Capítulo 1.3

1.0 en Argentina

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El hardware argentino

Contar la historia del capitalismo argentino, como contar la historia de cualquier otra cosa, supone elegir un punto de partida más o menos arbitrario. Técnicamente, la “República Argentina” nació el 1° de octubre de 1860 con la promulgación de la Constitución de 1853, que consagró ese nombre. Pero es evidente que para ese momento ya había transcurrido mucha Historia argentina. A nivel del hardware, el actual territorio argentino se pobló de humanos a fines del Pleistoceno, hace 12.000 años: grupos de cazadores y recolectores en la Patagonia, algunos indicios de cultivo en la zona central y, hacia el año 500 a. C., la integración de sociedades agrícolas en el Noroeste. Pero todas esas personas vivieron y murieron sin escuchar la palabra “Argentina” ni sentirse parte de una misma nación, mucho menos de un mismo capitalismo. Asumiendo nuestra condición mestiza, conviene empezar a contar la historia del capitalismo argentino con la integración de este territorio a la red mercantil mundial del siglo XVI.

La incorporación del territorio al sistema mundial de intercambios se hizo desde dos polos. El más importante era Potosí, en el Alto Perú, principal productor de plata de los siglos XVI y XVII. La Villa de Potosí llegó a tener la misma población que la ciudad de Londres de la época (y un nivel de contaminación bastante más alto, que no es poco), la actividad minera arrastraba a la mano de obra de toda la región circundante y el tráfico de plata alimentaba una ruta de ciudades, comercios y cabañas muleras hasta Córdoba, y de allí al puerto de Buenos Aires, el segundo polo. Un lugar marginal y equívoco, ya desde sus dos fundaciones. Se trató de una ciudadela imperial que devino en mercantil: fundada con fines esencialmente estratégicos (contener la expansión portuguesa y darle una salida al Atlántico a esa especie de patio trasero del Perú), Buenos Aires rápidamente se conectó ilegalmente al circuito comercial portugués, que a su vez se conectaba con el inglés, en abierto desafío a Lima, que era el centro del monopolio comercial español. Por el puerto salía plata potosina y entraban manufacturas europeas y esclavos africanos, que de allí llegaban a Córdoba, Asunción y a la misma Potosí. A esa ruta de la plata se adosaban redes secundarias de tráfico de mulas y aguardiente. Por fuera de esa retícula, imperaba la producción de autosubsistencia, ya sea en las misiones jesuíticas o en Londres, Catamarca. 

La creación del Virreinato del Río de la Plata quiso reforzar el tapón porteño a costa de blanquear la condición mercantil de Buenos Aires. Pero el contrabando siguió. Por otra parte, la intención imperial de transformar al flamante virreinato en un mercado cautivo para las manufacturas españolas destruyó gran parte de la industria artesanal de las provincias. De manera que el resultado neto fue un empoderamiento de la clase mercantil porteña en relación al interior. Seguramente, en los cálculos independentistas estaba el sueño de heredar el virreinato entero, con sus polos porteño y potosino (ya en decadencia), y mantener así la conexión histórica con el sistema mercantil mundial, pero ampliada por el “libre comercio”. La Historia tenía otros planes: las derrotas del Ejército del Norte entre 1811 y 1817 separaron para siempre el puerto de Buenos Aires de su polo minero. Pasarían 70 años antes de que la actual Argentina pudiera conectarse de manera satisfactoria al capitalismo 1.0.  

Rutas marítimas coloniales (1700-1850). Flujo de comercio transnacional de las principales potencias de los siglos XVIII y XIX, reconstruido a partir de las bitácoras de viaje.

El puerto y la pampa

Conviene mapear los dos espacios desde los cuales la futura Argentina se conectará con el capitalismo mundial: por un lado, su puerto, y por otro, esa extensa estepa herbácea casi sin árboles, con clima templado, lluvias regulares y suelos de alto contenido orgánico que llamamos “pampa húmeda”. Originalmente, estuvo poblada por mamíferos gigantes como el megaterio, el toxodón o el gliptodonte. La llegada de grupos humanos los extinguió, no tanto por la caza como por los incendios ocasionales de los grandes pajonales del territorio. Sobrevivieron las especies más pequeñas, mejor adaptadas para convivir con incendios frecuentes. Con los grandes mamíferos se fueron también los humanos, siguiendo el rastro de los guanacos. Tanto Pedro de Mendoza como Juan de Garay se encontraron con una llanura despoblada, y las recuas de ganado equino y bovino que perdieron en la región pudieron reproducirse tranquilamente, sin ningún predador ni competidor por los pastos. Fue el origen del ganado cimarrón, salvaje, que llegó a ser casi una plaga. El propio Garay se quejaba de que una vaca, cuyo valor de mercado era 300 pesos, en medio de tanto ganado salvaje “no vale un peso y medio y cuando mucho dos”. En 1800 los estancieros de Santa Fe emprendieron una matanza de la yeguada cimarrona, “porque no sólo destruían las sementeras, sino también arrastraban consigo las crías mansas y las mulas cuando bajaban a abrevar al Salado”. 

Para aprovechar ese recurso se desarrolló la llamada “vaquería”: la caza de cimarrones para vender el cuero, la lengua y el sebo en los pueblos más cercanos. La carne se comía in situ. A lo largo del siglo XVIII el valor del cuero subió y la vaquería se transformó en una actividad tan rentable que corrió el riesgo de extinguir al cimarrón. En medio de la sequía de 1717, el Cabildo porteño acordó con  dos caciques “gentiles pampas” “velar de común acuerdo por la preservación del ganado”. Fue inútil: la caza siguió en manos de indios, propietarios y de esos campesinos pobres y jornaleros ocasionales que la policía y la literatura llamaron “gauchos”. El ganado también resolvía la escasez de madera en la pampa sin árboles: en los ranchos armados con barro del río, cañas y ramas, parte del mobiliario y hasta el techo se hacían con cueros; para calentarse, incluso para cocer ladrillos, se quemaba grasa y huesos de cimarrón. Félix de Azara, un explorador e ingeniero aragonés que anduvo por la zona a fines del siglo XVIII, calculó que entre 1700 y 1800 el ganado se había reducido de 48 millones de cabezas a 6,5. Sin embargo, el propio Azara reconocía la rentabilidad de la vaquería: “¿Qué otra industria le puede dar lo que el pastoreo, que casi no necesita aprendizaje, instrucción ni talento?”. Anticipándose a la ecología profunda, Azara propuso dedicar más gente al pastoreo y despoblar la ciudad, “más perjudicial que útil”, y que “no hace más que subsistir a costa de la gente del campo”. 

Respecto al plug que nos conectará al capitalismo, el puerto de Santa María de los Buenos Ayres mantuvo la forma que le dio su (segundo) fundador hasta 1607, cuando le agregaron un muelle de madera y unas torretas de defensa. Con todo, el problema estaba bajo el agua. La erosión de las costas, debida a la falta de árboles y las pisadas del ganado, fue acumulando sedimentos en el lecho hasta hacer al Riachuelo casi innavegable y acumular un banco de arena de tres millas de ancho justo enfrente de la playa, cuyo nombre hoy se prestaría a confusiones: “Banco de la Ciudad”. Todavía en 1832 un viajero decía que “el río es demasiado bajo, los botes no pueden acercarse, no hay muelle, y el medio inventado de desembarque es muy original. Carretillas tiradas por caballos penetran en el río con el agua hasta el eje, y allí reciben a los pasajeros”. Ese puerto horrible fue la manzana de la discordia de todas las guerras civiles entre las Provincias Unidas del Sur. 

Setenta años de guerra y tierra

Tulio Halperín Donghi fue un gran historiador argentino con un estilo de escritura famoso por su dificultad, lleno de subordinadas y paradojas que buscaban expresar la complejidad de los hechos. Aún así, acuñó títulos con un gancho innegable: “La larga agonía de la Argentina peronista”, “Una nación para el desierto argentino” y “La larga espera”. Los dos últimos refieren al periodo que va desde el fin de las guerras de Independencia a la consolidación de las economías latinoamericanas como proveedoras globales de materias primas hacia fines del siglo XIX. Alrededor de 70 años de guerras civiles y estancamiento económico que tienen todo el sabor de “décadas perdidas”. Sin embargo, durante este periodo se definieron los patrones con los que el capitalismo 1.0 finalmente se instalará en Argentina. Por otro lado, quizás ese delay fue el precio de la libertad: la integración de Asia y África al capitalismo mundial fue más expeditiva que la americana, pero se hizo a costa de su independencia.

Ya dije que la Revolución de Mayo puede entenderse también como una apuesta de los comerciantes criollos por desinstalar la ruta de la plata potosina del monopolio español y conectarla al circuito mundial, del que ya participaba mediante el contrabando. No pudo salir peor: Potosí se perdió para siempre y las guerras de Independencia pulverizaron el capital mercantil porteño. Hubo fortunas urbanas, como la que heredó Manuel Belgrano, que se incineraron en la carrera revolucionaria. En la mayor parte de los casos, el capital mercantil sencillamente se mudó al campo. En Buenos Aires, Santa Fe y Entre Ríos, la tierra era abundante y barata. Desde la crisis del cimarrón de fines del siglo XVIII, muchos comerciantes habían adquirido grandes extensiones para criar vacunos y aprovechar el buen precio del cuero. Cuando las guerras destruyeron las redes comerciales, el campo se transformó en un lugar seguro para invertir. En tiempos de crisis el capital se destruye, el dinero vuela, pero la tierra permanece. La política los acompañó: Rivadavia abolió los cabildos, los estancieros formaron milicias rurales y uno de ellos, Juan Manuel de Rosas, llegó al gobierno de Buenos Aires en calidad de “Restaurador de las Leyes”. Así, el centro de poder se desplazó de la ciudad al campo.

Tierra de estancias

En términos económicos, la ruralización significó la expansión del viejo modelo de negocios: la estancia vacuna dedicada a producir cueros y tasajo (carne secada en sal). Este último ya no abastecía a la ciudad, sino que se exportaba para alimentar a los esclavos de Brasil, Angola y Estados Unidos, y a los marineros de la Royal Navy. Pero los estancieros rioplatenses eran productores marginales, no formaban precios y debían adaptarse a las condiciones de un mercado inestable y competitivo. Para mantener la rentabilidad, adoptaron un modelo austero y flexible, con inversiones mínimas y ganancias altas que cubrieran futuras pérdidas. Un capitalismo reducido a su capa [lmicharacter content="M"], un modelo de negocios. Podemos resumirlo en tres puntos:

  • Desarrollo extensivo. La producción crecía sobre la incorporación de tierras antes que sobre mejoras en la productividad (ganado, tecnología, fertilización). La tierra era barata y, con el gobierno de su lado, los estancieros podían avanzar sobre tierras públicas. En 1833 fondearon la campaña de Rosas contra los indios: el Restaurador pactó con los pampas, se enfrentó a los ranqueles y dejó 3200 indios muertos y 1000 cautivos rescatados, además del territorio ganado y la seguridad de las estancias en la frontera.
  • Control no económico del trabajo. La escasez de población impedía contar con un mercado de trabajo extenso, de alta rotación. Para retener a los pocos trabajadores disponibles, los estancieros buscaron forzar su dependencia mediante deudas, la amenaza de reclutamiento en las milicias, la papeleta de conchabo (un documento personal que limitaba la movilidad) y la prohibición de actividades económicas por fuera de la estancia. Sí, el capitalismo es antimercado. Aún así, el mercado se imponía, como lo deja ver este consejo de Juan José Anchorena a otro estanciero en 1831: “Debe pagar Ud. a los peones al menos lo que pagan los hacendados vecinos para tener trabajo cuando se necesita y no sufrir por la falta de peones”. Muchos pobres rurales podían evitar la estancia vendiéndoles ganado robado a los indios o cultivando en zonas marginales, como la costa del Paraná. Buena parte de los “gauchos indómitos” eran, en rigor, agricultores.
  • Instalación de “saladeros”, factorías en donde se procesaba el ganado. “Cinco minutos después que el animal ha sido muerto, su carne está salada —cuenta Alcide d’ Orbigny, un paleontólogo francés que anduvo por aquí poco antes que Darwin—. Su cuero lo están envenenando y deshecho sus huesos, y la grasa de las entrañas están hirviendo para extraer de ellas el aceite, y el trabajo prosigue durante todo el día con la misma rapidez y regularidad de una máquina”. Para ahorrar costos, los estancieros instalaron sus propios saladeros, generalmente sobre el Riachuelo, río abajo de la ciudad. Salvo Rosas, que lo instaló dentro de su propia estancia, sobre el arroyo Maldonado. Así comenzó la contaminación del Riachuelo, que recibía los venenos, la sangre, los huesos y el agua de hervor, cuando no se vertían directamente en el suelo, en donde se formaba una costra hedionda de 15 cm de espesor. Por algo, Guillermo Hudson llamó a Buenos Aires “la ciudad más pestilente del globo”.

Pero no todo fue contaminación. O mejor dicho, no toda intervención humana es mala. La difusión del ganado enriqueció el suelo pampeano con sus bostas y osamentas, reactivando el ciclo del nitrógeno, que rejuveneció el ecosistema: aumentó la cantidad y calidad de plantas, que a su vez se renovaban más rápidamente por el consumo y las pisadas del ganado, y atraían así a más fauna. Los pajonales secos del siglo XVIII se transformaron en la alfombra de pasto verde que se encontró Darwin en 1832. También contribuyeron a la renovación ecológica los incendios frecuentes, causados tanto por las tormentas como por el gobierno para cazar a las fieras. Y a los indios. La pampa húmeda es un ecosistema intervenido por la humanidad, un pedazo de Antropoceno benigno.Con esta organización precaria, casi accidental, de sus escasos recursos, las provincias del litoral lograron conectarse al circuito comercial mundial. Desde fines de los años 20 del siglo XIX, Buenos Aires ya era un importador neto de manufacturas y su principal proveedor era Gran Bretaña: las importaciones provenientes de ese país cuadriplicaban en valor a las de Brasil y octuplicaban a las de España y Francia. La ventaja se explica porque, mientras sus competidores mantenían un comercio tradicional de artículos de lujo, la industria británica, a fuerza de carbón y proletarios, podía producir bienes de primera necesidad a bajo costo: los cuchillos, cacerolas, espuelas y vestidos que usaban los gauchos y las chinas de la Pampa eran made in Britain.

Tierra de ovejas

A partir de 1840 las somnolientas llanuras pampeanas se fueron llenando de ovejas. Las causas de esta invasión silenciosa hay que buscarlas en el mercado mundial. Francia, Bélgica y algunos reinos alemanes comenzaron a mecanizar su producción textil para competir con Gran Bretaña, pero usando lana en lugar de algodón. Más adelante, la guerra civil estadounidense interrumpió el suministro global de algodón, y la demanda lanera aumentó. Adaptarse al nuevo mercado obligó a los estancieros a invertir en alambrados y barracas para la esquila, así como a contratar puesteros que cuidaran las ovejas. Esto último agravó la histórica escasez de mano de obra pampeana. La solución fue la de siempre: apretar las clavijas sobre el trabajador rural, que ahora debía adaptarse a un trabajo estacional e inestable como la esquila. Otra solución fue tercerizar la producción en ovejeros, criadores que trabajaban una parcela de las estancias contratados como aparceros (aportaban sólo el trabajo y se llevaban entre un 25 % y un 50 % de la producción) o arrendatarios (alquilaban la tierra por cinco años y se quedaban con lo producido, pero no controlaban la comercialización, que estaba a cargo del propietario). La disponibilidad de tierras también hizo posible que familias de productores, generalmente vascos e irlandeses, que traían experticia lanar de sus países, adquirieran extensiones de tierra medianas, de unas 500 hectáreas. Estas granjas, que no superaban las 2000 ovejas, permitían la subsistencia de la familia más un excedente para mantener y ampliar la empresa.

La expansión ovina se extendió desde los últimos años de Rosas hasta el primer gobierno de Roca. La Argentina fratricida que se enfrentó en Caseros en 1852 y Puente Alsina en 1880 era también una tierra de esponjosas ovejitas. Y si bien no alteraron la estructura agraria argentina, las ovejas modernizaron las estancias, profesionalizaron el comercio y le abrieron el juego a propietarios medianos y aparceros, muchos de los cuales prosperaron y se instalaron entre la élite. Eso explica que Argentina sea, con Chile, uno de los pocos lugares en donde un apellido vasco o irlandés es una marca de pertenencia oligárquica, y no un estigma rústico o terrorista.

Referencias

Brailovsky, A. E., Foguelman, D. (1991). Memoria verde: historia ecológica de la Argentina. Argentina: Sudamericana.

Garavaglia, J. C., Gelman, J. (1989). El Mundo rural rioplatense a fines de la época colonial: estudios sobre producción y mano de obra. Argentina: Fundación Simón Rodríguez.

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