NOTA DE GATO: Hace un tiempo publicamos una nota sobre la instancia biológica de la monogamia. A los pocos días recibimos una respuesta de parte de la cultura al guante que tiramos desde el reduccionismo biologicista. This is the story of how I met your mother.
‘¿Hubo erección? ¿Hay alguna posibilidad de que haya una antes de volver del break?’ es todo lo que se pregunta el cerebro femenino durante un almuerzo de trabajo con aquel compañero NO PERMITIDO. El cerebro de él hace lo mismo pero se limita a ‘Erección’.
Esto es inconsciente. Es sólo un intento de traducción del sonido que hace la sopa de hormonas al burbujear en nuestros circuitos neuronales. Nuestra manifestación humana o versión Tractatus logico-philosophicus sentada a la mesa, nada que ver: esa versión pone mirada vivaz y se escucha a sí misma mientras dice algo ingenioso. En fin. Polvo. Chistecitos. Pucho. Y a esperar los whatsapp que le darán algún significado a lo que pasó. Pero claro, estos son una extensión periférica de nuestro ya inútil idioma verbal en otro inútil intento de decodificación/codificación de lo que dice el del interlocutor. Las pantallas no van a contar que lo que pasó fue debido a que tenemos miedo. No van a decir que la fuerza centrípeta ejercida durante años por nuestros padres nos convirtió en narcisistas pusilánimes. No, en pantalla habrá una dialéctica alienígena entre dos celus malayos que conversan entre sí en idioma Emoji (los iconitos japoneses del whatsapp) y con final abierto.
Y sí, así se van a explicar lo que en realidad pasó. ¡Y resulta que cada uno a su manera lo va a entender! ¿Por qué? porque lo único que busca el cerebro es sobrevivir.
Pero sí hay una palabra que decodifican los dos por igual y que nos está rebotando en la mente: infidelidad.
A ésta la usamos para darle nombre a lo que ocurre cuando, en una relación expresamente monogámica, aparece un tercero con el que una de las partes tiene un romance. ¿A qué cosa le estamos siendo infieles? Al pacto tácito (o expreso) de tener contacto romántico solamente con nuestra pareja. Lo aclaro porque hay quienes piensan que si durante el coito evocás imágenes que no incluyen al otro en la foto porno mental, es infidelidad.
En argot psicoanalítico podemos usar algún mito griego para inventar los posibles orígenes del escozor desesperante que provoca estar celoso “con causa”, pero no es necesario. Duele. ¿Por qué? Porque significa, en último término, exclusión. Y la exclusión no le hace gracia a nadie.
La solución (petardo) de incorporar a otros al juego de seducción manifiestamente y no sin reglas, es una opción relativamente avalada. Pero ser swinger es cool hasta que te sale mal. Las esquirlas causan heridas para las que aún no hay cicatrizantes de venta libre.
¿Qué queda?
“Estamos saliendo”. “Nada, ahí”. “Estamos viendo”. “Y… en eso andamos”. “No sé, veremos”. Queda eso, los lánguidos graznidos del ego.
Aburre.
Reconocerse muerto de miedo a quedarse solo es arruinar el look; el look es indispensable al bailar la danza del apareamiento para no quedarse solo. ¿Entonces?
De los misterios del corazón humano -que desde Shakespeare, la Revolución Industrial y el nacimiento de las Ciencias Sociales intentamos clasificar incansablemente- , los celos son probablemente los más confusos. La confusión se incrementa en la contradicción: Ardemos debajo de la promesa y ardemos por encima de ella. Si no ponemos boca abajo el portarretratos se nos dificulta lograr el orgasmo así que me quedo solo (y con miedo) pero si no hay ninguna necesidad de ponerlo boca abajo porque ‘me porto bien’, estoy reprimiendo un impulso natural así que también se me dificulta el orgasmo, por lo que me quedo solo (y con miedo).
Se presenta entonces el dilema: si es inevitable estar expuestos eventualmente a la posibilidad de necesitar flirteo con o sin consecuente comunión física, haya este germinado o no a partir de una crisis de la pareja e implique o no una ruptura con la misma; y si el romance (poco o mucho) es componente esencial de una relación gratificante, con la idea de exclusividad como necesaria para concebir lo romántico como tal ¿Se podría preservar la relación si se hace un acuerdo diferente?
Sí. Pero la respuesta es incómoda.
Es un buen momento para abandonar la lectura. Pero si usted ya llegó hasta aquí es porque, al menos, no está del todo cómodo con la frase ‘Nosotros nos contamos todo’. Con algo de suerte, usted es de los que intenta entender al otro como un individuo diferente que atraviesa su propio camino. Un otro a quien le ofreceremos compañía incondicional -también cuando haya oscuridad, pero sólo para echar ahí un poco de luz y no para zambullirnos juntos en ella-.
Si me pongo pretenciosa, usted no duda en que es mercantilista la posición de ‘dar esperando algo a cambio’ o ‘me quitó’ algo que le dí ‘por amor’. Y que está de acuerdo con que, en lo que a amores se refiere, no hay ‘tiempo perdido’ sino tiempo invertido en aprender algo importante. Es de los que cree inútil intentar moldear la realidad para que nuestro compañero sea la única persona con quien celebrar lo sexual, intelectual, espiritual y filosófico, en total plenitud y en idéntica proporción, siempre.
Y ya que estoy y lo voy conociendo, me atrevo a imaginar que usted es de los que se ha dado cuenta de que el amor es constructivo. Es dar. Darnos al otro. No desproveernos sino compartir lo que somos. Encontrar el goce en que el otro reciba lo que le hace construir.
Ahora que me he asegurado de quien es el tipo de lector al que me dirigiré, me atrevo a proponer el posible pacto. Pero tranquilo, no estoy inventando algo nuevo, ya muchos se manejan así. Es solo que quizá usted no ha tenido la suerte de conocerles porque hay actitudes tan osadas que requieren de sutileza y discreción.
En esta sociedad, un romance paralelo es tan o más nocivo que el deseo reprimido de vivirlo. El rasgo particular de la nueva propuesta es el siguiente: la ‘honestidad’ absoluta se debe evitar absolutamente.
‘Yo confío en vos. Confío en que me cuidás y que cuidás a los demás. Si sintieras atracción hacia alguien más, serías consciente y responsable de todo lo que eligieras hacer. Por ello, confío en que vas a ser cuidadoso y no me vas a exponer a situaciones incómodas de ningún tipo. Confío también en que no vas a intentar saber si he estado con alguien más, como tampoco yo intentaré saber eso de vos. Nunca.’
Así, con todas las palabras. Una sola vez. Un solo pacto.
Paradójicamente, este pacto de la no honestidad total es quizá el más honesto: ninguna persona debería ser propiedad de otra y, en definitiva, nadie lo es. Aceptar esto por sobre la extraña ceguera colectiva que avala lo contrario es ponerse en acción contra un paradigma nocivo. Es mirar ahí donde no queremos y ver que hemos estado siendo parte de imposiciones culturales obsoletas que se basan en una realidad completamente falsa pero en plena vigencia.
Es celebrar el ideal del amor ese que sí nos hace bien. Es abandonar hábitos nauseabundos, como el de revisar el celu de la pareja de turno o el del estrés ridículo de someterse al juego del whatsapp clarificador; hábitos como el de asociar en todos los formatos, ‘amor’ con ‘dolor’. Es curar de una vez a esa palabra -amor- y darle a la unión el carácter dual que la lógica aristotélica occidental en la que está organizado TODO nuestro universo cercano, jamás podría reconocerle. Es un compromiso diferente, es nuestro. El drama, el juez y la Biblia quedan afuera.
La no honestidad total es ya no tener que mentir más.