programa capaz de reconocer 20.000 objetos con un 70 % más de precisión que los demás. Fue la presentación en sociedad del deep learning, nuestra máquina de vapor. Pero a esa historia hay que contarla desde el principio.

Breve historia de la inteligencia artificial

Una historia de la IA puede comenzar en 1900 con el desafío del matemático David Hilbert (establecer bases axiomáticas para deducir toda la matemática conocida y por conocer a partir de demostraciones mecánicamente chequeables), seguir en 1931 con la respuesta de Kurt Gödel (existen enunciados matemáticos para los cuales es imposible decidir si son verdaderos o falsos); luego presentar el “problema de la decisión” (¿puede existir un método o máquina capaz de responder a cualquier pregunta aritmética por sí o por no?) y cerrar con la propuesta de Alan Turing en 1936: una máquina abstracta, efectiva y programable, capaz de realizar cálculo mecánico siguiendo un conjunto de instrucciones. 

Llegado este punto, cualquier historia de la IA señala la bifurcación en los caminos para alcanzar esa máquina abstracta. Por un lado, Walter Pitts y Warren McCulloch desarrollaron en 1943 una red de nodos que se prenden y apagan para emular el funcionamiento de las neuronas. Pitts y McCulloch fueron reclutados por Norbert Wiener para las Conferencias Macy sobre cibernética de 1946-53. Por ahí también andaba John von Neumann, un veterano de Proyecto Manhattan que tomó el modelo binario de Pitts y McCulloch para desarrollar la computadora EDVAC (hasta entonces estaba trabajando con un modelo decimal). Por otro lado, un grupo integrado por Marvin Minsky, John McCarthy y Herbert Simon, entre otros, hizo rancho aparte en Dartmouth en 1955 para “llevar a cabo un estudio de inteligencia artificial” —el término que inventó Minsky para lo que hasta entonces se llamaba “simulación computarizada”— trabajando sobre un modelo lógico simbólico predecible basado en reglas de entrada y salida: si X, entonces Y. 

A los cibernéticos les interesaba la vida. Wiener y su gente pretendían emular en las máquinas y la sociedad el sistema de autoorganización por retroalimentación de los seres biológicos, incluyendo el pensamiento autónomo. Sus modelos computacionales se inspiraban más en la automatización, la probabilística y hasta en la termodinámica que en la lógica. El trabajo con redes neuronales artificiales permitía la autoorganización “desde abajo” a partir de un comienzo aleatorio. Por ejemplo, los perceptrones desarrollados por Frank Rosenblatt a fines de los años 50 eran capaces de reconocer letras sin que se les enseñara explícitamente. 

Los lógicos de Dartmouth trabajaban perfeccionando reglas e instrucciones para máquinas abstractas enfocadas en problemas específicos. En la IA simbólica, basada en reglas, es básicamente la estadística la que hace el trabajo. Tuvieron logros como el General Problem Solver, consiguieron publicidad y financiamiento, y empezaron a denostar a los cibernéticos señalando que nunca se iba a poder fabricar la cantidad de neuronas artificiales que tiene un cerebro humano. Los fondos públicos para redes neuronales se cortaron en 1969. Los lógicos coparon la cancha durante los siguientes veinte años. Su cenit fue DeepBlue, la computadora ajedrecista desarrollada desde 1985 por dos estudiantes que ingresaron a IBM en 1989. En 1997 DeepBlue derrotó al campeón mundial Garri Kasparov. Pero sólo servía para ganarle a Kasparov: había sido alimentada durante quince años con reglas cada vez más afinadas para tal fin. 

Mientras tanto el poder computacional y el volumen de datos iban creciendo, y los cibernéticos tuvieron su revancha. En los años 80 los investigadores de redes distribuyeron los problemas entre las neuronas artificiales para que los procesaran en paralelo. Entrenaron a los algoritmos mediante retropropagación con cantidades masivas de datos específicos. Nacía el “aprendizaje profundo”. Ya no hacía falta fabricar tantas neuronas como tiene el cerebro humano, la red podía detectar patrones y asociarlos sin haber sido programada para ello, incluso podía funcionar con pruebas incompletas, como una foto rota o una melodía mal cantada. Como no busca una salida lógica sino un punto de equilibrio, la red siempre alcanza una solución. En 1989 los fondos volvieron a las redes neuronales.

Los mayas pronosticaron el fin del mundo para 2012. Pero no aclararon qué mundo venía después. Ese año, Hinton, uno de aquellos investigadores de los 80, no sólo ganó el certamen de ImageNet, sino que sistematizó los desarrollos en redes neuronales en un paper en el que participaron grupos de la Universidad de Toronto, Microsoft, Google e IBM. El laboratorio Google X construyó su propia red también ese año. En 2014 Google contrató a Hinton y al año siguiente adquirió la startup Deep Mind. En 2016 AlphaGo, un programa desarrollado por DeepMind para Google, derrotó al campeón mundial de go. A diferencia de DeepBlue, AlphaGo no fue rellenada con reglas: se la dejó jugar sola contra sí misma, mientras su deep learning iba hacia quién sabe dónde. Todavía nadie sabe cómo “piensa”. Sus rivales dicen que es como jugar contra un alienígena.

La historia de la IA es la historia de quienes buscaban replicar la conciencia contra los que buscaban replicar la vida. Mente vs. cuerpo, mecanismo vs. organismo, racionalismo vs. romanticismo. La idea de una “inteligencia artificial” pertenece a los primeros, pero nuestra época pertenece a los segundos. La “inteligencia artificial” es orgánica, física, respira afiebrada alrededor nuestro, nos va a rodear físicamente con nuevo hardware perceptivo, o con ciudades enteras, como el proyecto City Brain de China. Pero también va a recoger toda la basura humana que dejemos en la web: sesgos, violencia verbal, noticias falsas. Los ingenieros tratan de compensar esos sesgos mediante reinforcement learning from human feedback: reorientar los resultados “a mano” para que el aprendizaje profundo no se vaya al pasto. Pero es como intentar frenar a Cthulhu con una gomera: el volumen de datos y la profundidad del aprendizaje están a una escala no humana.

Mientras tanto, los negocios ya se acomodan alrededor de una máquina abstracta y orgánica que nos envuelve. En enero de 2024, y gracias a Copilot, su proyecto de IA generativa, Microsoft volvió a superar en valor a Apple después de veinte años. Andrew Ng compara la IA con la electricidad: una tecnología revolucionaria en sí misma que también puede revolucionar otras ramas de la economía. Como en la electricidad, se contraponen un modelo concentrado de servicio público —la red eléctrica o el servicio de IA que ofrecen los grandes como Google o Alibaba— y un modelo customizado y competitivo —la batería o las soluciones que proponen diversas startups para empresas pensadas desde la IA—.

Pero la historia de la IA aún no termina. El propio Hinton, que renunció a Google preocupado por el uso de la IA, le reconoce a su amigo y colega Héctor Levesque, un partisano de la IA simbólica, que “los símbolos existen en el mundo externo”. Hoy los sistemas apuntan a la “hibridez”, no sólo porque combinan hardware con wetware (neuronas naturales integradas en las redes de nodos), sino también porque integran el procesamiento simbólico (lógico) y conexionista (redes) de la información. Introducir reglas predecibles en la IA puede ser una manera de atajar las derivas monstruosas del deep learning

Pero todo esto sólo habla de un hemisferio de la digitalidad mundial. Veamos el otro.

China: la otra internet

Si la URSS pasó abruptamente de un comunismo planificado a un capitalismo caótico, China supo transicionar de un comunismo caótico a un capitalismo planificado. La movilización y desborde permanente de la Revolución Cultural maoísta entrenaron a una dirigencia flexible y pragmática, y a una sociedad especialista en sobrevivir. Al momento de transicionar hacia el capitalismo, Deng Xiaponig y los suyos lo hicieron con experimentación y gradualismo, sin las peroratas de Castro ni la sobreactuación de Yeltsin. En 1978 desmantelaron el sistema de comunas rurales para estimular a los campesinos famélicos a que hicieran plata de alguna manera. Más adelante, crearon zonas especiales para inversiones extranjeras directas. Para 1984 China tenía una economía dual, mitad privada, mitad estatal, que crecía a un 8 % anual. En 1987 privatizaron las empresas estatales, en 1993 proclamaron la “economía socialista de mercado”, y en 1999 legalizaron la propiedad privada. En 2001 China pudo ingresar a la OMC. En todas estas fases el Partido Comunista mantuvo el control del gobierno y de buena parte de la economía, y su capitalismo 3.0 consistió en imitar tecnologías con la ventaja de los bajos costos laborales.

A partir de la crisis de 2008 el crecimiento chino se lentificó y los problemas saltaron a la vista. Su sistema político fomenta la corrupción y el derroche de los gobiernos locales, que compiten entre sí; la información corporativa es opaca o directamente falsa, las empresas zombies proliferan sin que nadie decida cerrarlas; y la mano de obra barata que proveían sus 114 millones de migrantes rurales desprovistos de derechos por el sistema de empadronamiento hukou 04Hukou es un sistema de registro familiar que establece derechos y acceso a servicios según la locación del registrado, privilegiando a los “locales” por sobre los “no-locales”, o migrantes internos. Si bien tiene raíces antiguas, fue formalizado en 1958 durante el gobierno comunista de Mao Zedong. Con las reformas y apertura de los años 80 fue progresivamente flexibilizado, pero al día de hoy se mantiene en vigencia. ya no es tan barata. Oh, el mercado.

Ante esta deriva del hardware, el software chino cambió de estrategia. En primer lugar, hizo algo muy de época: sostener la actividad económica emitiendo bonos y favoreciendo el endeudamiento privado. Una jugada peligrosa que incubó una burbuja inmobiliaria. En segundo lugar, hizo algo muy chino: reforzó el control político, en especial a partir de la presidencia de Xi Jinping; así volvieron a China el culto a la personalidad y las doctrinas oficiales (“Pensamiento de Xi Jinping sobre el socialismo con características chinas para una nueva era”), además de un discurso de austeridad y cierta depuración del sistema financiero. 

En tercer lugar, y más importante, China cambió su estrategia tecnológica: de ofrecerse como fábrica del mundo imitando tecnologías a imponerse como potencia tecnológica aprovechando el capital físico y humano acumulado. La emblemática ensambladora Foxconn fue eclipsada por los campeones de una nueva época: WeChat, la mega app que aprovecha al smartphone para registrar casi toda la vida de su usuario, o Hikvision, la empresa de videovigilancia que abastece a las fuerzas de seguridad estadounidenses gracias a su bajo costo y a que la tecnología china de reconocimiento facial, testeada en África y Sinkiang, funciona en rostros no blancos.

La ventaja comparativa de China es una ingente cantidad de datos digitales. Con la difusión de smartphones baratos, los chinos resolvieron su rezago en conectividad y marcaron la tendencia global de hacer todo a través del celular, andar por la vida mirando una pantalla. Sólo que ellos lo hacen en una sola plataforma: WeChat. El volumen de datos generados en China es muy superior al del resto de los países y queda dentro de su propio ecosistema digital, al margen de las plataformas globales, gracias a una constelación de big techs nativas como Tencent, Xiaomi o Alibaba. Y del Estado chino, cuya simbiosis con las empresas reposa en la tecnología: estas desarrollan bienes y servicios de control social, y aquel financia esos desarrollos y capitanea la puja global por el 5G y la computación cuántica que requieren esos bienes y servicios para funcionar. 

Aquí conviene detenernos en la particularidad de la internet china. En marzo de 2000 Bill Clinton dijo que el intento del gobierno chino por controlar la libertad de expresión online sería “like trying to nail Jello to the wall” (en castellano, “más difícil que cagar en un frasquito”). Tres años después, el gobierno chino efectivamente controlaba la libertad de expresión online gracias al proyecto Escudo Dorado, un sistema de cortafuegos y servidores proxy para bloquear IP que transmitan determinados contenidos. Pero la internet china no es monolítica: por debajo del Escudo Dorado interactúan firmas chinas, firmas extranjeras radicadas en China, empresarios chinos radicados en el extranjero (Eric Yuan, el fundador de Zoom, durante la pandemia quedó atrapado en un duelo de jurisdicciones entre Washington y Beijing), gobiernos locales interesados en desarrollar sus propios distritos digitales, usuarios y un mercado de emprendedores caníbales. De esto último, vale como ejemplo el venerable Wang Xing, que entre 2003 y 2010 clonó cuatro apps estadounidenses píxel por píxel para el usuario chino: Friendster, Facebook, Twitter y Groupon. No sólo no tuvo ningún problema legal, sino que se consagró como modelo de empresario local. En el interior de cada emprendedor digital chino todavía late aquel campesino desesperado por sobrevivir.

Este ecosistema tan cerrado por arriba como salvaje por abajo desarrolló una digitalidad específica, con su propio buscador (Baidu), sus propias plataformas de consumo interno (Weibo) y global (TikTok) y sus propios centros de datos (el que Tencent construyó en las montañas de Guizhou). Y está mucho más preparado para dar el siguiente paso en la carrera por la IA: pasar de la invención a la aplicación. Cuenta con más datos, menos trabas legales y mucha sed empresarial. Luego de que AlphaGo derrotara al campeón mundial en 2016, China produjo más investigaciones sobre deep learning que Estados Unidos. Al final de esa carrera por la IA probablemente se defina una hegemonía global y, con suerte, una batería de instituciones para gobernar el nuevo capitalismo. Todavía no sabemos cómo serán, pero ya conocemos a nuestra máquina, cuyos bordes coinciden con el mundo.

El capital circundante

La novedad del capitalismo 4.0 no es la disrupción (vimos que toda tecnología es disruptiva cuando se embona en nuevas capas [lmicharacter content="M"][lmicharacter content="I"] y [lmicharacter content="H"]), ni las tecnologías de información y comunicación (vimos que toda sociedad las tuvo), sino la escala. Otra vez: cualquier organización humana es una red para circular personas, energía, información y objetos naturales y artificiales. Ya desde antes del capitalismo, la tendencia fue hacia la ampliación de esas redes y la complejización de esos objetos artificiales, que en algún momento fueron llamados “capital”. Hoy esa expansión decantó en una infraestructura física y virtual a escala planetaria, capaz de captar y procesar información a escala no humana. Esa es la novedad de nuestro presente y su potencia a futuro, pero también lo que lo conecta con el pasado.

Para graficar esa infraestructura imaginemos una ciudad arriba de un iceberg. Los habitantes de la superficie somos nosotros, la comunidad online, sus administradores y su “contenido”: la cultura comprimida y distribuida aceleradamente en formatos digitales. La ciudad es la web 2.0 como un recipiente que alberga varios barrios y edificios (plataformas, buscadores, navegadores, etc.). Todos ellos son programas pero cada programa es un ladrillo que puede transformarse en dato de otro programa. Una arquitectura abstracta de metaprogramas virtualmente infinita. El machine learning es esencialmente eso: un programa de aprendizaje que, a partir de series de datos, construye otro programa capaz de reconocer datos nuevos. Por debajo de este nivel están sus diferentes soportes físicos: dispositivos, módems, routers, servidores, data centers. Más abajo, hay una infraestructura física de escala planetaria: cables continentales y submarinos, satélites. La tecnología ya es una ecología. El software se hizo hardware.

Esa ecología es el capital que creció hasta envolvernos, una especie de capital circundante. El capital circundante nos permite usar menos capital individual: el costo marginal cero de los objetos digitales, la carencia de activos de las startups, las intermediaciones destruidas por las plataformas y los cuarenta objetos que podemos reemplazar con un celular barato son ejemplos de esa austeridad que paga nuestro entorno. El capital circundante es una forma de riqueza colectiva, aunque de gestión y titularidad privada, impensable en cualquier otro momento de la historia pero que hace posible que tengamos menos cosas que nuestros padres. El capital circundante se sustrae a cualquier forma de gobierno existente y somete a su entorno humano y no humano a la inestabilidad propia de un modelo tecnoeconómico aún emergente. Es una máquina planetaria que nos trae austeridad e incertidumbre. A las discusiones sobre cuántos puestos de trabajo va a destruir la IA (más o menos el 30 % de los existentes), la creciente desalarización de las nuevas formas de trabajo y qué va a pasar con los que queden afuera hay que ponerlas en este marco más amplio.

El capital circundante es el rasgo histórico de nuestro presente, el capitalismo 4.0. Pero es una estructura emergente, cuyos efectos aún no están desplegados ni viene con el destino escrito en la frente. Las fricciones políticas y sociales que encuentre definirán su forma.

Cables submarinos. El tendido de cables submarinos para telecomunicaciones coincide en gran medida con el antiguo tendido del telégrafo y con las rutas marítimas comerciales de siglos anteriores.

Tres cuestiones políticas

a) Gobernabilidad e ingobernabilidad

La relación entre las personas es una construcción política. Y la relación de las personas con (y a través de) su capital, lo es aun más. ¿Cuál es la política del capital circundante? En principio, es una continuación de aquella prevista por Lippmann e iniciada por el capitalismo 3.0: moldear a un nuevo sujeto a partir de un ecosistema artificial. Sólo que en el capitalismo 4.0 ese ecosistema es un parque tecnológico mucho más envolvente e invasivo, que permite capturar datos de cada uno de nosotros, fundirlos en un mazacote estadístico y retornarlos a un individuo redefinido como “perfil de targeting”, que va desde un potencial cliente hasta un posible terrorista. Vivimos en un capullo digital que capta cada acción, orienta el flujo humano y detecta anomalías. 

Una vez más, la diferencia es la escala. Un algoritmo percibe un padrón —una serie de datos homogéneos— y encuentra un patrón que predice acciones. Lo hacía un cazador del Paleolítico siguiendo huellas, lo hace un agricultor seleccionando semillas y lo hace Spotify recomendándonos a Ginastera porque escuchamos a Bartók y Magma. La novedad 4.0 es la emergencia de una infraestructura global que automatiza esa operación y la escala a nivel no humano. En 2015 la cantidad de información digitalizada disponible era de 5 zetabytes, un 5 seguido por veintiún ceros. Durante 2020 se unieron a alguna plataforma 1,3 millones de personas por día. Hoy más del 54 % de la población mundial emplea alguna red social. En estas condiciones, es posible cruzar y escalar los viejos datos biométricos con los nuevos datos conductuales registrados por la digitalidad y controlar información sobre complexión física, comportamiento social y sensibilidades de individuos y de poblaciones.

Cada sociedad fabrica a sus individuos, gobernar a alguien requiere decirle lo que es. El nuevo ecosistema 4.0 definió a un sujeto plano y transparente, del que es más importante predecir la conducta que comprender sus motivos. Pero este sujeto no es barro en las manos del algoritmo. Reacciona de manera no lineal. La web 2.0 reemplazó una lógica de comunicación fordista (pocos medios masivos produciendo información homogénea para muchos usuarios; el cártel entre Reuters, AFP y Associated Press que vimos en el capitalismo 2.1) por la horizontalización de la red: todos los usuarios produciendo información customizada para pequeños grupos. El feedback dentro de ese ecosistema derivó en una conectividad cada vez menos orientada al intercambio y más hacia la reafirmación de un “yo” tribal y emocional, sobrepasado de información polémica que no puede absorber. Tiene que elegir, más allá de cualquier evidencia. Y en el ejercicio de esa libertad no racional rompe cualquier predictibilidad y ordenamiento colectivo. El mismo ecosistema tecnológico que nos hizo transparentes para un algoritmo nos hizo opacos para nosotros mismos.

El “diseño centrado en usuarios” se encontró muy pronto con la posibilidad de que el usuario empleara las cosas de otra manera, de que encontrara un atajo por el césped al costado del primoroso sendero diseñado por Martha Schwartz o de que usara una plataforma de streaming gamer para planear una toma del poder. Esa es la base de la crisis política actual. Las empresas a nivel [lmicharacter content="M"] pudieron contener a ese usuario desatado; las instituciones de gobierno a nivel [lmicharacter content="I"], no pudieron: es posible customizar un latte art o una skin de videojuegos, pero no una currícula escolar o una ley nacional. Ese usuario fuera de control es también el insumo de la actual IA de redes. “No vamos a comprender plenamente el potencial y los riesgos de la IA generativa sin que los usuarios individuales jueguen realmente con ella”, dice Alison Smith, de la consultora Booz Allen Hamilton. La IA es DCU sin cadenas, asimila y amplifica todos los rasgos de la web que la alimenta: sesgos, noticias falsas, discursos de odio y piratería (OpenAI ya advirtió que no es posible entrenar a sus máquinas sin usar material con copyright). Si antes esos eran problemas de los suburbios marginales de internet, como The Pirate Bay o 4chan, hoy emanan de los edificios espejados del centro: Google, Microsoft, Meta, Amazon, Alibaba, Baidu y Tencent. Los algoritmos que vinieron a gobernar individuos crearon una nueva ingobernabilidad colectiva.

b) Bitcoin vs. IA

“Las criptomonedas son libertarias, la IA es comunista”, dijo Peter Thiel durante un debate público con Reid Hoffman, el fundador de LinkedIn. En 2008, mientras las capitales financieras del mundo se llenaban de manifestantes protestando contra el rescate millonario a los bancos, Satoshi Nakamoto subió a internet un paper titulado “Bitcoin: un sistema de efectivo electrónico de usuario a usuario”. Hay muchas maneras de combatir a los bancos. Técnicamente, bitcoin es una moneda sin respaldo físico que circula en una red de intercambio directo entre usuarios y se crea minando transacciones validadas en esa misma red y registradas en una blockchain accesible a cada usuario pero protegida por criptografía. Un retorno a la moneda fuerte por otros medios: el respaldo ya no es un metal precioso, sino una red p2p inviolable. Estéticamente, bitcoin es una red ingobernable de dinero privado, un nuevo patrón oro sin oro, capaz de barrer con billetes, bancos, ministros de Economía y, quizás, gobiernos del mundo. Una fantasía que calza como un guante en la libido libertaria. Con su aparición, cualquier nerd logueado en Reddit se le atreve a Wall Street desde la computadora de su pieza.

El contraste entre las criptomonedas y la IA es filosófico y político. Filosóficamente, el óptimo de la IA sería concentrar toda la información existente en un solo punto soberano que tomase todas las decisiones. El óptimo de las criptomonedas sería una red en la que participara cada ser del planeta y llevara las transacciones a tal volumen y velocidad que fueran imposibles de crackear, coordinando de manera confiable (sin deliberación colectiva ni decisiones soberanas) a seres pocos confiables. La IA nos conduce a una sociedad verticalista y racional; el blockchain, a una comunidad horizontal y no necesariamente racional. “La IA es comunista, las criptomonedas son libertarias”.

Políticamente, este enfrentamiento es evidente en China. Más allá de restringir a bitcoin en su territorio —en donde se mina el 65 % del cripto mundial— el gobierno comunista ataca a la horda criptomonetaria en dos frentes. Uno es el eyuan, su poderosa stablecoin, una criptomoneda atada al yuan, ergo, al gobierno. Otro es la computación cuántica. En una computadora común los bits ordenan información en 1 y 0, es decir, corriente eléctrica que circula o no por un microprocesador. Un bit cuántico o qubit puede registrar estados intermedios entre 1 y 0 y así aumentar exponencialmente su potencia de cálculo. Hipotéticamente, una computadora de 2500 qubits podría romper toda la criptografía actualmente existente. Al momento de escribir esto, la computadora cuántica más potente tiene 433 qubits e IBM anuncia una de 1121. La computadora de 2500 qubits va a llegar más temprano que tarde. Y China corre hacia ella: en 2019 invirtió 2000 millones de dólares en un laboratorio nacional de informática cuántica en Hefei. Mientras tanto, Ethereum pretende llevar la blockchain a los contratos, es decir, a la base de la sociedad civil. Eventualmente, el blockchain podría establecer la veracidad de datos no creados con la IA registrándolos en esa base de datos descentralizada.

Pero no hay que caer en falsas dicotomías. Las criptomonedas y la IA pueden converger. Ya vimos que la irracionalidad humana tiene un lugar en la IA. El autoritarismo y el caos pueden funcionar juntos.

c) Desglobalización y planetariedad

La máquina virtual y material del capitalismo 4.0 mide casi lo mismo que el mundo. Es difícil que se mantenga unida mucho tiempo. La desglobalización que caracteriza al capitalismo 4.0 con su reshoring, su recesión y sus disputas por la hegemonía lleva a muchos países a adoptar políticas de sustitución de importaciones industriales (Japón con los microprocesadores) y agrarias (China con la soja). No debería sorprendernos que también se desglobalice internet. Si China pudo desarrollar su propio ecosistema digital, otros también lo van a intentar, con Rusia a la cabeza, que aloja buena parte de los sitios de descargas ilegales y tiene un buscador nativo de proyección global, Yandex. Las mismas plataformas atentan contra la unidad de la web única.

Es muy pronto para saber dónde puede terminar este proceso, pero se pueden definir cuatro tendencias o modelos, dos de los cuales ya existen. El primero es la web 2.0 tal como la conocemos: un espacio abierto para cualquier tipo de negocio y de expresión. El segundo es el modelo chino que ya vimos: más controlado políticamente y menos regulado respecto a las buenas prácticas empresariales. El tercero es el modelo que busca la Unión Europea y parte del progresismo global: una web regulada que controle los discursos de odio y las noticias falsas, y proteja el derecho a la privacidad a costa de restringir sus usos. Finalmente, está el proyecto de las big techs: una web comercial totalmente orientada a maximizar las oportunidades de negocios, sea en publicidad, suscripción o minería de datos, a costa de la privacidad del usuario y la neutralidad de la web.

En términos ambientales, la escala planetaria del capital circundante es tan invasiva como instrumental. Sin embargo, pensar cualquiera de esas posibilidades requiere disolver la frontera entre lo natural y lo artificial. La planetariedad del capital circundante no son sólo las promesas de la geoingeniería, ni los seis túneles de 15 metros de diámetro que Tencent cavó en las montañas de Gui’an, en Ghizou, para sus data centers. Hace demasiado tiempo que el planeta porta al mundo y hoy sus procesos están enredados.

La irrupción planetaria

Al comienzo de la pandemia de 2020 se produjo la crisis de los microprocesadores, un buen ejemplo de la hibridez planetaria. La pandemia de COVID-19 fue un híbrido que combinó procesos naturales y artificiales que todavía son objetos de hipótesis y discusiones. Los microprocesadores, por su parte, son el principal insumo de cualquier dispositivo electrónico, el tercer producto más comerciado en el mundo. Una manufactura sofisticada y también, de alguna manera, un commodity. Al comienzo del lockdown global, las automotrices cancelaron sus pedidos de microprocesadores y las empresas de hardware los aumentaron, por el trabajo remoto. Apple y Samsung incluso los stockearon. Más tarde las automotrices reanudaron sus pedidos, los fabricantes de microprocesadores se vieron rebasados y se produjo una escasez mundial. La oferta de microprocesadores es poco elástica a las variaciones de la demanda por su proceso de producción, y el 80 % está concentrada en Corea del Sur y, sobre todo, en Taiwán, cuya empresa TSMC provee a Nvidia, AMD, MediaTek y Qualcomm.

La situación se agravó por la gran sequía taiwanesa de 2021 y 2022, que, además de su agricultura, afectó al centro productor de microprocesadores de Taichung. Luego se produjo un aumento del 300 % en los precios del silicio, principal insumo de los microprocesadores. Quizás fue una represalia de China, principal productor mundial, luego de que Estados Unidos bloqueara el suministro de microprocesadores a Huawei. La carestía del silicio fue un recordatorio de que China también es un monopolista natural de tierras raras como el neodimio o el escandio, de uso intensivo en la industria electrónica. La “naturaleza” del monopolio chino de tierras raras también es un híbrido entre la posesión efectiva de yacimientos naturales como Bayan Obo, fuente del 70 % de las tierras raras, y la voluntad política de asumir un costo ambiental alto: China Rare Earth Group Co., el consorcio de empresas chinas que explotan tierras raras, vierte 75.000 litros de agua ácida al suelo por año. Por último, el bloqueo del canal de Suez en 2021, debido al encallamiento de un buque portacontenedores, y la consiguiente triplicación de los costos logísticos también nos recordaron la materialidad del planeta. De hecho, el comercio global depende de una serie de choke points o “cuellos de botella”: pasos marítimos estrechos como el propio Suez, Panamá, Ormuz, Malaca o Dardanelos, entre otros, que permiten acortar las distancias pero que están permanentemente expuestos a bloqueos, tanto por embotellamientos como por conflictos militares, que dispararían los costos del transporte.

Pandemias y sequías, oferta y demanda, microchips y tierras raras, conflictos políticos y contingencias que escalan. El entrelazamiento de factores naturales y artificiales, como las bacterias resistentes a los antibióticos o los carpinchos de Instagram, hacen a nuestra nueva condición planetaria. Es el nuevo hardware.

Aceleración, homogenización e hibridación

El entrelazamiento de factores naturales y humanos (o artificiales) es la base de todas las discusiones sobre el “Antropoceno”. Cuenta la leyenda que Paul Crutzen acuñó el término súbitamente durante un debate entre geólogos en Cuernavaca, México, en febrero de 2000. En realidad, el concepto ya había circulado por la URSS en los años 60. Y luego de aquella discusión, un Crutzen más relajado lo fijó en un artículo del boletín n° 41 del Organismo Internacional de la Geosfera y la Biosfera. La hipótesis hablaba de una nueva época geológica signada por el impacto humano. El concepto tuvo una acogida más favorable en las ciencias sociales, el periodismo y el arte que en la disciplina que estudia específicamente las épocas geológicas. Para la geología, el desarrollo de la Tierra se mide en eones, eras, periodos y épocas, la última de las cuales, el Holoceno, empezó hace 12.000 años, luego del último periodo glacial. Eventos como la Primera Guerra Mundial, la conquista de América o la caída del Imperio romano son apenas chispazos recientes en la superficie de lo que estudia la geología. ¿Cómo pudo influir la acción humana en algo tan duro, profundo y lento? Las detonaciones de bombas atómicas a partir de 1945 pudieron tener algún impacto en las placas tectónicas. Pero en ese caso estaríamos ante un evento y no una época. El conjunto de todas las estructuras y objetos producidos por seres humanos pesa aproximadamente 30 billones de toneladas. Pero esto no supone un cambio geológico y es difícil establecer un hito de inicio estratigráficamente verificable. 

Finalmente, el volumen de dióxido de carbono en la atmósfera en los últimos dos siglos escaló de 300 partes por millón a 400. En este caso, más que una época geológica, estaríamos viviendo una aceleración. Incluso una aceleración de la aceleración, si tenemos en cuenta que la tasa de crecimiento del PBI, el consumo de energía y agua, la infraestructura, el transporte, los fertilizantes y (hasta 1980) la población aumentaron exponencialmente desde la posguerra. Pero eso ya no es un problema geológico. Y este no es un libro de geología. El concepto de “aceleración” es sustancial para cualquier historia del capitalismo y para la de este libro en particular.

Junto con la aceleración se verifica un proceso de homogenización e hibridación. Si hay un héroe del Antropoceno, ese es el Gallus gallus domesticus, más conocido como “pollo”. Los primeros indicios de su domesticación se ubican hace 3000 años en el Sudeste Asiático. Desde entonces, su esqueleto creció, la química de sus huesos cambió y su genética, también. La mayor parte de estos cambios se dieron a partir de la aceleración de mediados del siglo XX, cuando empezó la crianza industrial de pollos y superaron en número a la humanidad. Hoy este híbrido es el animal terrestre más numeroso del planeta, con 23.000 millones de individuos. El pollo actual no sólo es un producto humano, sino que sus huesos, desechados por millones en basureros, van a formar parte importante del registro fósil del planeta posthumano. Acompañan al pollo en esta aventura las vacas, las ovejas y los chanchos. Todas especies masificadas, homogenizadas e hibridadas por la mano antropogénica.

El cuerpo humano también está hibridándose aceleradamente. En 1999 Michael Goldblatt, director de la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzados de Defensa de Estados Unidos (DARPA, la cuna de internet), anunció que “la próxima frontera está dentro de nosotros mismos”. El capital circundante también avanza hacia ahí. La reducción del cuerpo a datos que se produjo en el capitalismo 3.0 hoy pega la vuelta y puede editar al cuerpo, nuestro wetware, como si fueran datos. Las instituciones se adaptan rápidamente a este giro: en 2018 el biofísico He Jiankui anunció que había aplicado la técnica CRISPR de edición genética a dos gemelas para inmunizarlas contra el VIH y fue repudiado por la comunidad científica y arrestado por el gobierno chino; en 2020 Jennifer Doudna, una promotora de la edición genética humana, recibió el premio Nobel de Química por el desarrollo de la técnica CRISPR. La pandemia de COVID-19 aceleró y homogenizó este proceso. La humanidad fue objeto de un experimento de control sobre el cuerpo a una escala sin precedentes: campañas de vacunación masiva en todos los países con vacunas apenas probadas, mecanismos de control disciplinarios (cuarentenas, restricciones) y biopolíticos (tests, geolocalización online, pasaportes sanitarios). El hardware se hace software, la materialidad participa de las inestabilidades del capitalismo 4.0.

Posnormalidad

La aceleración, homogenización e hibridación son procesos que afectan al hardware planetario: reducen la biodiversidad y la cobertura vegetal, aumentan las emisiones de carbono y alteran los flujos biogeoquímicos del fósforo y el nitrógeno, etc. Pero el hardware planetario ya es intrínsecamente inestable. Mucho antes del surgimiento de la humanidad, la Tierra sufrió extinciones masivas, explosiones radiactivas y cambios climáticos. La natural inestabilidad terrestre y el impacto planetario de la humanidad se retroalimentan de manera no lineal. Es un encuentro entre Godzilla y King Kong: la fuerza natural hibridada contra el primate excepcional y peligroso. Por eso, si existe algo como el “Antropoceno”, más que una era planetaria marcada por la acción humana, se puede caracterizar como lo contrario: la irrupción de fuerzas planetarias naturales y artificiales en los sistemas y rutinas humanas. Cambios climáticos que desplazan poblaciones, pandemias sintetizadas por el tráfico global, cuencas y humedales sepultados que inundan ciudades. En la sociología de las organizaciones se habla de “accidentes normales”: acontecimientos disruptivos de gran envergadura tan previsibles como inevitables, que se acoplan entre sí e interactúan de maneras inesperadas, no lineales. No sabemos cuándo ni dónde se va a producir la próxima fuga tóxica, pandemia o inundación, ni qué escala van a tener, pero sabemos que va a pasar.

Los “accidentes” son la nueva normalidad del Antropoceno como irrupción de la naturaleza alterada. Los sistemas complejos usan tecnologías de alto riesgo e impacto planetario. El homínido indefenso que hizo la primera choza para protegerse de la lluvia no controlaba a la naturaleza pero sí a su tecnología; el hombre moderno, desde Frankenstein a Blade Runner, sintió que controlaba a la naturaleza pero ya no a la tecnología. Hoy pareciera que no controlamos a ninguna de las dos. Constituimos ecosistemas híbridos y mal amalgamados que no sabemos cómo van a reaccionar entre sí. Ya vimos que la propia digitalidad es un caso de ecología inestable: al operar sobre nuestras percepciones y sensaciones, tuvo efectos no lineales sobre nuestra cognición, nuestro pensamiento y nuestro deseo, y desató una nueva ingobernabilidad.

Otro ecosistema híbrido e inestable son las ciudades. El abandono de la planificación durante el capitalismo 3.0 dejó la urbanización sujeta a procesos y actores heterogéneos y no coordinados: desarrolladores inmobiliarios, migrantes, agentes de la economía informal, redes delictivas, especies parásitas y patógenas. Podemos sumarle también una nueva generación de organismos artificiales: los dispositivos de IA como el reconocimiento facial. La ciudad hoy es una comunidad de organismos interdependientes que interactúan con un ambiente complejo y sujeto a su propia dinámica. No es una jungla de cemento, es un artificio que escapó del control humano hasta transformarse en un ecosistema. La retracción y erosión de los sistemas bienestaristas estatales llevaron a que la ciudad, junto a la web, reemplazara a la nación como formadora de identidades: tribus y vecinos por encima de ciudadanos.

La ciudad está particularmente atravesada por los dos vectores del capitalismo 4.0: la disrupción digital y la irrupción de fuerzas naturales alteradas. Ya vimos que cada versión del capitalismo le sumó un rol a las ciudades: nodo de circulación, centro de producción, centro de consumo, mercancía en sí. En el capitalismo 4.0 la digitalidad los reconfiguró: muchos procesos productivos reducen su escala y se instalan en centros urbanos; las economías urbanas se transforman en plataformas o nuevos nodos de la economía global; la disponibilidad de datos georeferenciados permite definir “barrios digitales” con mayor atractivo comercial e inmobiliario, incluso se desarrolló un algoritmo para predecir la gentrificación; y las plataformas de “trabajo colaborativo” amuchan a una clase trabajadora no asalariada en las ciudades, destinada a tener un peso sociopolítico que no será lineal ni previsible. 

Respecto a la irrupción de fuerzas naturales como inundaciones, crisis energéticas y sanitarias, la ciudad se va transformando cada vez más en un medio precario al que debemos adaptarnos antes que uno que podamos adaptar a nosotros. Antes de la pandemia de 2020 ya se discutía si la ciudad 4.0 iba a superpoblarse por el flujo de trabajo desindustrializado hacia el sector de servicios, o si iba a despoblarse como consecuencia de la degradación urbana y la oportunidad del trabajo virtual a distancia. La cuarentena alentó la ilusión de una “vuelta al campo”, pero en las condiciones actuales eso sería o una opción para pocos o una farsa: desarrollos inmobiliarios en manchones verdes de la periferia, con todos los problemas ambientales e infraestructurales de la dispersión urbana. La pandemia terminó pero es muy pronto para saber su efecto en las ciudades. En todo caso, profundizó las tendencias previas hacia la digitalidad y la precariedad. Por ejemplo, en América Latina, la región más urbanizada y desigual del mundo, la pandemia acentuó el proceso de valorización o segregación de espacios a partir de la disponibilidad y calidad de transporte público.

La transición energética

Uno de los motivos que prolongaron la crisis financiera de 2008 en una meseta económica más larga fue el aumento de los precios internacionales de las materias primas. Entre 2002 y 2005 el precio de los porotos de soja subió 29 %; el del café, 42 %; el caucho, 96 %; los metales, 100 %; el petróleo, 114 %. Sus causas iban desde la crisis petrolera causada por las guerras de Estados Unidos en Irak hasta el aumento del consumo en los países asiáticos, sobre todo China e India. Sus consecuencias fueron desde los quince años de bonanza y políticas redistributivas en América Latina (que exporta materias primas) a la crisis social y política en los países árabes (que importan alimentos). Y la revolución del fracking.

“Fracking” es un término que se refiere a dos tecnologías distintas y preexistentes. La fracturación del subsuelo con inyecciones hidráulicas para extraer petróleo —una técnica que se conocía desde mediados del siglo XX— y la perforación horizontal: hacer un pozo vertical hasta cierta profundidad y luego doblar en 90° para inyectar el agua, quebrar el suelo y liberar el hidrocarburo. La combinación de ambas empezó a aplicarse de manera experimental en 2005 para extraer hidrocarburos no convencionales, como el gas de lutita (shale gas) o el petróleo de esquisto (shale oil) perforando más rápido y profundo. 

Luego de la crisis de 2008, el fracking se transformó en la técnica dominante y reposicionó a Estados Unidos como productor de hidrocarburos: desde 2014 duplicó su producción, cubrió el consumo global, planchó los precios internacionales y marginó a los productores tradicionales nucleados en la OPEP, que vieron caer sus ingresos petroleros en medio de la carestía mundial de alimentos. Además, el empleo de shale gas en lugar de petróleo le permitió reducir sus emisiones de carbono. A partir de 2019 la fiebre del fracking empezó a apagarse. Los emprendedores petroleros se acomodaron en un modelo de negocio más conservador, la producción fue estancándose y la OPEP recuperó su lugar. El riesgo ambiental y los conflictos políticos del fracking empezaron a pesar en los costos. De última, extraer esquistos butiminosos de las grietas del subsuelo es rascar el fondo de la olla petrolera. Por ahora, Estados Unidos mantiene su posición como principal exportador, pero la producción de esquisto sigue sin remontar y los precios siguen altos. Por otro lado, la cadena de suministros tiende a concentrarse, y China y Rusia podrían formar un cártel global de refinación de hidrocarburos. Triunfa el antimercado: toda la línea, del pozo al surtidor, queda en las pocas y volátiles manos de la geopolítica. Otro signo de que la abundancia se acabó y más temprano que tarde habrá que pensar en una transición energética.

En el mundo de las ideas, los debates sobre la transición enfrentan a “ambientalistas” partidarios de las energías renovables y “modernistas” partidarios de la energía atómica. Pero en el mundo material ninguna alcanza. Todas las plantas nucleares del mundo producen sólo el 5 % de la energía en uso, habría que construir tres plantas más por mes a lo largo de 60 años y afrontar una escasez de uranio para 2030, además del encarecimiento por normativas cada vez más estrictas. De cumplirse la promesa de energía por fusión nuclear, posiblemente tendrá las mismas restricciones. Las energías solar y eólica, por su parte, todavía no son capaces de abastecer ni un 25 % de la energía necesaria, tienen menor rendimiento que las fósiles, no son constantes ni fácilmente almacenables y, con la tecnología actual, sus paneles y molinos ocupan entre 300 y 400 veces más espacio que las plantas nucleares, además de emplear recursos no renovables como cobre o metales raros. Una opción sería almacenar electricidad de origen eólico o solar en nitrógeno, un gas que puede extraerse del agua mediante electrólisis y es fácil de comprimir y distribuir. Pero esta “tecnología verde” todavía no maduró como para escalar su producción y comercialización.

El nuevo régimen energético será un híbrido integrado por renovables, atómica, represas hidroeléctricas y algún hidrocarburo amable, como el gas. Mientras tanto, la transición a un nuevo régimen energético, como todas las transiciones, empleará mucho de la vieja energía. Las renovables ya crecen a la misma tasa que el consumo global y la electrificación de Asia disminuye un poco las emisiones. Pero vamos a seguir usando fósiles por mucho tiempo. Hay rincones del mundo que aún esperan la transición al hidrocarburo para disminuir la tala indiscriminada. En ese camino, el gas natural es una alternativa barata y segura.

La otra fuerza que juega en la transición es la propia austeridad del capitalismo 4.0, que desaceleró algunas curvas. La tasa de crecimiento demográfico global quedó clavada alrededor del 1 % anual, más sostenida por la baja mortalidad que por la tasa de fertilidad, que tendió a bajar por el aumento del nivel de vida y por políticas públicas de fertilidad. La población tiende a concentrarse y se espera que para 2050 un 70 % viva en ciudades que ocupen un 3 % de la superficie terrestre, aunque las pautas de urbanización en la periferia del mundo son sumamente precarias e ineficientes. El consumo de carne y agua en la dieta promedio global también descendió. 

Recordemos que el fin del capitalismo 2.1, su planificación y su bienestarismo, no lo causaron ni Hayek ni Reagan, sino la crisis simultánea de un petróleo artificialmente barato y un sistema monetario global basado en dólares de papel. Fue un retorno de la termodinámica. El capitalismo 3.0 lo surfeó con ajustes estructurales, un trading salvaje de materias primas, un flujo financiero global y la tercerización de la producción en cadenas de valor a veces ridículamente largas. En 2020 circuló la foto de un pote de peras argentinas envasadas en Tailandia para ser consumidas en Estados Unidos. Con el capitalismo 4.0 el ajuste termodinámico pega otra vuelta y se hace imprevisible. Harán falta nuevos modelos de bienestar y planificación adaptados a la contingencia y un sistema monetario más representativo de los valores energéticos. Las criptomonedas —cuyo consumo eléctrico en 2020 dejó sin luz a los 240.000 habitantes de la República de Abjasia, junto al Mar Negro— pueden ser dinero de base energética, muy a su pesar, si dejan de lado los dogmas y las boludeces libertarias. 

El capitalismo 4.0 es una máquina planetaria ciberfísica, la IA, pero también es un ajuste termodinámico que puede precarizar la vida de la mayor parte de la humanidad.

La era de la precariedad

Los dos vectores del capitalismo 4.0 confluyen en la precariedad. La disrupción digital jibariza a la empresa en startup, saltea intermediaciones, destruye más empleos de los que genera y desalariza a sus nuevos trabajadores. La irrupción de fuerzas planetarias resquebraja el soporte material de nuestras vidas: una nueva inundación o incendio forestal nos obliga a desplazarnos, una nueva cepa de virus nos encierra o nos enferma o ambas cosas, y al final del túnel sólo se ve el brillo oscuro de la incertidumbre. El hardware se hizo software, incorporando a su inestabilidad el impacto y la intrusión de la sociedad humana. El software se hizo hardware, rodeándonos de un capital circundante de efectos no lineales. 

La vida en el capitalismo 4.0 promete ser inestable, contingente y precaria. Y ya encontró a sus sujetos: el cartonero, el redditer que juega a la Bolsa, el transa, el bitcoinero, el inmigrante que reparte para una app, el tiktoker que espera pegarla. Los humanos del capitalismo 4.0 entendieron que mañana nunca se sabe, mejor hacer algo con poco y ver qué pasa. En la precariedad, “emprendedorismo” rima con “supervivencia”. Si perforamos el fondo del nuevo software hasta tocar la primera capa del hardware sedimentado, vamos a encontrar la base histórica de la precariedad, la más estable y dinámica de la actividad humana: la economía informal.

El término “economía informal” fue acuñado por el antropólogo Keith Hart en 1971, luego de un estudio de campo en Accra, la capital de Ghana, en un intento por convencer a los economistas de la Organización Mundial del Trabajo de que el concepto macroeconómico de “desempleo” no tenía mucho sentido en medio de la compleja maraña de actividades e intercambios por fuera de cualquier normativa o regularidad que realizaban los pobres para sobrevivir. En los años 80, Hernando de Soto, un economista peruano que trabajó con Fujimori y fue ungido por Hayek como su sucesor, desarrolló la influyente tesis de que los pobres no son proletarios sin empleo, sino empresarios sin capital: sus actividades económicas generan una cantidad de riqueza que el PBI no mide y que las regulaciones estatales entorpecen. Ahora queda claro por qué el porcentaje de actividad empresarial incipiente es más alto en Ecuador y Burkina Faso que en Estados Unidos. 

Con el capitalismo 4.0, la informalidad conquistó a la economía por abajo y por arriba. Por abajo, la informalidad es el espacio de supervivencia de esa institución ancestral que el capitalismo siempre intentó subyugar: el mercado. El Special 301 Report que publica anualmente la Office of the United States Trade Representative para reportar casos de piratería, falsificación, etc., incluye una lista de notorious markets (mercados de mala fama). Allí figuran el Mercado de Tepito mexicano, La Salada argentina y el Petrivka ucraniano, entre otros mercados informales mayormente de India y China, cuya centralidad global los transforma en un problema geopolítico. Por fuera de esta lista negra quedan otras formas de mercados informales: desde un fenómeno universal como la venta ambulante hasta casos extremos como los mercados en zonas de guerra tales como Darfur, Líbano o Kabul. Estos mercados posbélicos surgen tanto de la necesidad de autoorganizarse ante la escasez como del lucro en un contexto de necesidad. Eventualmente, pueden contribuir a la regeneración económica e incluso a la convivencia, como el shopping Arizona de Brčko de Bosnia Herzegovina. Otro caso de convivencia y conflictividad son los mercados informales en zonas de frontera, como Ciudad del Este o El Paso. Una frontera separa tanto como une. De la misma manera en que dos cuerpos a diferente temperatura producen un flujo de energía de uno a otro, yuxtaponer dos o más ecosistemas legales, monetarios y sociales distintos posibilita inevitablemente un flujo de mercancías y personas de un lado a otro, habilitando tanto la cooperación como la competencia, incluyendo al crimen organizado (que no deja de ser una forma de cooperación).

Mercados informales. La Oficina del Representante Comercial de los EE.UU. (USTR) realiza un monitoreo de mercados informales. El mapa indica niveles de prioridad de vigilancia y mercados “notorios”, entre los que se incluye “La Salada”, para el periodo 2004-2015.

Los mercados informales no sólo están presentes en todo el mundo, sino que funcionan a través del mundo. Los urbanistas Peter Mörtenböck y Helge Mooshammer coordinaron una red global de colaboradores para reportar y mapear 72 mercados informales en diferentes partes del planeta. En octubre de 2023 estuvieron en Argentina, invitados por el colectivo urbanista m7red, y aprovecharon para recorrer La Salada. Al escuchar el ruido de la cinta de embalar rodeando uno de tantos bultos de mercancías, Helge dijo: “Ese es el sonido de fondo de todos los mercados informales, desde Rusia hasta acá”. Los mercados informales son un fenómeno local y global. Por un lado, funcionan a nivel territorial, incrustados en condiciones geográficas, culturales y políticas totalmente locales y particulares. Por otro, son una plataforma global, presentes en todo el mundo, completamente integrados a la circulación de los bienes y personas, que aprovecha las tecnologías del capitalismo 4.0 y lleva sus marcas y pautas de consumo a rincones que pocos CEO o publicitarios querrían pisar. En tiempos de desglobalización, incluso funcionan como backup: allí donde la guerra, la miseria o alguna catástrofe corten el flujo tecnofinanciero, se montará un mercado y el logo de Nike resurgirá de las cenizas sostenido por la mano más sucia y curtida del planeta.

Pero la informalidad también se difundió por arriba, en los circuitos más altos del capitalismo. Ya vimos en el capítulo anterior que el comercio global de materias primas funciona al margen de las regulaciones y sobre excursiones casi aventureras en zonas de alto riesgo. Lo dice el propio Hart: “La economía informal comenzó hace cuarenta años como una forma de hablar de los pobres urbanos del Tercer Mundo que vivían en las grietas de un sistema de reglas que no llegaba hasta ellos. Ahora el propio sistema de reglas está en duda. Todo el mundo ignora las reglas, especialmente las personas que están en la cima —los políticos y burócratas, las corporaciones, los bancos— y evitan ser considerados responsables de sus acciones ilegales. La privatización de los intereses públicos es probablemente universal pero la novedad del neoliberalismo es que, mientras que la alianza entre dinero y poder solía ser encubierta, ahora se celebra como una virtud, envuelta en la ideología liberal. La economía informal parece haberse apoderado del mundo, disfrazada con la retórica del libre mercado”.

El capitalismo 4.0 está signado por la creciente informalidad del capital: el flujo tecnofinanciero cada vez se ajusta menos a normativas de ningún tipo. El capital así emancipado mercantiliza objetos y prácticas hasta casi no dejar nada afuera, amplía la cantidad y oportunidad de operaciones económicas no legales y reduce su capacidad de absorber a la población activa de manera estable (el “empleo legítimo” que todavía prometen algunos políticos). Prácticas como el leasing, las “posiciones en corto” o el propio modelo de startup generaron capitalistas sin capital en el vértice superior del capitalismo.

Para De Soto, la solución a la informalidad es blanquearla y formalizarla así como está. Incluso impulsó campañas de titularización de viviendas informales en Lima que luego fueron imitadas por gobiernos de izquierda en San Pablo y Calcuta. Pareciera que la única manera de superar la precariedad es empezar a considerarla como un sistema en sí.

La informalidad hecha sistema

Un sistema que genera más mercancías, menos legalidad y más gente sobrante inevitablemente alimenta más mercados informales. Se va reconfigurando el triángulo entre el capitalismo, los Estados y los mercados. El Estado ordena los mercados para que el capital pueda acumularse. El capital hace circular una gran parte (pero sólo una parte) de los bienes e información por el mercado para realizar su valor. Y los mercados congregan a todas las personas que necesitamos esos bienes y esa información para vivir. Los mercados disputan palmo a palmo una superficie terrestre cada vez más escasa y peliaguda con los Estados (que van calibrando su tolerancia), las grandes corporaciones (cuyas marcas difunden y/o falsifican) y los organismos internacionales (que los observan de cerca sin poder actuar sobre ellos). Los Estados y el capital no dejarán de presionar a los mercados informales para condicionar o redireccionar su funcionamiento pero no pueden suprimirlos ni pretenden hacerlo. 

La formalidad o informalidad de los mercados es una frontera que se va moviendo según las necesidades y posibilidades del capital y el Estado en cada época. Cuando el gobierno de los Estados Unidos prohibió el alcohol, generó un mercado sobre el cual operaron ciertos capitales; cuando levantó la prohibición, generó otro tipo de mercado para otros capitales. Otro ejemplo es el mercado de la cocaína, cuya legalidad o ilegalidad fue remapeando a América Latina. Con la prohibición global de su tráfico a partir de 1940, Colombia y Bolivia reemplazaron a Perú como productores y México reemplazó a la farmoquímica Merck como distribuidor; los campos de amapolas de Sinaloa ardieron, y por las viejas rutas del opio y la marihuana empezó a circular cocaína. Las sucesivas restricciones y “guerras contra las drogas” desde los años 70 subieron los beneficios pero también los riesgos y costos. Se impuso el antimercado: Félix Gallardo y Jorge Luis Ochoa cartelizaron los mercados de México y Colombia, respectivamente, y la violencia paraestatal pasó a ser parte del modelo de negocios. 

La cartelización de la informalidad no es sólo un asunto de narcos. También ocurre con los asentamientos urbanos periféricos. En muchas ciudades de Asia y África la propiedad urbana está tan o más concentrada que la rural: la mitad de la superficie urbana del Sudeste Asiático está en manos del 5 % de los propietarios; en India, 6 % de los propietarios concentran tres cuartas partes de las tierras urbanas sin uso formal. De esa manera, todos los habitantes de asentamientos son inquilinos de facto de una élite de latifundistas urbanos que lucran con la informalidad.

La economía informal forma parte del capitalismo 4.0 en todos sus niveles y en todos los futuros que podamos imaginar. Si el orden global colapsa, será el backup que mantendrá la distribución de bienes en los pedazos que sobrevivan; si el orden global escala, será la plataforma territorial que le dé asiento y condición de posibilidad en cada punto del planeta; si el flujo tecnocapitalista escapa del control humano, será nuestro refugio, quizás lo último que quede de aquello que alguna vez llamamos “sociedad civil”. Pero conviene ver más de cerca esos futuros, aunque sea brevemente.

Tres futuros

El capitalismo hoy abarca a todo el planeta, incluyendo al cuerpo humano. Se están por cumplir 25 años de este presente, demasiado tiempo para hablar de “crisis”: esto es una versión del capitalismo, con sus tecnologías y sus problemas. La versión 4.1 tendrá que resolverlos en algún sentido. El problema ya no es tanto crecer como gestionar el capital circundante y sus externalidades: crisis energética, procesos híbridos, intensidad identitaria. Me atrevo a especular con tres posibilidades abstractas y extremas. En los hechos, pueden solaparse o darse de manera parcial.

Un escenario posible sería que la desglobalización avance hasta quebrar el capital global en capitalismos soberanos o imperiales. Previsiblemente, este proceso se legitime en nombre de las soberanías nacionales, pero lo más probable es que se formen bloques hegemónicos como el BRICS. Este escenario puede ser sumamente conflictivo e inestable a nivel geopolítico, pero permitiría revertir la homogenización y reconstruir las diversidades técnica, biológica y cultural.

Otra posibilidad sería que finalmente se restableciera un orden mundial capaz de revertir la desglobalización y gestionar de manera coherente el capital circundante. Este escenario profundizaría la homogenización, perfeccionaría la gobernanza digital y debería encarar la gestión de la crisis climática. Las soberanías nacionales y los procesos democráticos de deliberación tendrían un importante rol ornamental.

Finalmente, y este es el caso más especulativo, la aceleración del capital global podría llevar a desengancharlo de todos los procesos biológicos. El flujo tecnofinanciero se fugaría de la ley mediante las criptomonedas; de la naturaleza, mediante el transhumanismo extropiano o la singularidad; del planeta, mediante la colonización espacial; y de la humanidad, en los tres casos. En este escenario, todo el planeta sería la periferia en relación a un centro ubicuo.

Referencias

Aldrich, H., Ruef, M. (2017). Unicorns, Gazelles, and Other Distractions on the Way to Understanding Real Entrepreneurship in America. Academy of Management Perspectives. 32, 458-472. 10.5465/amp.2017.0123. 

Badaró, M. (coord.) (2016). China y las transformaciones del capitalismo contemporáneo: enfoques antropológicos. Etnografías Contemporáneas, Año 2, Núm. 2.

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