El capitalismo 2.0
El 14 de abril de 1912 a la noche, el RMS Titanic, que navegaba desde Southampton a Nueva York, chocó contra un iceberg y se hundió, llevándose alrededor de 1500 vidas. Ese mismo año salieron tres libros, dos películas y casi cien canciones sobre el tema, inaugurando una megafranquicia que dura hasta nuestros días y que llevó a un crítico estadounidense a decir que es el tercer tema sobre el que más se ha escrito en su país, luego de Jesucristo y la Guerra Civil. La radiación cultural del Titanic es tan intensa que parece funcionar retroactivamente: en 1889 Morgan Robertson había publicado Inutilidad, una novela que relata el hundimiento del Titán, un barco bastante parecido al Titanic (alrededor de 250 metros de largo, tres hélices, dos mástiles, 25 nudos de velocidad, fama de insumergible y pocos botes salvavidas) que también zarpa en abril y choca contra un iceberg en el Atlántico Norte. Robertson no era un visionario: había trabajado durante veinte años en la marina mercante y sabía de barcos y de riesgos. Algunos explicaron su hiperstición a partir del zeitgeist del propio Titanic: un arrogante producto industrial que sale desde el centro del capitalismo cargando a una humanidad dividida en clases y choca para hundirse, una alegoría casi obvia de Occidente dos años antes de la Primera Guerra Mundial. El problema con las lecturas simbólicas es que los símbolos son arbitrarios por definición y, en una sociedad saturada de cultura como la nuestra, cualquier cosa puede simbolizar cualquier otra.
Otra opción sería leer al Titanic como un producto de la industria 1.1. Seguramente, fue fabricado con el mejor acero de la época: el clásico Bessemer británico, o mejor aún, el moderno Siemens-Martin. Si bien el último es menos quebradizo, ambos tenían una proporción de manganeso sobre azufre mayor que el acero actual, lo que los hacía menos dúctiles a cierta temperatura. Por ejemplo, los -2 °C del Atlántico Norte en una noche de abril. Al chocar, las planchas de acero de la cubierta no se abollaron, se quebraron. A eso se suma que no estaban soldadas, sino remachadas, y no con los mejores remaches, por falta de provisión. ¿Qué simboliza el Titanic como objeto técnico? ¿A Gran Bretaña perdiendo la delantera industrial que había tenido durante el siglo anterior? ¿A una sociedad que ya no dominaba su escala técnica? ¿O sencillamente a la “mala suerte”, esa mezcla de contingencias y pequeñas decisiones que escalan, teniendo en cuenta que el Olimpia, barco gemelo del Titanic, cubrió quinientas veces el mismo trayecto sin hundirse? O todo eso: hegemonías en crisis, cambios tecnológicos, contradicciones sociales, contingencias y decisiones agregadas llevaron al capitalismo entre las décadas de 1870 y 1970 a transformarse, dislocar la sociedad, derrumbarse y erigirse de nuevo con el mismo software perfeccionado.
Del mercado al antimercado
En 1873 los precios internacionales iniciaron un ciclo a la baja tan largo y pronunciado que los hombres de negocios empezaron a hablar de una “Gran Depresión”. Si vemos los números de la época, no parece para tanto: la producción industrial crecía, el comercio de materias primas también, y la inversión extranjera alcanzó un pico. Pero no hay contradicción: los precios caían porque la oferta crecía, y con ellos caían los beneficios del capital. Siempre estaba la posibilidad de ampliar los mercados, pero también había un agotamiento del modelo de negocios. Las innovaciones del capitalismo 1.0 se habían difundido y sus ventajas se habían diluido dentro del funcionamiento general de la producción y el comercio. La máquina que en 1830 permitía monopolizar una ventaja en 1870 era un costo obligatorio para cualquiera que pretendiera hacer negocios a cierta escala. Y su uso generalizado abarataba los bienes. Buenas noticias para el consumidor, malas para el productor. Lo mismo pasaba en el mercado de productos agrícolas con la aparición de nuevos países exportadores. Tampoco era fácil ajustar los costos laborales: los trabajadores se habían organizado en sindicatos y los salarios habían alcanzado un piso más alto que la mera subsistencia, sea por motivos de mercado (países escasos de mano de obra como Estados Unidos o Argentina tenían que ofrecer salarios tentadores para inmigrantes) o de antimercado (países con élites paternalistas como Alemania pretendían atajar la revuelta social con bienestar obrero).
En ese contexto de ganancias desinfladas, los beneficios se refugiaron en el sector financiero y cualquier tropezón fue caída: cuando la deflación de los 70 parecía terminar, un ajuste recesivo en Francia contagió al resto; y en 1890, como ya vimos, el default argentino casi hizo quebrar al Banco Baring de Londres. Con el bote financiero lleno y agujereado, los empresarios buscaron nuevos negocios y los gobiernos implementaron viejas políticas. La combinación de ambas capas dio origen a una nueva versión del capitalismo. Pero esos cambios no fueron coherentes, y el capitalismo 2.0 de principios del siglo XX fue una especie de versión beta, inestable y contradictoria. La incongruencia entre los desarrollos tecnológicos y empresariales ([lmicharacter content="M"] - [lmicharacter content="T"]), por un lado, y las instituciones nacionales e internacionales ([lmicharacter content="I"] - [lmicharacter content="H"]) que debían regularlos, por otro, se fue agravando hasta arrastrar al mundo a una crisis de treinta años de la que saldría la versión definitiva del capitalismo 2.0.
Concentración e innovación
A las primeras transformaciones las impulsó el mercado. Las crisis tienden a concentrar la economía: las empresas quiebran, liquidan sus existencias, y las que sobreviven adquieren ese capital a precio vil. Así, el Lloyds Bank llegó a absorber 164 bancos. Pero si sucede, conviene: acaparar espacios en el mercado es una buena manera de atajar caídas de precios. De esa manera se formaron cárteles que fusionaban empresas del mismo ramo para controlar la oferta, como el consorcio carbonífero de Renania-Westfalia, dueño del 90 % de la producción de la región, o la US Steel Corporation, que dominaba el 60 % del mercado siderúrgico norteamericano. En otros casos, las empresas crecieron integrando todo el proceso productivo en su interior, como Standard Oil, que llegó a controlar el 95 % del mercado petrolero concentrando la extracción, transporte, refinación y comercialización del producto. Otro elemento que internalizaron las corporaciones fue el financiamiento. Los consorcios se asociaban a un banco para procurarse liquidez, imprescindible para inversiones de escala o nuevas fusiones, si no era el propio banco el que los constituía, como lo hizo J. P. Morgan con General Electric y la citada US Steel. En Estados Unidos y Alemania las sociedades de capital fueron desplazando a las empresas familiares, y los gerentes fueron ocupando el lugar del capitalista-propietario. Pero pocas de estas empresas llegaron a monopolizar realmente un mercado, más bien alcanzaron una escala tanto de volumen como de plazos que les permitía reducir los riesgos y planificar las inversiones. La dinámica del mercado terminó generando más antimercado: con la concentración empresaria una parte creciente de capital e información dejó de circular por el mercado para hacerlo dentro de las empresas.
Peter Thiel, cofundador de PayPal, inversor de riesgo y vocero del capitalismo libertario, dice que la competencia es mala para el capitalismo, sólo los monopolios tienen el capital y la tranquilidad como para no estar pendientes de sus márgenes de ganancias y concentrarse en aspectos más importantes como desarrollar tecnologías, economías de escala y una marca. En efecto, con la concentración del capital, las inversiones a escala permitían (casi obligaban) a las firmas a internalizar y planificar la innovación. Por el volumen de capital empleado ya no podían depender de las ocurrencias de un mecánico ingenioso o de los hallazgos de un diletante en su laboratorio. Las empresas decidieron montar sus propios laboratorios con científicos e inventores a sueldo como William Stanley, creador del primer transformador de corriente alterna y empleado de Westinghouse, o Carl Bosch, nobel de química que llegó a ser gerente de BASF. La sistematización de la innovación dio lugar a un furor de desarrollos y patentes conocido como “Segunda Revolución Industrial”: la dinamita de Nobel, la máquina de escribir de Scholes, la heladera de Corre, el teléfono de Grey y Graham Bell, el foquito de Edison, el automóvil de Daimler y Benz, la rueda neumática de Dunlop, y el automóvil con ruedas neumáticas de Peugeot.
Muchos inventos de la época, como la bicicleta, el cine o la aspirina, estaban orientados a una novedad: el consumo masivo. La población urbana había aumentado de manera sostenida, y las infraestructuras alimentaria y sanitaria permitieron consolidarla demográficamente y mejorar el nivel de vida. Las ciudades se constituyeron en mercados de masas, al tiempo que el aumento de la productividad permitió abaratar los bienes e incorporar a esos nuevos consumidores. Se abrieron nuevas formas de comercialización, como las grandes tiendas de venta al público, el crédito al consumo y la publicidad: es la época de los afiches de Alfons Mucha y Toulouse-Lautrec. La tabacalera Lucky Strike contrató a John Watson, padre de la psicología conductiva, para cambiar el color de su logo. Sin embargo, ninguno de estos bienes capitaneó el boom económico de principios del siglo XX. Fue el perfeccionamiento, abaratamiento y difusión de desarrollos previos —como la fabricación de acero, el barco a vapor, el ferrocarril y el telégrafo— lo que amplió, aceleró y consolidó los circuitos mercantiles a escala mundial.
Nuevas energías: petróleo, electricidad y trabajo segmentado
Otro vector económico del capitalismo 2.0 fue la transición energética o, mejor dicho, la ampliación de los regímenes energéticos existentes. Empezando por el fósil. Los primeros pozos petroleros datan del siglo XVI en el actual Azerbaiyán. A principios del siglo XIX, con la zona bajo control del zar, ya se destilaba kerosén, y para 1890, gracias al capital extranjero, la producción petrolera rusa superaba al carbón. Pero Rusia entró al siglo XX quemando madera para calentarse, el sino trágico de disponer de un recurso sin el software de estímulos e infraestructura para explotarlo. La era del petróleo nació en Norteamérica, motorizada por la necesidad de reemplazar al aceite de ballena. Si bien ya se habían cavado pozos a pala en Canadá, la historia oficial del petróleo empieza el 27 de agosto de 1859, con la excavación de Edwin Drake en Titusville, Pensilvania. A ella le seguiría una fiebre de pequeños pozos en la zona de los Apalaches hasta llegar a California en 1880 y Texas en 1894. En la primera década del siglo XX se descubrieron yacimientos en México, Irán y Venezuela. Al petróleo le tocó ser el villano del siglo XX: es negro, viscoso, habita bajo la tierra y se cometieron masacres en su nombre. Pero rinde más que el carbón, ergo, contamina menos. Aún así, el carbón siguió siendo la principal fuente global de energía hasta bien entrado el siglo XX.
La fiebre petrolera coincidió con la patente del motor a explosión Otto, pensado para fábricas que no pudieran costearse una turbina a vapor. En 1883 tres empleados de Otto (Wilhelm Maybach y los hermanos Daimler) dejaron la empresa para desarrollar un motor más pequeño y de altas revoluciones, apto para funciones móviles. Cuando incorporaron la ignición eléctrica desarrollada por Benz, nació el automóvil moderno. Otro alemán, Rudolf Diesel, recorrió el camino contrario: concibió un pequeño motor para ser usado por productores independientes (Diesel incluso escribió un tratado sobre economía solidaria y descentralizada contra la gran industria), pero demostró ser más eficiente a gran escala y terminó siendo empleado en maquinaria pesada, trenes y barcos.
Otra fuente de energía que se desarrolló en esta época fue la electricidad. En rigor, no es una forma de generar energía, sino de transmitirla. Su uso práctico estaba disponible desde 1831, cuando Michael Faraday descubrió la inducción electromagnética: convertir energía eléctrica en mecánica y viceversa. Pero, a diferencia de fuerzas motrices como un molino o un motor a explosión, la electricidad requiere montar un sistema de generación, transmisión y medición previo a su uso comercial. En el capitalismo 2.0 la escala manda. El sistema de distribución eléctrica nació de la cabeza visionaria y voraz de Edison, aunque requirió de cuatro desarrollos no edisonianos: la turbina generadora, los transformadores, el motor eléctrico y la corriente alterna. Edison se dedicó a combatir inútilmente a esta última con espectáculos de perros electrocutados para cuidar su monopolio de corriente continua. Esta transición energética, al igual que la que vimos en el siglo XVII, consumió una gran cantidad de la vieja energía: las primeras turbinas eléctricas funcionaban con carbón. Y al principio se concentró en puntos específicos de la economía: el resto del mundo siguió quemando madera y músculos animales. Incluso en Estados Unidos, patria de General Electric y Standard Oil, la tracción a sangre alcanzó su pico en 1917, el mismo año en el que Lenin prometía comunismo en forma de soviets más electrificación.
La tercera energía motriz cuya explotación se optimizó fue el trabajo humano. Recordemos que el capitalismo 1.0 era una interconexión de regiones económicas y formas de trabajo preexistentes. La proletarización industrial fue en gran medida la absorción de la mano de obra artesanal en la fábrica. El trabajo asalariado era explotado dentro de los límites de las destrezas y hábitos del trabajador. En la década de 1880, Frederick Taylor concibió superar ese límite segmentando el trabajo: descomponer la destreza de cada trabajador en una serie de operaciones elementales y luego asignárselas por separado a distintos trabajadores. Esa segmentación, que Taylor llamó “gestión científica”, tuvo tres efectos: descalificó el trabajo, a partir del momento en que se podía contratar a la persona menos hábil del planeta para que hiciera una tarea elemental y repetitiva (en sus estudios, Taylor acostumbraba comparar al obrero con un mono entrenado); masificó el mercado laboral, porque el trabajo descalificado permitía y requería contratar a más trabajadores; y consagró a una tecnocracia gerencial entre el capitalista y los trabajadores, abocada al management de ese trabajo. Con el taylorismo, el control del capital sobre el trabajo se profundizó: ya no se trataba sólo de explotar a un trabajador, sino de formatearlo a la medida de las necesidades de la empresa. De hecho, la segmentación del trabajo, al igual que la estandarización de las piezas, era una técnica logística de origen militar. Junto con las políticas sanitarias y educativas masivas que empezaron a aplicar los Estados, el taylorismo forma parte de un disciplinamiento de la sociedad. Aquí nace esa clase obrera homogénea de overol que veremos en Metropolis y en tantos afiches soviéticos. El aporte de Henry Ford fue mecanizar el taylorismo, poniendo el trabajo segmentado alrededor de una cadena de montaje a ritmo regular. El salto de productividad del fordismo permitió pasar del Mercedes 35 de 1901 —un auto comercializado de a 36 unidades por el cónsul austrohúngaro en Mónaco— al Ford T de 1908 —un auto para granjeros que arrancó con 1000 unidades y llegó a vender 15 millones—.
Globalización y homogenización
Concentración del capital, intensificación de la innovación, transición energética, segmentación del trabajo y masificación del consumo. Esa fue la base del capitalismo 2.0, un software que aceleró e incrementó el volumen de riqueza e intercambios a nivel global, al punto de que ya podía hablarse de una economía mundial y multilateral a la que las naciones se conectaban o no. La velocidad del nuevo sistema global puede ilustrarse con una comparación: la deflación europea del siglo XVII tardó veinte años en llegar a la India; el default argentino de julio de 1890 hizo tambalear a la Baring ese mismo mes. Este sistema global funcionaba sobre tres bases:
- flujos mundiales de capital, bienes y trabajo que se retroalimentaban: el capital activaba la producción de bienes primarios exportables en zonas periféricas que luego demandaban bienes industriales e incluso absorbían trabajadores europeos;
- una infraestructura de comunicación y transporte gestionada por capitales privados que soportaba ese flujo;
- una plaza financiera y comercial que centralizaba esos flujos: Londres (al mismo tiempo, la industria británica iba quedando a la zaga de todas las innovaciones que mencioné).
En la periferia del mundo se mantuvo el sistema extractivo de recursos naturales, ahora ampliado a los nuevos insumos que requería el capitalismo 2.0: cobre, petróleo, caucho, etc. El volumen de capital empleado llevó a perfeccionar y profundizar el modelo de enclaves monoproductivos, como plantaciones o grandes minas, empleando trabajo asalariado barato o semiasalariado: en muchos enclaves se empleaban a campesinos pobres que podían proveerse parte de sus alimentos, ergo, podían recibir salarios por debajo del nivel de subsistencia. La proletarización plena es una particularidad europea, no una necesidad del capital.
La homogenización de los ecosistemas se profundizó y muchas veces incorporó especies exóticas —plantaciones malayas de caucho amazónico, pastos africanos sembrados en haciendas latinoamericanas o fertilizantes a base de salitre chileno en las granjas del Midwest— haciéndolos más vulnerables a virus y plagas. La peste bovina que llevaron las excursiones italianas al norte de África se extendió entre la ganadería colonial e indígena hasta alcanzar el sur del continente. La homogenización también aumentó la exposición de los ecosistemas a las contingencias climáticas. Entre 1876 y 1899 se produjo una serie de aumentos de temperatura en el Pacífico sur conocida como El Niño, fenómeno que altera la presión atmosférica y las lluvias en un radio muy extenso. La sequía de El Niño afectó a regiones en donde los sistemas locales de producción, mejor integrados a su entorno, habían sido arrasados por el monocultivo exportador, de manera que el impacto ambiental fue mayor. Hubo una ola de hambrunas en Brasil, China y sobre todo, India, donde se prolongaron hasta 1902. El saldo total fue de entre 20 y 30 millones de muertos.
Las contradicciones del antimercado
El gobierno ([lmicharacter content="I"]-[lmicharacter content="H"]) del software capitalista 2.0 pareció ir a contrapelo de la aceleración y globalización tecnoempresarial ([lmicharacter content="M"]-[lmicharacter content="T"]): desde 1878 todos los Estados nacionales, salvo el británico y el danés, adoptaron políticas proteccionistas, esencialmente aranceles a los productos importados. Esta aparente contradicción se explica en distintos niveles. En el nivel más inmediato, el del mercado, el proteccionismo fue una respuesta de los gobiernos ante una crisis deflacionaria que afectaba a industriales y agricultores locales. Estados Unidos comenzó a cobrar aranceles a las manufacturas importadas durante la Guerra Civil de 1861-1865 para financiar el gasto militar, pero le agarró el gusto y, al finalizar el conflicto, mantuvo y aumentó esas gabelas para proteger su industria incipiente. Alemania estableció tasas aduaneras en 1879 para proteger tanto su producción agrícola como su producción industrial. Italia, Suecia y Francia establecieron crecientes tasas agrícolas entre 1878 y 1896. A este nivel, los aranceles se limitaron a los cereales y los bienes de consumo y no afectaron a los flujos de capital y trabajo. Tampoco eran una novedad: Gran Bretaña en el siglo XVII, Estados Unidos en el XVIII y Alemania en el XIX habían fundado sus capitalismos bajo el proteccionismo.
En el nivel de las estructuras antimercado, los aranceles eran tanto una forma de financiar Estados más grandes como de intervenir en la economía con esos Estados. Y el intervencionismo estatal era funcional a la globalización. El flujo tecnofinanciero siempre requirió asientos territoriales: los circuitos comerciales del capitalismo 1.0 se montaron sobre ciudades y naciones mercantiles, la consolidación de los Estados nacionales latinoamericanos fue condición y consecuencia de la incorporación plena de esas naciones al comercio internacional. La infraestructura global que hacía funcionar al capitalismo 2.0 requería de acciones estatales tales como adherir al patrón oro, acordar estándares tecnológicos y logísticos —incluyendo los husos horarios de Greenwich, que se difundieron entre 1884 y 1921—, adaptar las instituciones locales al flujo global de capital y trabajo, y, sobre todo, pacificar las regiones integradas al mercado mundial, desde los barrios obreros berlineses hasta las minas chilenas, para no entorpecer la producción y circulación de bienes. Es por eso que el proteccionismo convivió con los primeros esbozos de legislación social.
Imperialismo
Esto nos lleva a un tercer nivel de análisis, el político. Las medidas proteccionistas de fines del siglo XIX respondían al reclamo de los perdedores de la globalización —granjeros afectados por la oferta global de granos, artesanos amenazados por la importación de manufacturas, trabajadores recelosos de la mano de obra inmigrante—, pero también de una clase dominante antimercado. El capitalismo 1.0 se había expandido sobre las instituciones preexistentes: los capitanes de la industria y las finanzas provenían de la nobleza terrateniente británica, la aristocracia militar prusiana o los zaibatsu japoneses (consorcios de empresas familiares vinculadas al Estado imperial que se desarrollaron a partir de mediados del siglo XIX pero algunos de las cuales, como Mitsui, habían sido fundados en el siglo XVII). Los emprendedores que se enriquecían se integraban a esa casta y a sus valores: los clubes aristocráticos británicos aceptaban a estos nuevos ricos bajo la categoría de s/nob (sine nobilitas, sin nobleza). Bajo el capitalismo 2.0 los teléfonos, automóviles y redes eléctricas convivían con esa corteza del antimercado: condestables, gremios de talabartería, matrimonios arreglados y familias campesinas autosuficientes. Esa convivencia alimentaba la tensión entre una sociedad masificada, tecnificada y crecientemente informada por el capital y la alfabetización, y por otro lado instituciones y valores tradicionalistas que combatían la novedad como degradación. “La degeneración de la raza rezuma por todos nuestros poros... somos los hongos de antiguas cagadas”, escribió por esos años el pintor André Derain, más adelante acusado de colaboracionista con los nazis. En Francia, la palabra “decadencia” fue santo y seña para hablar de la nueva época; en Gran Bretaña, el darwinismo social entendió que estaba en riesgo la evolución de la especie humana; en Alemania, la filosofía de Nietzsche se empleó para condenar a una sociedad reblandecida por las comodidades modernas; en todas partes la solución fue la movilización militar y el restablecimiento de las viejas jerarquías. El proteccionismo selló una alianza política entre grupos diversos que buscaron en el nacionalismo tradicionalista un antídoto contra la masificación y modernización del capitalismo 2.0.
Nada expresa tan bien esa política como la carrera colonialista entre las potencias europeas. La incorporación de territorios periféricos es una necesidad del capitalismo pero estaba hecha desde el siglo XVII, y casos como el de América Latina demostraban que el control político directo no era indispensable para disponer de sus recursos. La anexión y el control directo que caracterizan al “imperialismo” —un término que surge en estos años— respondía más a cuestiones estratégicas, como el canal de Suez; a cálculos proteccionistas, como disponer de esas tierras para futuras colocaciones de bienes o población excedente en caso de otra crisis; o a la voluntad de movilizar militarmente a la sociedad tras un cambio de status geopolítico —otra palabra que surge en esta época—. Eso explica que haya habido aventuras colonialistas con más costos que beneficios, como la de Italia en Etiopía o la de España en Marruecos. La carrera imperialista fue la apoteosis de las fuerzas antimercado del capitalismo tratando de encuadrar las consecuencias de su propio flujo tecnomercantil. La tensión entre ambas lógicas estalló en el siglo XX. Y para ello el imperialismo también fue un laboratorio de alianzas estratégicas y formas de hacer la guerra: Gran Bretaña inventó los campos de concentración en Sudáfrica, Italia bombardeó civiles en Libia, Alemania exterminó a los hereros del sur de África envenenando el agua.
Treinta años de guerra total
En agosto de 1914 los niños y las mujeres de Europa despidieron a los soldados con flores y sonrisas. Marchaban a una guerra corta y gloriosa, con carga de caballería y el himno cantado a coro. No volvieron. Cuatro años después, cuando la Gran Guerra por fin terminó, la paz tampoco volvió: guerras civiles en Rusia y España, revolución y contrarrevolución en toda Europa y disputas territoriales que desembocaron en una segunda guerra total. Como si el conflicto abierto con bombos y platillos en 1914 hubiera terminado recién en el Ragnarök de 1945. Treinta años de destrucción que tienen explicaciones políticas, sociales y culturales. Pero esta es la historia del capitalismo 2.0 y me interesa subrayar sólo dos vectores. En primer lugar, fue una lucha por la hegemonía global. Ya antes de la Primera Guerra Mundial, Gran Bretaña iba quedando relegada a ser el nodo financiero de un mundo gestionado por el capital concentrado, sin más coordinación que él mismo. El imperio británico fue liquidado para financiar el esfuerzo de dos guerras mundiales peleadas ambas de principio a fin, un honor que comparte sólo con Alemania. Mientras tanto, el trono global seguía vacante. Estados Unidos emergió en 1918 como potencia industrial y gran acreedor pero decidió aislarse del mundo. Alemania y Japón traían un nuevo proyecto de hegemonía que fue abortado pero que podemos intuir más territorial y centralizado. No se discutía el capitalismo 2.0, sino cómo gobernarlo. Y el final estaba abierto.
En segundo lugar, había una desconexión entre la productividad y el consumo. El regulador global de facto entre 1918 y 1929 fue el capital financiero, que absorbía ahorros y beneficios estadounidenses no reinvertidos y los movilizaba para cubrir consumos europeos. Así salió. Pero la “crisis del 30” tiene causas más profundas: la incompatibilidad entre la capa tecnoempresarial del capitalismo 2.0, que aceleraba y concentraba el capital, y la capa institucional que pretendía que eso se regulara como un pacto de caballeros entre empresas familiares, trabajadores abnegados y las “leyes del mercado”. Incluso Stalin confiaba en el “comercio internacional” para colocar el grano ruso y financiar la industria 2.0 soviética: “Nos arriesgamos a quedarnos sin nuestro hierro, acero y fábricas de construcción de maquinarias —escribió en agosto de 1930— tendríamos que haber asegurado una posición segura en el comercio internacional de granos (...) En pocas palabras, debemos presionar furiosamente las exportaciones de grano”. La frustración agroexportadora de Stalin lo llevó a optar por el modelo autárquico y centralizado que caracterizaría al comunismo del siglo XX. Muchos gobiernos decidieron intervenir en la economía empleando los recursos que heredaron del reformismo liberal y de la guerra: leyes sociales, negociaciones tripartitas y planificación estatal. El New Deal de Roosevelt fue el más moderado de esos experimentos, comparado con el Istituto per la Ricostruzione Industrial de Mussolini o la Ley de Protección de los Trabajadores del premier noruego Johan Nygaardsvold. El mérito de John M. Keynes fue sistematizar esas experiencias en una suerte de teoría de la incompletud económica: ningún agente económico tiene toda la información, ningún consumidor gasta todo su ingreso, ningún empresario invierte todos sus beneficios; esos baches deben ser llenados respectivamente con tasas de interés centralizadas, dinero fiduciario e inversión pública. Nada nuevo: Keynes se inspiró en Malthus y el capitalismo es antimercado.