El capitalismo 1.1 argentino
En 1876 el presidente Nicolás Avellaneda anunció en el Congreso de la Nación que varios miles de toneladas de trigo, cosechadas en suelo santafecino, habían sido embarcadas en el puerto de Rosario con destino a los mercados de exportación. El valor de la partida no era significativo, pero marcaba el comienzo de la transición de un modelo ganadero y extensivo —el de las estancias y saladeros— a otro agrícola e intensivo. Vale la pena repasar este desarrollo agrario santafecino, un caso de colaboración público-privada en pleno capitalismo liberal. El gobierno provincial necesitaba poblar y poner a producir a un territorio fronterizo y diezmado por las guerras civiles. Para eso subsidió empresas de colonización que compraban tierras libres de impuestos por cinco años con la condición de subdividirlas y venderlas (no podían alquilarlas). Santa Fe se pobló de agricultores extranjeros y comenzó a exportar cereales. Con esas exportaciones comienza la instalación plena del capitalismo 1.1 en Argentina.
Hasta ese momento, el territorio había logrado conectarse lateralmente a los circuitos mercantiles, con prácticas adaptativas en contextos de excepcionalidad, primero a través del contrabando, luego en medio de guerras civiles. Para tener una idea de lo precario que era el modelo de negocios, o su percepción, pensemos que el mismo año en que Avellaneda anunciaba feliz la exportación de cereales, en ese mismo Parlamento había un duro debate sobre el modelo económico argentino, con legisladores como Carlos Pellegrini, Dardo Rocha y Miguel Cané proponiendo pasar a un sistema proteccionista que favoreciera la industria para el mercado interno en lugar de la agricultura para el mercado externo. Pero ahora, no sólo el capitalismo 1.1 había afinado sus componentes (la hegemonía británica, la tecnología basada en combustibles fósiles y las instituciones liberales), sino que, tras 70 años de guerra, el hardware argentino había sedimentado patrones para viabilizar ese software.
Repasémoslos. En primer lugar, la pampa húmeda, un ecosistema semiartificial que garantizaba 52 millones de hectáreas fértiles con clima templado. Sobre ese ecosistema había dos activos: por un lado, millones de ovinos y bovinos disponibles para cruzar y obtener razas de alta productividad y rentabilidad; por otro, un vacío humano sin instituciones coloniales ni precolombinas que obstruyeran la circulación de bienes, capitales ni personas. El país era una hoja en blanco lista para el capitalismo 1.1: en 1881 la provincia de Buenos Aires tenía apenas medio millón de habitantes, un tercio de los cuales estaban en zonas de frontera.
Otros elementos del hardware argentino eran ciudades mercantiles como Buenos Aires y Rosario, con mano de obra variada, provisión segura de alimentos y agua, infraestructura y puertos que, a fuerza de inversiones, iban mejorando; una clase de estancieros con reflejos de comerciante, conectada desde hacía décadas a los circuitos comerciales británicos, entrenada para adaptarse a cualquier viento del mercado mundial y ansiosa por actualizar su modelo de negocios en la medida en que la lana y el tasajo ya no rendían como antes; y por último pero no menos importante, un Estado territorial consolidado. Al momento de asumir la presidencia, Roca estaba parado sobre dos pilas de cadáveres: los 4000 indios muertos en la campaña genocida de la Patagonia de 1878 y los 2000 milicianos muertos de la represión de la rebelión autonomista porteña de junio de 1880. Roca había conducido ambas campañas, y las victorias le permitieron tener un gobierno nacional con control efectivo sobre el territorio luego de 70 años. La liga de los gobernadores, el Senado y el control de la sucesión presidencial dentro de un régimen de partido único garantizaban la paz de la pampa húmeda con el interior. Con el hardware limpio y unificado por una capa [lmicharacter content="I"] de instituciones ad hoc, Argentina estaba lista para el software capitalista 1.1.
Primera fase: el flujo financiero (1862-1892)
El software capitalista llegó en forma de un flujo financiero y tecnológico. En junio de 1862 se aprobó la construcción del Ferrocarril de Buenos Aires al Gran Sud, de capitales británicos, y en agosto de ese año comenzó a operar el London, Buenos Ayres and River Plate Bank (futuro Banco de Londres y América del Sur) en su sede de 40 Moorgate, Londres. Luego de dos siglos de centralizar los circuitos comerciales y de un siglo de mecanizar la producción, Gran Bretaña tenía excedentes de capital físico y líquido que necesitaba colocar en cualquier lugar del planeta que prometiera retornos.
El flujo tecnofinanciero se dio en dos tiempos. En una primera fase, las inversiones fueron esencialmente financieras: adquiriendo títulos públicos argentinos, el capital británico lubricó con metálico los ejes de una carreta agropecuaria que ya había agarrado velocidad. La propia “Campaña del Desierto” fue una inversión financiera: el Estado argentino fondeó el plan militar de Roca emitiendo títulos públicos por 1,5 millones de pesos que daban a su portador derecho a una legua de tierra conquistada por documento. Así, menos de 400 personas se quedaron con 8,5 millones de hectáreas en la Patagonia, entre los principales tenedores de títulos estaba Martínez de Hoz y Cía. Esta fase culmina con la crisis de 1890, último tramo del ciclo global recesivo que estudiara Kondratiev, pero también primer capítulo de un sainete criollo que al día de hoy no termina: el gobierno de Juárez Celman se había endeudado con la casa Baring por 1,5 millones de libras pagaderos en bonos, al tiempo que autorizó a todos los bancos, muchos de ellos de amigos del presidente, a emitir dinero por su cuenta. Cuando el volumen de papeles superó largamente las reservas de oro del país, su valor desapareció y con ellos, el de los bonos. Argentina defaulteó la deuda y Baring tropezó dos veces con el mismo país en menos de un siglo (la vez anterior había sido con Rivadavia). El país colapsó: quiebras, desempleo, miseria y una rebelión cívico-militar que terminó derrocando al presidente. Con un nuevo gobierno a cargo del mismo partido y una refinanciación, la crisis empezó a superarse en 1892. En 1899 Argentina adhirió al patrón oro para evitar nuevas travesuras monetarias: desde la pérdida de Potosí en 1812, todos los gobiernos habían jugado con el dinero fiduciario local; ahora, atarlo a una moneda extranjera parecía la solución. Como legado de aquello nos quedan el cuadro Sin pan y sin trabajo, de Ernesto de la Cárcova, y la formación de la Unión Cívica Radical, que, paradójicamente, surgió para destituir a un presidente constitucional en medio de una crisis económica.
Segunda fase: trenes, trigo y terneros (1892-1930)
El efecto más importante de la crisis de 1890 fue terminar de instalar el capitalismo 1.1. Las inversiones extranjeras desde entonces se concentraron en fierros: transporte e infraestructura para acelerar el flujo de mercancías. El tendido ferroviario, que para 1880 era de 4000 km, se cuadruplicó antes de 1900, y alcanzó los 30.000 km en 1914. En la medida en que el capitalismo se instalaba, su efecto se escurría por la pradera. Para 1890, el mercado de tierras que había hecho posibles a los granjeros de ovejas se cerró. La colonización santafesina terminó cuando el gobierno eliminó los subsidios a las empresas colonizadoras y les permitió alquilar las tierras. El capitalismo 1.1 en Argentina será un sistema agrario de grandes propietarios y pequeños productores.
El paso de la producción ganadera a la agricultura encerraba dos riesgos, uno ambiental y otro económico. El ambiental era el que supone cualquier agricultura: simplificar excesivamente un ecosistema reduciendo su diversidad a las especies cultivadas, que así se vuelve más vulnerable a las plagas y se le causa mayor erosión. A la erosión causada por los mismos vegetales absorbiendo constantemente los mismos minerales del suelo, se suma la causada por los productores corriendo tras el mercado: no renovar las tierras, deforestar, incluso arar en el mismo sentido de las pendientes para ahorrar energía, facilitando así que la lluvia arrastre los nutrientes. Por otro lado, el riesgo económico era para los estancieros: la agricultura es intensiva, requiere mucho trabajo en poca tierra, algo inviable en la extensión de una estancia. La “ley del mercado” nos dice que, si los grandes propietarios querían aprovechar los altos precios cerealeros, debían dividir sus estancias y vender las parcelas a agricultores. Pero el capitalismo es antimercado y la tierra valía demasiado como para venderla.
En 1892 el estanciero Benigno Del Carril “descubrió” la rotación de cultivos, una técnica medieval adaptada al capitalismo agrario: arrendar la tierra en lotes pequeños a un agricultor a un precio fijo por tres años con la obligación de sembrar primero lino, luego trigo, y finalmente, alfalfa y algún cereal. La secuencia seguía un ciclo ecológico y comercial: la tierra más fértil le tocaba al lino, que aprovechaba el nitrógeno para crecer en altura y ser empleado en la industria textil, luego venía el cereal, y al final la alfalfa permitía que la tierra descansara y se regenerara. Cumplidos los tres años, el propietario tenía la opción de renovar el alquiler —si el precio de los cereales seguía alto— o recuperar su tierra sembrada de alfalfa y pasar sin demora al engorde de ganado —si el precio de la carne subía—. Una virtuosa simbiosis de capitalismo y conservacionismo, que sin embargo no evitó que el sobrepastoreo ganadero enlodara las escasas lagunas y erosionara el suelo. Esa erosión, sometida a la alternancia de sudestadas y sequías, llegó a dejar al descubierto el loess pampeano, una tierra roja e infértil que yace bajo el molisol, la tierra negra rica en materia orgánica. Al dejar toda la conservación del suelo en manos del arrendatario, el sistema trienal desestimuló soluciones hídricas integrales, como represas o canales navegables. El problema del agua seguía siendo doble: sobraba aquí, faltaba allá, había que retenerla y dejarla correr.
Los arrendamientos trienales no sólo permitieron transicionar a la agricultura sin repartir la propiedad de la tierra, sino también combinarla con la ganadería de alto rendimiento. Las nuevas tecnologías permitían transportar grandes cantidades de carne en barcos a vapor, primero congelada, luego sólo enfriada, manteniendo así la calidad. En Gran Bretaña, el crecimiento económico había difundido el consumo del beef. Para aprovechar estas nuevas circunstancias, las estancias debían criar ganado fino, una actividad lenta y costosa: un novillo requiere un mínimo de tres años para que se lo pueda consumir. La solución fue tercerizar la cría en ganaderos medianos de tierras marginales, que se ocupaban del ternero desde su nacimiento hasta el engorde. Luego, los “invernadores”, una mezcla de terratenientes y especuladores, compraban el ternero barato y lo engordaban en pocos meses, vendiéndolo a su peso.
Con el cultivo trienal y la ganadería de invernada, el capitalismo agrario argentino se adaptó para no desaprovechar ninguna señal del mercado: entre 1895 y 1914 los precios agrícolas superaron a los ganaderos, pero durante la Primera Guerra Mundial el precio de la carne subió. En 1925, empezaron a subir también los agrícolas. Y en 1929, llegó el colapso.
La nación consumidora
Los ingresos extraordinarios del país por exportaciones bajo el capitalismo 1.1 alimentaron incluso actividades orientadas al mercado interno. En algunos casos se trataba de decisiones estratégicas del gobierno, interesado en desarrollar polos por fuera del circuito pampeano como parte de la política de paz y equilibrio con el interior. Así, la producción azucarera de Tucumán y la vitivinícola de Mendoza estuvieron protegidas políticamente de la competencia internacional. En otros casos, el desarrollo urbano desmesurado —debido a que los inmigrantes no eran absorbidos como mano de obra permanente en el campo— y el alto ingreso de divisas fomentaron el desarrollo de una industria orientada al consumo interno. En muchos casos, por el volumen de capital, este tipo de empresas eran extranjeras —en los años 20 se instalaron en el país 27 sucursales de grandes empresas extranjeras, mayormente estadounidenses y dedicadas a la química y la metalurgia—; en otros, eran emprendedores extranjeros que traían su experticia, como los alemanes Bieckert y Bemberg, que producían cerveza en la localidad de Quilmes; el francés Noel, que fabricaba dulces; y el estadounidense Bagley, que pasó del licor a las galletitas. También había empresarios locales: en 1910 Horacio Anasagasti abrió una fábrica automotriz que llegó a construir 50 unidades antes de cerrar durante la Primera Guerra Mundial por falta de insumos, marcando el límite insalvable de cualquier industria en una economía dependiente.
Más importante que la industria era el sector energético, sobre todo en un país en donde los grandes centros urbanos están alejados de los principales proveedores de leña: la región chaqueña y Misiones. Todavía a mediados de siglo había “carboneros” que aprovechaban tierras públicas como las islas del Delta para talar a discreción y fabricar carbón allí mismo, ahumando todo alrededor. Con la llegada del ferrocarril y el crecimiento urbano, el consumo energético aumentó. Surgieron entonces enclaves forestales, generalmente extranjeros, que explotaron sin consideración los recursos naturales y humanos. A nivel doméstico aumentó el consumo de kerosén importado, que llegó a 40 millones de litros por año. Con semejante mercado, aparecieron emprendimientos petroleros en el Noroeste, como la Compañía Jujeña del Kerosene, que se propuso “la explotación de una de las más grandes riquezas de nuestro suelo, que llamada en la América del Norte ‘la rejión del petróleo’ o la nueva California, ha producido allí tanta grandeza”. Pero no alcanzó a producir esa grandeza. Más cerca estuvo Carlos Fader: en 1886 fundó la Compañía Mendocina Explotadora de Petróleo, que perforó casi 30 pozos y produjo cerca de 8000 toneladas de petróleo en la zona de Cacheuta, antes de cerrar en 1897 por efecto de la crisis y por la falta de infraestructura (el Ferrocarril Andino se negó a hacer un desvío para transportar el crudo). Su hijo Fernando, luego de fracasar con un proyecto hidráulico, se mudó a Córdoba a pintar paisajes y fundó el impresionismo local. Todo cambiaría a partir de 1907, pero eso es otro capitalismo.
Auge y caída del capitalismo argentino 1.1
El capitalismo 1.1 en Argentina fue la combinación del flujo tecnofinanciero global con un hardware latifundista forjado en 70 años de guerra y supervivencia. Una sociedad tan exitosa como deforme. Quizás su mejor retrato sea el tendido ferroviario argentino: concentrado en un 75 % en la región pampeana, ordenado radialmente como líneas que convergen en un solo puerto, pero con vueltas raras y ramales inexplicables forzados por los terratenientes y especuladores para valorizar sus tierras. No hay que entender esas deformidades como aberraciones respecto a un modelo ideal que nunca existió —ya vimos que el capitalismo 1.0 se caracterizó por integrar formas muy distintas—, sino como los rasgos estructurales del capitalismo agrario argentino: uso extensivo de la tierra, escasa mano de obra asalariada y dependencia del capital intensivo extranjero.
Los dos primeros rasgos son parte del hardware local. La gran propiedad de la tierra fue el molde dentro del cual se operaron todas las transformaciones necesarias para adaptarse al capitalismo 1.0: cuero cimarrón, tasajo, lana de oveja, cereales, carne de Angus. Esas adaptaciones dieron lugar a tipos particulares de productores independientes, generalmente extranjeros, que ingresaban a la producción sin controlar la tierra, el capital, el mercado, ni el propio proceso de producción: aparceros, colonos, arrendatarios, criadores, etc. Algunos de ellos lograron acumular capital y combinar la autoexplotación del trabajo familiar con el trabajo asalariado, primero, y con la mecanización, después. Argentina no tuvo un gran proletariado rural, sino diversas formas de trabajo que coexistieron sometidas a la gran propiedad.
Respecto al capital intensivo y concentrado, casi siempre extranjero, lo encontramos en las puntas del proceso productivo. Al principio, proveyendo financiamiento e infraestructura; al final, concentrando la comercialización en tres frigoríficos (el River Plate Fresh Meat Co., el Nelson’s River Plate Meat Co., y La Negra) y cuatro cerealeras (Bunge & Born, Louis Dreyfus, Huni & Wormser, y Weil Hermanos & Cía.). El efecto de estos jugadores también fue contradictorio. Por un lado, impulsaron el desarrollo de las fuerzas productivas: crearon las condiciones de posibilidad de la producción exportable, promovieron la instalación del pequeño productor y modernizaron algunas relaciones económicas. Por otro lado, no sólo controlaron y adaptaron la totalidad del proceso productivo nacional a las necesidades de un sistema mundial centrado en Europa, sino que, al adaptarse al hardware local, reforzaron sus deformidades, entorpeciendo la modernización de instituciones fundamentales como la propiedad de la tierra o las relaciones de trabajo. Promovieron, obstaculizaron y deformaron, al mismo tiempo, la consolidación de una nueva estructura social.
Un modelo extensivo y dependiente, con empresarios motivados por ganancias casi rentísticas y un consumo colectivo en gran parte enchufado a esa misma renta no podía durar mucho tiempo. El capitalismo 1.1 argentino crecía muchísimo, pero lo hacía en extensión, no en profundidad. Cuando en los años 20 se alcanzó la frontera agrícola (el límite de tierras aptas para la agroganadería con la tecnología disponible), el capitalismo 1.0 argentino ya no pudo crecer más. Y cuando el capitalismo mundial al que se había conectado tan bien colapsó y cambió de versión, no hubo plan B. Tanto los productores como los consumidores se habían adaptado a una renta que se extinguía. Había que tomar decisiones importantes, pero cada sector hizo lo imposible por mantener su porción intacta sobre un total cada vez más chico, obnubilados por sus expectativas y por un pasado de oro.
Giuseppe Verdi tenía una regla para sus óperas: si la obertura empezaba con un acorde menor, la historia iba a terminar mal. Así funciona la tragedia: aquello que desde el principio tiene escrito su amargo final. Se suele confundir con el fatalismo pero hay una diferencia: fatalistas eran los babilonios, que creían que su destino estaba determinado por las estrellas; la tragedia clásica griega entiende que el final, aunque ineluctable, es consecuencia de los actos humanos. El capitalismo 1.0 fue el más exitoso de la historia argentina, medido en crecimiento en relación a otros países contemporáneos y en relación a su propio pasado. Pero terminó. Y el país no pudo repetir esa experiencia. La frustración llevó a muchos a entender que perdimos ese paraíso por la impericia de los gobiernos o de la sociedad entera, que deben pagar por su error; y a otros, a creer que en realidad fue un sistema cruel y que su final fue un acto de justicia. La necesidad de darle un cierre simétrico y moral a las historias también es una herencia griega. Pero en la Historia no todo es bueno o malo, hay cosas que simplemente son. O fueron. El capitalismo 1.0 fue el resultado de procesos locales y globales de larga duración, en un punto incontrolables. Cuando esas condiciones cambiaron, se tornó inviable, y nunca más va a volver.