Capítulo 1.1

¿Qué es la muerte?

30min

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Desde chico le temo a la muerte. Algunas veces ese temor fue más fuerte y más vívido, y algunas otras lo sentí lejano. Pero nunca me relajé del todo. Solo de adulto conseguí llegar a una conclusión parcial —vaya oxímoron— y es que el temor a la muerte viene del amor a la vida. Y [...]

Los límites que separan la vida
de la muerte son, en el mejor de los
casos, borrosos e indefinidos…
¿Quién podría decir dónde termina
uno y dónde empieza el otro?
 
 
“El entierro prematuro”
Edgar Allan Poe

Desde chico le temo a la muerte. Algunas veces ese temor fue más fuerte y más vívido, y algunas otras lo sentí lejano. Pero nunca me relajé del todo. Solo de adulto conseguí llegar a una conclusión parcial —vaya oxímoron— y es que el temor a la muerte viene del amor a la vida. Y amo la vida porque conozco. En realidad, quizás, amo la vida porque desconozco y quiero conocer. Conocer todo cuanto pueda. Me parece muy corta la vida e injusto vivir una sola, y pienso que me gustaría ser como se dice que son los gatos, que viven siete. Viven siete y desperdician alguna en el camino tirándose de un árbol de manera imprudente. Clavadistas olímpicos sin piscina. 

Cuando se murió mi abuela yo tenía 8 años y recuerdo que me dijeron que debía buscarla entre las estrellas. Cuando falleció mi maestro, Leonardo Moledo, yo tenía 23 y pensé que sería una buena idea seguir con esa tradición de buscar a mis muertos entre los astros que destacaban en un cielo iluminado. Me gustaba aprovechar la casualidad: Leonardo había dirigido el Planetario Galileo Galilei de Buenos Aires (y lo había hecho con hidalguía, cuestionando formatos viejos y proponiendo nuevos). Decidí galopar sobre la coincidencia y mirar al cielo apagado cada vez que por dentro buscaba encenderme. Pero no, no estaba ahí. Cuando falleció Gonza, uno de mis amigos más queridos, comprendí que no debía buscar a mis muertos en ningún lado. Porque los muertos, advertí, vienen conmigo adonde vaya.

Hace poco vi Coco, la película animada de Disney en que un muchachito mexicano viaja un 1° de noviembre —el Día de los Muertos— a conocer a sus antepasados. En el film queda muy claro el modo en que las personas afrontan una muerte biológica y una cultural. ¿La moraleja del film? Los humanos morimos cuando somos olvidados. Por este motivo es que la historia de la muerte —o de los muertos—, en verdad, es la historia de los vivos, de los deudos, de los que sobreviven y recuerdan a sus seres queridos. 

Definir la muerte puede resultar una misión difícil, pero hay que intentarlo. Que lo más lindo no es encontrar el tesoro perdido, sino lanzarse a la aventura, que lo más lindo no es llegar a destino, sino disfrutar del paseo, que lo más lindo no es cumplir los objetivos, sino haber hecho de todo para conquistarlos.

Lo médico, lo biológico y lo cultural

Una de mis películas preferidas es Patch Adams, estrenada en 1998, dirigida por Tom Shadyac y protagonizada por Robin Williams. La historia está basada en la vida del Dr. Hunter “Patch” Adams, un médico no convencional que proponía, con una buena dosis de coraje, que la muerte debía abordarse con menos solemnidad. Sus tratamientos tenían como condimento el humor, que hacía florecer mediante una filosofía del diálogo basada en la escucha atenta entre los profesionales de la salud y los pacientes. La risa y las bromas conforman un abordaje humanitario: Patch llega al punto de llenar una pileta con fideos porque una paciente terminal le cuenta que sumergirse en semejante cosa había sido su sueño desde pequeña. Con los años, consigue plata y construye el Instituto Gesundheit!, en Virginia, Estados Unidos, con el propósito de revolucionar la atención médica.

Una de las escenas más impactantes se produce cuando el médico rebelde ingresa vestido de ángel al hospital adscrito a la Facultad de Medicina en la que estudia y, sin preguntar demasiado, se dirige al área de terapia intensiva en la que se hallan las personas cuya salud está más comprometida. Las enfermeras, aunque lo conocen, lo miran con desconcierto porque va directo a la habitación 305, en la que se encuentra el famoso señor David, un paciente de carácter difícil que afronta un cáncer de páncreas y al que le restan pocos días de vida. Se coloca al costado de la cama, abre su libro y comienza a recitar:

—Muerte, morir, expirar, fallecer, perecer, defunción, la hora suprema, morder el polvo, extinguirse, cadáver, occiso, finado, difunto, tieso como un palo, rigidez cadavérica, cuerpo exánime, quedarse frío, colgar los tenis, pagar la factura, entregar el equipo, el sueño eterno, la última llamada, el adiós.

Patch Adams hace una pausa, sonríe, y el paciente levanta un dedo como para regañarlo. Sin embargo, responde siguiéndole el juego:

—Cerrar la cuenta.

El médico se acerca e inician un ping pong, un duelo discursivo de sinónimos y expresiones coloquiales que comúnmente se emplean para referirse a la muerte. 

—Hacer la última escala.

—Ir en busca del paraíso perdido.

—Guiñar los ojos por un largo período de tiempo.

—Exhalar un último suspiro.

—Ser el increíble hombre de la muerte.

—Comida de gusanos.

—Estirar la pata.

—Cantar la despedida.

—Tomar un taxi…

—¡Directo al otro mundo!  

Patch se queda sin ideas y suelta:

—Cuando te entierre dejaré tu trasero al aire.

Y ambos se funden en carcajadas. Conceptualizar la muerte no es tarea fácil, sobre todo cuando se trata de una noción tan densa que, a lo largo de la historia, los humanos han intentado colmar de sentidos hasta hacerla rebalsar, con el único fin de comprender lo incomprensible. Correr en círculos, eso.

Aunque la muerte es un concepto que resiste diversas acepciones y expresiones equivalentes, lo que sucede con los cuerpos no varía demasiado desde un punto de vista médico o biológico, o al menos no lo suficiente como para impedir el ensayo de una descripción general del proceso.

El cuerpo por dentro

El problema que tengo para trazar un abordaje médico y biológico es que no soy ni médico ni biólogo. Cuando inicié esta travesía no sabía mucho, prácticamente no sabía nada sobre cómo encarar el tema. Solo conocía un puñado de cosas que me habían quedado retenidas en la memoria luego de afrontar el fallecimiento de personas cercanas. Pero, para ser justo, esa racionalidad en momentos tan sensibles un poco se había suspendido, o al menos se vio solapada entre tanta emoción. La emoción profunda que significa perder a alguien que hasta hace muy poquito me acompañaba en persona.

Afronté la incomodidad de no saber por dónde arrancar con la confianza que me daban algunas lecturas y conversaciones informales y formales que tenía con investigadores amigos. Para reconstruir el proceso, apelé al buen genio de individuos que, con trayectoria en el tema, me ayudaron a corroborar aquello que estaba más o menos bien, y a corregir aquello que estaba más o menos mal.

Susana Ciruzzi señala que existe cierto consenso en la comunidad médica respecto de una “adecuada definición de muerte”. La noción, desde su punto de vista, “consiste en el cese permanente de todo el funcionamiento clínicamente observable del organismo como un todo, y cuando sea aplicable la pérdida de la conciencia por el organismo y todas sus partes identificables”. Luego continúa con el relevamiento de dos criterios de determinación: por un lado, la muerte cardiopulmonar, en la cual el cese de la función cardiopulmonar predice el cese irreversible de todo el organismo; por otra parte, la muerte cerebral, que emerge a partir del desarrollo de los respiradores mecánicos, los medios de mantenimiento circulatorio y la resucitación de emergencia. Esta última noción es el resultado del trabajo que profesionales de la salud comenzaron a desplegar a mediados del siglo xx ante situaciones en las que, aunque el cerebro dejaba de funcionar, el resto de los órganos lo seguían haciendo. Y esto tiene implicancias importantes: sin ir más lejos, concebir el cerebro como espacio privilegiado para la vida es lo que permite que existan los trasplantes, puesto que no se nos ocurriría quitarle órganos a alguien que todavía los necesita.

La muerte, desde la medicina, también puede ser definida como el evento final del proceso de morir. Según Ciruzzi, vale la pena distinguirla de otros fenómenos que afectan a los pacientes como seres conscientes.

El coma, como consecuencia de cualquier patología, puede conceptualizarse como el estado severo que incluye pérdida de conciencia prolongada y riesgo de muerte. Luego, el estado de mínima conciencia se refiere a la condición neurológica en que existe un grave compromiso de la conciencia (los individuos no pueden comunicarse), aunque es posible advertir evidencias de conciencia de sí mismo o de su entorno. El estado vegetativo, a su turno, es el cuadro clínico de una persona que presenta ciclos fisiológicos de sueño-vigilia, pero que en ningún momento es consciente. Puede ser persistente (se mantiene luego de un mes de una injuria encefálica aguda) o permanente (comprende una duración mayor a doce meses en lesión traumática y tres meses en la no traumática), que tiende hacia la cronicidad. Por último, el síndrome de enclaustramiento se caracteriza por la tetraplejia, parálisis de los nervios craneanos bajos con conservación de la conciencia y de la mirada vertical. En este caso, aunque los pacientes no pueden moverse y solo se comunican a través de su mirada, son conscientes. A diferencia de la muerte cerebral, en que las personas se consideran fallecidas, durante el coma, el estado de mínima consciencia, el estado vegetativo y el síndrome de enclaustramiento, aún permanecen con vida. 

Lo que nunca deja de maravillar, en cualquier caso, es ese segundo en que una persona pasa de estar viva a estar muerta, la delgada línea que, como refería Poe, separa dos realidades: una que es accesible y respecto de la cual es posible transmitir experiencias (la vida) y una que se desconoce en absoluto (la muerte).

Mientras el médico certifica que alguien ha fallecido, el cuerpo experimenta algunas transformaciones. ¿Qué ocurre precisamente? En este punto, para entender qué pasa con la muerte, es necesario apelar al conocimiento acumulado por las ciencias de la vida. El oxígeno comienza a agotarse y las hormonas que hasta entonces se encargaban de regular las funciones del organismo dejan de ser secretadas por el cerebro. De este modo, aunque algunas funciones físicas operan por un lapso breve, luego se interrumpen de manera definitiva e inicia el proceso post mortem.

Se desata, en principio, la fase de descomposición. Las células se quedan sin oxígeno y su acidez se incrementa, al tiempo que las enzimas digieren las membranas celulares en un fenómeno denominado necrosis. Todos los órganos colapsan, pero el hígado (rico en enzimas) y el cerebro (con alta proporción de agua) son los que desencadenan la revolución interna. Así, aquello que estaba en equilibrio deja de estarlo, y la homeostasis corporal tambalea. Como el corazón ya no late, los vasos sanguíneos también se quiebran; en efecto, la sangre y los fluidos se estacionan en los capilares y venas pequeñas, y por lo tanto, modifican el color de la piel. La coagulación es un fenómeno que se detecta a las dos horas de haber fallecido. 

Ante la ausencia de oxígeno, los músculos se relajan. Si desaparece la tensión, es común la defecación y la incontinencia. En paralelo, el cuerpo también disminuye su temperatura: se calcula que, aproximadamente, pierde casi 0,85 °C por hora hasta empatar la temperatura del ambiente. Entre las tres y las seis horas siguientes, se produce el rigor mortis, es decir, la rigidez de la muerte. En efecto, los músculos otra vez se tensan: las células ya no poseen su fuente de energía y los filamentos proteicos quedan inmovilizados. Se rigidizan los músculos y las articulaciones. Los ojos suelen nublarse, en especial, si han quedado abiertos durante mucho tiempo tras el acontecimiento de muerte. Según un estudio publicado en Indian Journal of Palliative Care, el 63% de las personas cierra sus ojos de manera automática al morir.

Durante esta primera fase, el cadáver está habitado principalmente por bacterias (la mayoría en los intestinos) que continúan, rigurosas, con un trabajo silencioso. Como el sistema inmune deja de funcionar, los microbios se expanden por todo el cuerpo, a medida que se alimentan de los químicos que liberan las células quebradas. La descomposición es un proceso que varía de persona a persona y también de órgano a órgano: mientras el estómago, por ejemplo, se descompone antes, el corazón y los huesos se deterioran más lento.

Luego de 48 o 72 horas, se abre una nueva fase: la putrefacción. Ya no hay respiración ni sudoración, de modo que el cuerpo comienza a emanar el aroma a las bacterias que están en la superficie de la piel. Es el clásico “olor a muerto”, por eso las flores en el cementerio. El oxígeno residual se agota de manera definitiva, las enzimas se degradan y las bacterias se escapan del tracto gastrointestinal. Los tejidos blandos, por su parte, se desintegran en gases, sales y líquidos. El olor, a esa altura, se vuelve difícil de tolerar, y esto es principalmente el producto de la acción de dos químicos: la putrescina y la cadaverina, que colonizan el resto del cuerpo y a su paso dejan tufo a podrido. El cuerpo adquiere un tono verdoso, que luego muta a morado y, más tarde, a negro. Las bacterias aerobias (que necesitan oxígeno para metabolizar) dejan paso a las anaerobias (que no lo requieren y que se alimentan de los tejidos corporales). Fermentan azúcares y producen derivados gaseosos que se acumulan e hinchan el abdomen hasta que son eliminados por el ano y otros orificios. El cuerpo se llena de ampollas por la presión interior, luego viene la flacidez y el desprendimiento de las capas de la piel. 

El olor, entre fétido y dulce, atrae a insectos como las moscas y a otros bichos carroñeros que conquistan el cuerpo y colocan sus huevos en las cavidades que encuentran. Las larvas y el resto de los microorganismos también hacen lo suyo: se alimentan de los tejidos. Luego, crecen, pupan y se transforman en moscas adultas; todo el ciclo transcurre en el cuerpo en descomposición como escenario. Junto a los gusanos y las bacterias, producen agujeros en el cuerpo, que liberan más gases y más olores. En una semana, la orquesta de seres vivos puede consumir más del 60% de un cadáver, que comienza a ser conquistado por otros depredadores como los escarabajos, las hormigas, las abejas y las arañas. Si hace calor y trabajan al compás, en dos semanas pueden culminar la tarea y arrasar con todo.

Mientras los escarabajos se alimentan de larvas de mosca, estas hacen lo propio con el cuerpo para poder crecer y marcharse antes de ser devoradas. Luego, llegan los ácaros, que comen huevos de moscas; y, dependiendo de los contextos, tampoco hay que desestimar el arribo de los buitres. Con el cuerpo en putrefacción, se rearma el rompecabezas de una auténtica geografía vital: lejos de constituir un espacio de muerte, los cuerpos rebosan de vida.

Con el tiempo, los órganos y el resto de los tejidos se secan —como pasaba con las momias— y son digeridos por más insectos y bichos que pululan por el lugar. Los huesos y los cartílagos, más tarde, son consumidos por los escarabajos y otros animales que hurgan para alimentarse de los restos. Las formas de vida, en una coreografía singular, componen una escena cadavérica que se interrelaciona con el ambiente. Así, cada cuerpo con sus propias características y yacente en contextos específicos tiene una firma microbiológica única, distinta e irreproducible. Si ninguna persona es igual a otra durante toda la vida, tampoco lo será en la muerte. 

De hecho, los cadáveres modifican la composición química del suelo. Durante la purga, término que remite a la expulsión de desechos presentes en los restos del cuerpo, se liberan los nutrientes al suelo y se crea un área de gran riqueza orgánica. Las reacciones químicas que intervienen en dicha fase se potencian de acuerdo a la temperatura del lugar. Un cuerpo alcanzará una fase de putrefacción avanzada mucho más rápido en un sitio en el que la temperatura media sea de 25 °C que en uno en que el promedio ronde los 10 °C. El proceso también se modifica si el individuo muere en la habitación de su casa y pocos bichos pueden colonizarlo, a diferencia de uno que lo hace al aire libre o en un ámbito de ruralidad.

Si hubo una cultura que sabía cómo manejar los cuerpos para evitar su descomposición fue la egipcia durante la Antigüedad, que desarrolló las prácticas de momificación y embalsamamiento. De hecho, muchos empresarios funerarios, en el presente, continúan estudiando aquellas técnicas milenarias para poder aplicarlas hoy. Según el imaginario egipcio, la vida y la muerte estaban tan unidas y combinadas que incluso las actividades funerarias de los vivos estaban dirigidas, de alguna manera, al mundo del más allá. En efecto, mediante ofrendas, los deudos procuraban garantizar la supervivencia de sus difuntos.

El cuerpo por fuera

La médica y la biológica no son las únicas perspectivas que tolera un acontecimiento tan complejo como la muerte. De hecho, desde el enfoque de disciplinas como la sociología y la antropología, la muerte puede ser definida como un hecho biológico que se construye socialmente. Es por ello que las percepciones acerca del final de la vida se modifican según los tiempos y los espacios. Para algunas culturas, los muertos incluso tienen agencia y pueden aspirar a influir en el mundo de los vivos. Para la nuestra, los muertos, una vez muertos, están… muertos. Aunque eso no quiere decir que no exista una compleja relación entre quienes ya dejaron de respirar y quienes seguimos teniendo la fortuna de hacerlo. Un punto de vista que analice la muerte desde la cultura, asimismo, puede contribuir a conocer qué ocurre con los vivos. Pero no todos los vivos, sino aquellos que sobreviven al muerto, que lo quieren, que lo quisieron en vida y a quienes su recuerdo acompañará para siempre. Me refiero a los deudos.

Durante un año y medio, en el marco de mi tesis de maestría, cada sábado visité el Cementerio de la Chacarita. Primero observaba las prácticas sociales de los deudos que despedían a sus difuntos, aunque después mi atención también se concentró en los trabajadores que participan de los rituales mortuorios y de los procesos de última despedida. Los cocheros, los sacerdotes, los cuidadores de tierra, nicho y bóveda. Observaba con detenimiento todo lo que hacían y, cuando reunía suficiente información, me alejaba un poco para hablarle al grabador. Con el tiempo, conseguí soltarme y no solo me concentré en retratar prácticas como un testigo lejano que anotaba discursos y acciones ajenas, que graficaba rostros, sonrisas y llantos, que interpretaba gestos, movimientos, abrazos y soledades, sino que comencé a escurrirme entre la gente e, incluso, a dialogar cuando era posible.

En el trayecto, comencé a identificar continuidades y denominadores comunes. Advertí que el cementerio podría emparentarse con una fábrica que nunca se detiene, que jamás cierra sus puertas y que está atravesada por auténticos procesos productivos. ¿Procesos productivos? Sí. El circuito inicia con las empresas funerarias y sus empleados, los cocheros, que manejan los autos fúnebres. Se trata de actores que pertenecen a la órbita privada y se encargan de trasladar los cuerpos. Además, protagonizan el primer momento en el circuito del procesamiento de la muerte, y cumplen con un mandato singular: aunque ingresan al cementerio con los difuntos, siempre salen sin ellos.

Pero veamos el proceso con un poco más de detalle: primero, la ambulancia se dirige al hospital en búsqueda del difunto y lo traslada hacia una cochería. Si el individuo fallece en su casa, es más complicado porque debe ir la policía, pero siempre, más allá del sitio de fallecimiento, se requiere de la confirmación de un médico que asegure que los signos vitales ya no responden. Del mismo modo, los nexos personales que el difunto cultivaba en vida también son determinantes para comprender el rumbo que adquiere cada defunción en particular. Desde aquí, no es lo mismo cuando el fallecido posee una familia que puede correr con los gastos del funeral que cuando no es reconocido por ningún deudo ni ser querido que se encargue de la situación. Diferentes contextos implican diversas dinámicas.

En este sentido, ¿qué sucede con las personas que no tienen la posibilidad de acceder al pago de un funeral y con aquellas que, en situación de calle, no registran ni siquiera contactos familiares? Algunas cocherías prevén una solución al respecto y tienen acuerdos con hospitales: se ocupan de las personas que no tienen familia y hacen el trabajo sin cargo y, a cambio, el hospital otorga prioridad a la hora de llamar a una cochería cuando alguien muere. Del mismo modo, cuando las familias del difunto no tienen dinero para pagar una ceremonia, ninguna jubilación, ninguna propiedad, ningún ingreso, son declarados “desahuciados” y las autoridades gubernamentales son las que se encargan de la situación y corren con los gastos del funeral. Así sucede en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y también en algunas provincias.

Sin embargo, en términos generales, las familias suelen hacerse cargo y acuerdan la continuidad del proceso con alguna cochería, universo liderado por profesionales que saben cómo tratar a los cuerpos. La tanatopraxia puede definirse como el conjunto de técnicas empleadas por los expertos y expertas del rubro con el propósito de demorar la descomposición final del cuerpo a partir de la eliminación del olor y el derrame de líquidos. ¿Cuál es el objetivo de demorar la descomposición? Principalmente, que los deudos y las personas cercanas al fallecido puedan despedirlo en buenos términos, de manera que la última representación que tengan sea lo más agradable posible. O al menos procurar que no sea disruptiva. Como suele repetir Ricardo Péculo, uno de los referentes más famosos de Argentina:

De esta manera, más allá del paso del tiempo, el trabajo de los tanatopractores es clave para que el cuerpo exhiba la apariencia natural que ofrecía en vida. A partir de su experticia, borran cualquier rasgo de dolor o sufrimiento, que ocasionalmente puede ocurrir cuando el fallecimiento fue provocado por una enfermedad, sobrevino tras una larga dolencia, o en un episodio violento. También se realiza con fines logísticos: puede suceder que alguien muera lejos de sus seres queridos, que luego querrán participar del acontecimiento de despedida aunque tardarán en llegar. Un servicio de tanatopraxia puede ser solicitado, asimismo, por los familiares de aquellas personalidades que requieren de velatorios prolongados, más allá de las 72 horas. En muchos de estos casos, se emplean procesos de embellecimiento. La tanatoestética se relaciona, en este sentido, con el acondicionamiento del cuerpo a partir del arreglo facial, el peinado y la cosmética funeraria.

Citar las prácticas de tanatopraxia y tanatoestética puede remitir al fenómeno de embalsamamiento. Esa costumbre (de nuevo, de origen egipcio) que ha dejado un enorme legado y que en el mundo entero se ha revelado a partir de los ejemplos más emblemáticos: desde presidentes argentinos como Juan Domingo Perón y Arturo Frondizi hasta figuras de proyección internacional como Vladimir Lenin, Mao Tse Tung o Eva Perón. En este último caso, el proceso de su embalsamamiento y el posterior derrotero del cuerpo estimularon la redacción de dos de las principales obras de los periodistas Tomás Eloy Martínez y Rodolfo Walsh. Me refiero a Santa Evita y “Esa mujer”, respectivamente. 

Según Daniel Carunchio, presidente de la Asociación Argentina de Tanatopraxia y sobrino de Ricardo Péculo, el embalsamamiento es una actividad mucho más corriente de lo que se cree, ya que en el país se realizan aproximadamente mil al mes. Se ejecutan para evitar el contagio de enfermedades, para conservar la anatomía y favorecer la exhibición, así como también con el propósito de, a solicitud de la policía científica, conservar la evidencia en una muerte que involucra un crimen. ¿Y cómo se lleva a cabo? Carunchio lo relata con dosis equivalentes de maestría y desparpajo en muchísimas notas periodísticas en que destaca como voz autorizada. El asunto es que, lejos de abrir el cadáver y retirarle los órganos, se procede de una manera mucho más específica. Posteriormente a la desinfección (con bactericidas, jabón y shampoo), se realizan inyecciones en las arterias a partir de pequeñas incisiones que no superan los dos centímetros. Luego, se inoculan diversas sustancias: aunque las más corrientes son el formol y el alcohol etílico, también se emplean borato de sodio, ácido fénico y ceras de todo tipo. Así es como la sangre y los fluidos son reemplazados por productos químicos que ayudan a mantener la apariencia del cadáver por meses, y si el procedimiento es muy bueno y el cuerpo se deposita en las condiciones adecuadas (en cajas metálicas selladas de manera hermética), puede perdurar en ese estado por largos años.              

Luego, cuando un difunto llega al cementerio, cada quien sabe qué parte del procedimiento le corresponde, y el proceso productivo continúa sin prisa pero sin pausa. El coche fúnebre ingresa por uno de los accesos laterales que, sin excepción, están custodiados por agentes de seguridad privada. Es escoltado por los transportes de los familiares y seres queridos, que entran en fila y se acomodan en los estacionamientos adyacentes. Todos se dirigen hacia el sector central, donde están las capillas.

Allí, los sacerdotes reciben a los deudos, aunque, si la familia del difunto no quiere una bendición, este paso se saltea. El ataúd es transportado hacia el centro de la pequeña iglesia, el religioso de turno lee unas plegarias y sigue con la liturgia del caso. Mientras tanto, el conductor se dirige a la Dirección de Informes a realizar los trámites pertinentes. Las cocherías presentan sus trámites en el registro civil que suele haber dentro de los cementerios, y luego se le otorga el destino: nicho, tierra o crematorio.

Los trámites que realiza el cochero son indispensables para que el proceso productivo siga su curso normal, pues, del mismo modo en que ocurre con los nacimientos, los fallecimientos deben ser registrados por el Estado. Solo de esta manera las defunciones se tornan “socialmente reconocidas”. En este marco,

Cuando el sacerdote finaliza el responso en la capilla y los cocheros culminan con los trámites, el cuerpo es colocado de nuevo en el automóvil y se traslada al sector que los seres queridos han decidido para depositar los restos.

En esta fábrica, los restos de los fallecidos no permanecen fijos. En pos de la dinámica del cementerio, se establece una lógica de rotación y renovación de espacios. El principal argumento al respecto es económico y se explica a partir de lo siguiente: una cantidad ilimitada de muertos debe ubicarse en una cantidad limitada de metros cuadrados disponibles.

De este modo, la elección del espacio determina el lapso de permanencia. Si el cuerpo es trasladado a los nichos, los restos son conservados por veinticinco años; si es llevado a una tumba, intervienen los sepultureros, quienes preparan un pozo en un sitio bien estipulado y ubican el ataúd, que no se mueve de allí durante los siguientes cuatro años; y si se dirige al crematorio, el difunto es recibido por el personal que allí trabaja y es transportado mediante una cinta al sector de los hornos. En este caso, el cuerpo se reduce a cenizas y huesos, y la familia decide si quiere colocarlas en el Osario General, conservarlas en una urna al interior de un nicho, o llevarlas consigo.

El destino que cada familia decide para los restos del difunto es central para determinar qué curso seguirá el proceso productivo y para especificar qué tipo de trabajadores se encargará de las tareas.

Hay algunas bóvedas que superan los 150 años (aunque en muchos cementerios prácticamente ya no se ofrecen), mientras las tumbas son renovadas cada cuatro a ocho años, y los nichos pueden renovarse cada diez. Hace algún tiempo, cuando pasaban tres años, se retiraban los ataúdes porque estaban degradados. En la actualidad, gracias a los antioxidantes, los antibióticos y los alimentos que consumen los fallecidos mientras viven, sus cuerpos tardan más en degradarse. Aquí lo biológico intercepta lo cultural. Cada cinco años se levantan manzanas (porque las tumbas se organizan en manzanas, como las viviendas de las ciudades), en general, una de prueba, y se observa su estado. Si se conserva bien, se deja reposar por cinco años más hasta exhumar. A la familia se le avisa si tiene que renovar su lugar.

La dinámica de circulación de los restos responde a una circunstancia insoslayable: el cementerio necesita de las tierras y los deudos requieren la disponibilidad de un sitio para realizar el duelo. Así, los restos de los difuntos antiguos dejan su lugar para que nuevos difuntos los ocupen. En esta etapa de renovación, los espacios deben aprovecharse al máximo para que el margen de productividad continúe creciendo. Para ello, son centrales las labores de los empleados municipales que talan árboles para ganar más lugar y ampliar al máximo la extensión de las áreas disponibles para las tumbas. La ecuación es sencilla: un árbol mediano —con sus raíces— equivale, al menos, a cuatro tumbas.

Como sucede en cualquier otro ámbito, las rutinas se transforman con los avances tecnológicos y técnicos. Como los cuerpos se conservan mejor, las lógicas de inhumaciones/exhumaciones deben acoplarse a estas modificaciones. Las sepulturas cuentan con un tiempo prudente de vencimiento en el que los familiares ya no reclaman y el cementerio necesita de las tierras. Los restos que se exhuman se agrupan en una bolsa que se identifica con un papel, y de ahí al depósito. En el último paso, se toma la decisión de llevarlos a cremación y al Osario General. 

Cenizas

A medida que transcurría el tiempo, no solo conseguí comprender lo que otros hacían en el cementerio, sino que también pude desenmascarar lo que yo mismo hacía. Tuve que pasar muchos sábados al reparo de algún árbol (que me servía de techo para las lluvias y de sombra para el sol) para advertir que el recorrido que realizaba en la necrópolis era siempre el mismo, casi calcado. Caminaba desde la entrada principal sobre la avenida Guzmán, cruzaba las bóvedas, atravesaba las capillas, caminaba entre las tumbas y me sentaba en uno de los bancos apostados frente al crematorio, inmueble blanquísimo anclado en la retaguardia del predio. Desde la entrada, veía el humo que escapaba por la chimenea y, como empujado por una extraña inercia, marchaba como zombi a su encuentro. Un día, cuando mis visitas se hicieron menos frecuentes, recordé que allí había despedido a mi primer muerto: el profesor y amigo Leonardo Moledo. 

¿Cómo se organiza el ritual cuando los restos son llevados al crematorio? Allí, todo el tiempo se agolpan los coches fúnebres, conducidos por los cocheros que se detienen en los estacionamientos adyacentes y esperan su turno para descargar el cajón mientras cumplen con los trámites del caso.                                                          

El ritual de cremación atraviesa diversas etapas, y cada una de ellas exhibe singularidades y configura un instante propicio para la manifestación de emociones. Si bien describir el proceso de manera universal resulta imposible (cada familia experimenta el fallecimiento de un ser querido a su manera), es admisible la elaboración de un esquema general. Los pasos son los siguientes:

1° La familia y los seres queridos que quieren despedirse del cuerpo llegan a las puertas del edificio del crematorio.

2° El conductor del coche fúnebre desciende, saluda a los familiares y abre el baúl. El empleado extrae de su saco unos papeles y una lapicera para que el deudo que contrató el servicio firme la constancia.

3° El conductor entra a una de las oficinas del crematorio y cumple con los trámites. Se debe certificar el cuerpo que ingresa a los hornos.             

4° Un empleado del crematorio (en general, hombres y con guardapolvos azules) hace su aparición y solicita ayuda a los deudos para trasladar el ataúd por los diez escalones que componen la escalera del sitio.

Hasta este momento, los familiares lejanos y amigos del difunto saludan afectuosamente a los parientes más cercanos del fallecido, que, en general, son los primeros que llegan. Ellos parecen recibir el cariño y esperan, como cortesía, un saludo de todos los presentes. No obstante, cuanto uno más se aleja de los familiares directos y observa al resto de las personas que asisten, enseguida advierte que, durante el período previo a la entrada al crematorio y a la descarga del cuerpo del auto —que dura unos 10 minutos, dependiendo del momento y la puntualidad con que llega el coche fúnebre—, el clima general es pautado por el diálogo y el intercambio.

Si el observador trazara una media circunferencia y la extendiera desde los parientes más cercanos hacia afuera, y se imaginara la presencia de anillos concéntricos, entraría en la cuenta de que cuanto más alejado está el “anillo” de visitantes que asiste a ver al difunto, menos reparos procuran las personas por cuidar formas y por mantener conductas y tradiciones.

5° El ataúd ingresa al crematorio y las personas lo siguen detrás a paso lento. Allí adentro permanecen unos 10 minutos.

6° Rezan oraciones —si son religiosos— y realizan el acto de última despedida. Allí las sensibilidades se exhiben con mayor recurrencia. Algunos, incluso, se acercan a acariciar el ataúd ya cerrado.

7° Los parientes del núcleo íntimo encabezan la salida del lugar.

8° Detrás de ellos, sale el resto de las personas, que procuran saludar a los más angustiados con un beso o con un fuerte abrazo —según la confianza— y se despiden lentamente del sitio.

Del paso 5° al 8°, la actitud de los deudos frente a la muerte es diferente. Las emociones que se ponen en juego parecen ser otras. Desde que el cuerpo es cargado, domina el silencio y el respeto. Luego de un lapso que se extiende por 5 o 10 minutos, se escuchan aplausos en señal de última despedida. Nadie que sale del crematorio retorna con facilidad al estado emocional previo al ingreso. A veces, ello sucede por cortesía hacia la familia, o bien porque los visitantes participan de un estado de tristeza general del que es difícil desmarcarse. Los momentos para llorar y para descontracturarse están bien estipulados (con excepciones, por supuesto). 

9° Se repite la secuencia a partir del 1° paso: otro coche fúnebre estaciona con un nuevo difunto. Otros familiares y otra despedida.

Las prácticas funerarias asociadas a la cremación pueden funcionar como un ejemplo de “escenario social” que permite entrever cómo algunas acciones y prácticas de los actores siguen lógicas vinculadas a la cultura afectiva del grupo al que pertenecen. Desde aquí,

La expresión del sentimiento puede ser también una puesta en escena que varía en función de las audiencias y de los demás. En este sentido, si bien siempre hay espacio para el reconocimiento de las individualidades y la expresión de los sentimientos varía de acuerdo a rasgos particulares (vinculados a la personalidad de cada sujeto y a las experiencias que ha transitado en su vida), las actitudes ante la muerte de un ser querido no se distancian demasiado de las prescriptas por la comunidad de pertenencia.

Desde esta perspectiva, las acciones realizadas por un actor al interior de una comunidad social son observadas y se revisten de significados frente a la atención de sus pares. De esta manera, las emociones implican relaciones sociales que funcionan como vectores que generan procesos de comunicación.

En los tres casos (tierra, nicho o cremación), el procedimiento que sigue es protagonizado por un nuevo acto de “última despedida” cargado de sensibilidades y emociones. Mientras que el primero se desarrolla durante el responso, este otro puede advertirse cuando el cuerpo es enterrado, conducido a los nichos o, como recién se detalló, cremado. De este modo, si bien las emociones pueden ser expresadas en cualquier etapa del proceso, existen momentos exclusivos y circunstancias puntuales.

En contraposición a lo que se podría aventurar, la demanda de espacios en el cementerio no es inelástica. Es cierto que se sostiene en el tiempo, que siempre fallecen personas y que el cementerio, aún en la actualidad, se constituye como un espacio de privilegio para la construcción de la memoria. Sin embargo, las propias transformaciones de las costumbres funerarias y las modificaciones en los procesos de despedida ocasionaron una merma en la cantidad de personas que asisten al lugar para visitar los restos de sus difuntos. La práctica de cremar se extendió ampliamente y, con ello, se limitaron las prácticas de luto. Los rituales mortuorios se volvieron exprés, pues, tras la reducción a cenizas, al menos en el espacio del cementerio, no hay más nada. No hay cuerpo al que visitar, no hay restos a los cuales llevar flores. No obstante, basta con hurgar en la historia para adivinar que no siempre fue así.