Me matan las estadísticas
Notas

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Me matan las estadísticas

¿Analizamos bien el riesgo? ¿La intuición funciona siempre?

Una pareja camina feliz por la orilla. Son jóvenes y tienen los pies mojados. Por obra de algún maltrecho sentido del placer, los dos piensan que tener los pies mojados y andar enterrándolos en la arena es algo lindo, allá ellos. Están juntos, están felices. No les importa que la arena esté sucia, que las aguavivas parezcan pulmones de fumador vueltos a la vida y lanzados al mar, que se venga tormenta y el viento agite. Van de la mano y sonríen y juran cualquier cantidad de cosas, tomándose la eternidad a la ligera.

– ¿Habrá tiburones acá? – dice ella.

– Ni chances – responde él, seguro – Además, leí que estadísticamente es más probable que te mate una vaca antes que un tiburón.

– Ay, me matan las estadísticas – ríe. Después se zafa y corre unos pasos. Está sumamente interesada en un caracol puntiagudo con vetas rosadas. Se agacha para agarrarlo mientras oye la voz de él que aprovecha para decirle barbaridades. Entonces lo siente. Un escalofrío en la piel, un aura, la sensación de que se le erizan todos los pelos. ¡Es el amor!, piensa. Y un segundo después, en el exacto momento en el que se convence de que su vello le está corroborando la infinitud del alma humana, un rayo la parte en mil pedacitos secos, fritos, unidos entre sí por filamentos electrificados. Sola se muere, porque al novio lo deja ciego el resplandor y para cuando puede recobrar la vista ya es tarde y hay una cantidad enorme de curiosos pegando gritos. La playa convulsiona. Llegan los médicos, la policía, las cámaras.

A cientos de kilómetros de ahí, mi vieja ve las noticias. Se lleva la mano a la boca. Chequea el pronóstico, mira el cielo. Está un poco nublado. Me llama. La conversación se extiende al menos por media hora. La idea básica es que me cuide, que no salga si llueve un poco porque a partir de hoy los rayos matan gente. No importa que los rayos vengan matando gente desde que Zeus corría en pañales y se sacaba centellas de la nariz con el dedo. La preocupación nace hoy porque salió en las noticias. Las noticias inventaron hoy la muerte por rayo.

Después de cortar con mi madre, y atendiendo a que es una venerable señora que supo tener razón más veces de las que me gusta admitir, abro una página de Google y apelo a la segunda fuente inagotable de conocimiento que tengo a disposición ya que, como queda dicho, la primera está claramente conmocionada.

La estadística dice que aproximadamente 25.000 personas mueren por año golpeadas por un rayo. La estadística, como todos saben, no miente. Y si miente no nos damos cuenta. Al menos yo no soy matemático, pero 25.000 me parece un número alto.

Me angustio. Cuando me angustio me da hambre, así que corro a la heladera y me hago un sánguche. Voy por la segunda capa de mayonesa cuando me asalta otra duda. Vuelvo a Google. 7.20 millones de personas mueren por año en el mundo a causa de enfermedades coronarias. La puta que me parió, mi vieja nunca me dijo nada al respecto.

Miro el sánguche con recelo y lo dejo a un lado. Los nervios me llevan, casi como acto reflejo, a prenderme un cigarrillo. Caigo en la cuenta de que no necesito Internet para corroborar lo que sigue. Las muertes por cáncer de pulmón ascienden a 1.32 millones. Estoy por apagar el pucho pero le doy una seca más. Lo llevo al cenicero, lo voy a aplastar pero otra seca, la última, y ahora sí, casi, agacho la cabeza, acercó la cabeza al cenicero y al pucho y succiono de nuevo y listo, lo apago, orgulloso de mi fuerza de voluntad.

¿Por qué será que me cuesta tanto dejarlo? pienso, distraído por un momento de los riesgos reales de ahí afuera. “Porque es adictivo” dice una voz en mi cabeza y no me clavo un sopapo gracias a que todavía tengo algo de dignidad. Ya sé qué es adictivo. Me pregunto por qué, aun sabiendo que es una condena de muerte cilíndrica, no logro superarlo. Levanto el teléfono y llamo a Pablo González, que sabe de estas cosas y por “estas cosas” me refiero un poco a todo. Pablo me cuenta que hay un tipo que se llama Slovic, que no es ruso sino yankee, y que es el presidente de la Society for Risk Analysis, unos científicos muy raros que estudian los motivos por los cuales yo no logro calmarme. Según Slovic, la gente tiende a juzgar los beneficios y los riesgos de cualquier actividad condicionados por la cantidad de placer que obtienen de la misma. A más placer, nuestra percepción del riesgo es menor o la valoración que hacemos de las consecuencias es menor, cosa que suena simple puesta así pero que bastante luz echa sobre ese abismo que se abre cada vez que alguien enciende un cigarrillo, te mira a los ojos y te dice cómplice “de algo hay que morir”.

Pablo se da cuenta de que su explicación no me tranquiliza en absoluto y me ofrece que vaya a su casa a tomar mate, el noble mate que no tiene consecuencias nefastas si dispone uno de la motricidad mínima como para no clavarse la bombilla en el ojo. Le digo que sí, que ahora voy, y corto. Por suerte no tengo auto, las muertes en accidentes de tránsito no bajan de 1.27 millones. Decido ir en subte.

Ya con las llaves en la mano me cae otra inquietud. No me animo a llamar a Pablo de nuevo. ¿Googlecito, Googlecito, cuál es el modo de morir menos bonito? No sé, pero tuberculosis es bastante feo. Y se mete en el bolsillo a 1.46 millones de personas todos los años. No es cuestión de enlatarse en un vagón con tántos gérmenes dando vueltas, no señor. Por supuesto la búsqueda llega hasta ahí. Googlecito es perverso (como se dice de todos los espejos) y esconde en ese terreno inexplorado -que empieza más allá de la página 2- la existencia de un tal Chauncey Starr.

Pausa necesaria para pensar en Ringo.

Sigo: Resulta que este tal Chauncey descubrió que estamos todos muy orgullosos de nuestro libre albedrío y que los riesgos que corremos nos parecen mucho menores si los corremos voluntariamente (y ni hablar de si nos producen placer, como sostiene el falso ruso de Slovic). Es decir, que tomarse dos pintas de rubia, subirse a un auto y acelerar por Panamericana es un juego de niños si el que maneja es uno. En cambio, si el que maneja es nuestro tío Oscar que se tomó una copa de vino en el cumpleaños de la abuela, lo más probable es que entremos en pánico.

Chauncey no habla de su tío sino de la posibilidad de un desastre nuclear y lo indignados que estaríamos todos si mañana una fuga radioactiva nos hace crecer tentáculos en lugar de brazos (con la consecuente dificultad para escribir furibundas cartas al gobierno quejándonos por el corte de luz) siendo un hecho tan ajeno a nuestro control. Pero técnicamente esto no lo sé a ciencia cierta porque no llegué a buscar tanto. En lugar de eso estoy acurrucado en el sillón y muy tentado de llevarme el pulgar a la boca, tratando de calcular cuáles son las posibilidades de que la estadística nos haya cagado la vida o si lo que pasa es que nos gustan las estadísticas y por eso no nos preocupa que nos hagan tan mal. Escucho que se larga a llover. Ya no le tengo miedo a los rayos. Esa certeza me invade y es un alivio inmensurable. Me siento vivo y a la vez sedado. Necesito decírselo a mi vieja. Voy hasta el teléfono. Llamo. Suena, suena y no atiende, pero no me preocupo. Yo sé que mi vieja a menudo no escucha el teléfono porque está muy ocupada en la cocina. La imagino poniendo aceite en una sartén, al lado de dos ollas enormes que hierven con furia. El vapor le empaña los anteojos. En las paredes cuelgan todo tipo de accesorios de metal. La radio vocifera cifras de muertos por tal o cual motivo. El aceite ya está caliente. En el piso, al lado del pie, una mancha de grasa fresca, tibia, resbalosa.