A todos probablemente alguna vez nos pasó algo masomenos así: jugando como salvajes, a los 7, 8 años, ignorando los constantes ‘te vas a lastimar‘, ¡BUM! Golpe en la cabeza. En el fondo se escucha a la abuela diciendo: ‘Te dije. Cuidado, m’hijita, ¡que las neuronas no se regeneran!’ (quizá la abuela no usó exactamente las palabras ‘neuronas’ y ‘regeneran’, el recuerdo puede estar afectado por el golpe, pero está inspirado en hechos reales). Lo cierto es que las neuronas son el principal tipo de células que componen el cerebro, y durante muchos años se creyó que, a partir de un determinado momento, tenemos las neuronas que tenemos, y si las perdemos, no las recuperamos más: estas son las que hay, la que se pierde, se pierde, fin de la neurohistoria. Bueno, no: hoy sabemos que no es tan así.
Todo empezó hace más de 100 años con Santiago Ramón y Cajal (sí, es una sola persona, miembro del Comité de Confusiones junto a Ortega y Gasset, López y Planes, Olaguer y Feliú, entre otros). Hasta ese momento el cerebro era percibido como una sola cosa, una masa. Lo que hacía este médico español era cortar en pedacitos partes del cerebro y teñirlas con una solución que reconoce distintos componentes celulares, inventada por el italiano Camilo Golgi unos años antes (y con quien finalmente compartiría un Nobel). Si bien los resultados que obtenía no eran clarísimos, su imaginación volaba y estas tinciones le permitieron a RyC interpretar lo que estaba viendo; tanto que le debemos las primeras descripciones del sistema nervioso y sus magníficas ilustraciones de redes neuronales.
Ramón y Cajal fue el primero en describir las neuronas; propuso que son entidades separadas e independientes y que no forman una cosa maciza, sino que se tocan y se comunican entre sí, pasándose información a través de sus expansiones. Esto fue tema de discusión por muchos años, especialmente porque nadie entendía del todo cómo podía funcionar que fueran distintas pero anduvieran tan bien como un todo.
Durante el resto del siglo pasado hubo mucha evidencia que se sumó al debate: la capacidad del cerebro de transferir información eléctrica, el descubrimiento de partículas que pasaban información (donde influyó bastante el argentino Eduardo de Robertis) y un mejor entendimiento general de cómo funciona una célula. Pero todo empezó con los dibujos hechos a mano de Santiago Ramón y Cajal, el puntapié inicial para una revolución que llegó hasta hoy, donde podemos ver cada neurona de un color distinto al resto.
Para obtener estos dibujos, miraba cerebros adultos (muertos, claro), y una de las cosas que observó fue que esas células no se multiplicaban. Así surgió uno de los más grandes dogmas de la neurociencia: una vez que el tejido nervioso termina de desarrollarse y que los animales alcanzamos la adultez, las neuronas no se reproducen más. Esta afirmación estaba un poco floja de papeles, principalmente porque aún tomando células que sí se dividen en una situación normal, no lo harían en esos casos, ya que los pacientes estaban muertos (en realidad hubieran podido pero bajo ciertas condiciones). La cosa quedó ahí por casi un siglo. Pero lo lindo de las ideas en ciencia es que, si la información disponible aumenta y hay evidencias que van en sentido opuesto, las ideas pueden cambiar.
Para entender cómo se comporta algo es necesario poder medirlo (directa o indirectamente). Ver cosas chiquitas como una célula no es nada fácil y peor es intentar saber qué le está pasando adentro. Hace 60 años se desarrolló una técnica que permitió entender qué células se estaban dividiendo. Cuando una célula se replica, fabrica ADN nuevo a partir del que tiene y en el proceso toma moléculas del medio en el que vive. Entonces se puede poner en ese medio alguna molécula marcada, fácil de identificar; por ejemplo alguna que se use en esta síntesis de ADN. Esto hace que las hijas de una célula que se dividió tengan esa marca (radiactiva), haciendo mucho más fácil la medición de cuántas y cuáles células salieron de una misma madre.
Usando esta técnica, un investigador húngaro llamado Joseph Altman empezó a ver estas marcas radiactivas en células de ciertas zonas del cerebro de ratas adultas, lo que indicaba que se estaban dividiendo, algo que iba en contra de lo que se pensaba en ese momento. La comunidad científica general no le dio mucha cabida. Había que ser muy osado para atreverse a decir que Ramón y Cajal, un premio Nobel, se había equivocado. Por suerte Altman lo fue, y en los años ‘80, tímidamente aunque cada vez con más fuerza, se empezó a hablar del proceso por el cual se generan neuronas nuevas en organismos que están en la etapa de adultez: la neurogénesis adulta.
Una vez que esta idea agarró velocidad empezaron a llegar reportes de que este proceso también ocurría en reptiles, aves, humanos y en casi todos los mamíferos. En estos últimos ocurre sólo en dos zonas muy chiquitas del cerebro. Las neuronas originadas en una de estas zonas, los ventrículos laterales, terminan migrando hacia los bulbos olfatorios, donde se cree que tienen funciones relacionadas con el olfato.
Sin embargo, todas las miradas se la lleva la otra zona, ubicada en la parte inferior del cerebro: el hipocampo, llamada así porque, en los primates, tiene formita del romántico bicho de mar.
Dentro de esta estructura, que por dentro es bastante compleja, se encuentra una pequeña banda de neuronas que se posicionan como dando un giro, formando una C; el giro dentado. Ahí adentro existe una capa muy finita de células que se distribuyen por los bordes, llamada zona subgranular. Es recién ahí, en las profundidades del hipocampo, donde ocurre neurogénesis en los adultos. El proceso se puede dividir en varias etapas de acuerdo a quién lo describa y escriba, pero en general son 3: las células se dividen (proliferación), adquieren las características de las neuronas específicas de esa zona (diferenciación) y sólo sobreviven aquellas nuevas que logran hacer conexiones eficientes con las neuronas viejas (sobrevida).
Todo el tiempo estamos generando neuronas nuevas. Es un proceso que ocurre de manera natural y lo conocemos hace tan poco que todavía no entendemos qué función cumple. Aunque, como sucede en muchísimos vertebrados, lo más probable es que esté asociado con alguna función importante, como por ejemplo dar lugar a unos tipos de neuronas que, según se cree, se encuentran relacionadas con diversas funciones del hipocampo como la memoria espacial y, lo más interesante, las emociones.
Si bien en distintos animales, como los roedores o las aves, está muy establecido que este proceso es importante para las funciones cerebrales, hoy en día todavía existe la controversia de si realmente ocurre en niveles significativos en el ser humano (los más manijas pueden ahondar en este debate acá y acá). El problema principal para responder esta pregunta tiene que ver con lo complicado que es realizar estudios en humanos vivos, dado que obviamente no está bien visto usar las mismas técnicas que se usan en otros animales, como la de la marca radioactiva. Entonces la gente que investiga esto recurre a cerebros donados de individuos fallecidos y tratan de utilizar otras estrategias moleculares para encontrar las neuronas nuevas, como anticuerpos que marquen proteínas que se expresan específicamente en células recién nacidas o jovencitas. El tema es que trabajar con cosas muertas, al igual que le pasaba a Ramón y Cajal, tiene sus inconvenientes: poco número de muestras disponibles, estado de preservación de las muestras, que las proteínas que se buscan se degraden como consecuencia de un mal estado de preservación, etc. Mientras esto se sigue investigando, las evidencias actuales más fuertes muestran que sí hay neurogénesis en los humanos en cantidades considerables.
Más neurogénesis y menos Prozac
Uno de los modos de estudiar y entender la neurogénesis (hipocampal adulta, pero vamos a decir sólo neurogénesis porque si no es muy largo) es aumentando o disminuyendo sus valores normales (también llamados basales o fisiológicos) y ver qué pasa. Porque lo interesante es que está regulada por muchísimos factores: internos, como puede ser la respuesta a una enfermedad; y externos, como pueden ser estímulos ambientales o drogas. Por ejemplo, se sabe que el envejecimiento y el estrés disminuyen la división de las neuronas, dando menores niveles de neurogénesis. Cosa que también puede pasar con las drogas de abuso, como los opiáceos, el alcohol y la cocaína. Por el otro lado, factores como el enriquecimiento del ambiente −es decir, mejora del bienestar físico y psicológico mediante estímulos ambientales como juguetes o compañeros de juego, el aprendizaje o el ejercicio físico−, aumentan los niveles de neurogénesis (otra razón más para soltar Netflix un rato y moverse un poco más).
En base a esto, hace algunos años se empezó a estudiar qué pasaba en el cerebro frente a diversos fármacos que podrían actuar como factores modulatorios de la neurogénesis. Indagando con diferentes drogas se descubrió que los antidepresivos, en particular los del grupo de los que forma parte el Prozac, luego de alrededor de 3 semanas de tratamiento también aumentan la neurogénesis. ¡CHAN! Esto fue un antes y después porque marcó una posible conexión entre la neurogénesis y la depresión.
La depresión es una enfermedad afectiva (relativa a las emociones) muy prevalente en el mundo, y si bien se la ha estudiado bastante, todavía no es muy claro cómo y por qué surge. Pero menos claro aún es el mecanismo de acción de los diversos antidepresivos (y otro montón de drogas) que se usan, o por qué hay personas que son resistentes a estos tratamientos y no logran aliviar sus síntomas. En el pasado se relacionó la depresión con una molécula especializada en la comunicación entre neuronas, un neurotransmisor llamado serotonina. En el cerebro, este neurotransmisor interviene en procesos como la regulación del ciclo de sueño, la inhibición de la agresión y los estados de ánimo. El tema es que en muchos pacientes deprimidos los niveles de serotonina en sangre son muy bajos. Y como hay un grupo de antidepresivos (el del Prozac) que aumenta la cantidad de moléculas de serotonina, se asoció su falta a la enfermedad.
Pero no todo es tan sencillo, y no toda correlación implica causalidad, en especial porque no todos los pacientes depresivos muestran disminuciones significativas de serotonina. Cuando se empezaron a estudiar los cerebros de personas fallecidas que habían sufrido depresión, se encontró que tenían menor número de neuronas nuevas en comparación con personas sin depresión. Las nuevas hipótesis indican que la neurogénesis sería un mecanismo importante a través del cual el hipocampo podría cambiar sus conexiones neuronales mediante el agregado de células nuevas, lo que le permitiría adaptarse de la mejor manera posible a los desafíos del ambiente. Entonces, una persona con fallas en la neurogénesis sería menos capaz de adaptarse, lo que podría traer como consecuencia estrés y depresión.
La balanza se inclina cada vez más en favor de esta hipótesis acerca de los problemas en el procesamiento de la información y sus respuestas, dejando de lado la idea del desbalance químico de ciertas moléculas, entre ellas la serotonina. Como dijo el científico sueco ganador del Nobel, Arvid Carlsson, “Sin embargo, debe reconocerse que el cerebro no es una fábrica química sino una máquina de supervivencia extremadamente complicada”. Así, las personas que estudiamos neurogénesis tenemos la esperanza de que, si logramos descifrar los mecanismos moleculares detrás de la relación entre este proceso y la depresión, quizás encontremos nuevos tratamientos que resulten más eficaces y permitan mejorar la calidad de vida de las personas afectadas por esta enfermedad.
Todo este campo de la neurogénesis es muy reciente; se sabe poco, mucho se hipotetiza y permanentemente (nos) surgen un montón de preguntas. Ni siquiera está del todo claro que este camino que algunos científicos y científicas estamos tomando y estudiando sea el correcto, pero nos parece fundamental tratar de comprender un proceso que nos está ocurriendo a todos, todo el tiempo, y que quizá nos ayude a entender muchas enfermedades.
El cerebro es un misterio increíble y estudiarlo es como meterse en una caja de Pandora donde a veces no tenemos idea con qué nos vamos a encontrar, por eso es difícil y a la vez asombroso investigarlo. Mientras tanto, más allá de que la abuela no estuviera en lo cierto, hay que hacerle caso porque algo de razón siempre tiene, y uno nunca sabe cuándo va a venir la vida a borrarle un par de neuronas importantes de un golpazo.